ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (71)
Todos nuestros miedos
Dicen los neurólogos que la
amígdala, en la profundidad del lóbulo temporal del cerebro, es el lugar
recóndito donde habitan todos nuestros miedos. Desde allí corren a alimentar las
pesadillas, viajan en círculos viciosos que los convierten en fobias terribles
o nos dejan en el pecho ese lastre de ciénaga que hoy llamamos ansiedad. La crisis
financiera ha disparado la venta de ansiolíticos, pero de poco sirven, porque,
pasado el nirvana farmacológico, los miedos siguen ahí en la neblina del
despertar, como el dinosaurio de Monterroso.
Y es que nuestra propia estructura
social fue una estrategia dictada por el miedo: un ambiente inhóspito nos
exigía luchar en grupo y cazar en grupo, como requisito de supervivencia. Así aprendimos
a volver solidarias las propias angustias, a convertirlas en miedos colectivos.
Fue ese miedo el que encendió las hogueras para ahuyentar las tinieblas de la
noche, pobladas de fieras y de incertidumbre. Apoyados sobre el yunque de ese
temor, pulimos la piedra o creímos ver brillar el antídoto definitivo contra el
miedo en el filo metálico de las herramientas. Fue también ese mismo miedo el
que levantó, piedra a piedra, las murallas de las ciudades medievales y el que
prendió la pólvora en un sinfín de batallas y refriegas de cuyos motivos no
guardamos ya memoria alguna. Hasta el propio Internet nació de una aprensión: el
miedo declarado del presidente Nixon y su Departamento de Defensa a una estructura
centralizada de comunicaciones, que les pareció demasiado vulnerable frente a
las ventajas evidentes de un sistema en red.
Como especie, somos hijos del
miedo y todavía es mucho lo que el miedo tiene que enseñarnos. Por ejemplo, que
cuando los temores son compartidos y expresados aminoran su angustia, o que todos
participamos de los mismos miedos, los que suben a las pateras al sur del
Estrecho como quienes los miramos desconfiadamente desde la otra orilla. Es el
mismo miedo el que esconde el cuchillo y el que se escapa por la boca de la
víctima. Y, probablemente, cada amenaza proferida y cada grito hiriente no sea
más que el fragor dramático que producen dos miedos acorralados cuando se
encuentran por sorpresa. Es también el miedo el que se agazapa en los ojos del
dictador cuando mira a las multitudes reunidas en la plaza y es precisamente el
miedo a un futuro sin esperanza el que las reunió allí. Los conflictos crónicos
han movilizado muchos más litros de miedo que de sangre. Por lo que todo
esfuerzo de reconciliación debe entender que las complicidades del miedo son
más difíciles de eliminar que el rastro que el terror dejó como un hilo de sangre
sobre los adoquines de la calle.
Creo también
que madurar como personas no es otra cosa que aprender a domesticar nuestros
propios miedos, convirtiendo cada amenaza en una oportunidad y cada experiencia
en una lección. Por eso me pregunto qué lección podríamos sacar de toda esta
grey prolífica de profesionales del miedo, raza astuta que construye hoy su
fortuna personal con los restos del naufragio colectivo. Profetas de la
catástrofe, usureros y prestamistas, líderes carismáticos que salvarán otra vez
a la patria, a costa de sus conciudadanos. No alcanzo a imaginar qué extraña
lección se oculta tras la terrible aprensión que nos inspiran hoy nuestros
políticos, esos que han decidido, por su cuenta, segar de raíz nuestro futuro
para inmolarlo al insaciable dios de los banqueros.
Juan V. Fernández de la
Gala
Muy bueno.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarEl texto responde a una invitación expresa de la Academia. Me alegra mucho la buena acogida que ha tenido. Yo disfruté mucho escribiéndolo, si es que se puede disfrutar cuando se habla de miedos. Además, por un divertido malentendido, aparecí en la filiación del Diario de Cádiz como "académico de Santa Ceclia". Así que hasta fui académico por un día. ¿Qué más se puede pedir?
ResponderEliminarUn cordial saludo
JV