ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (235)
AZOTEAS
La casa de su abuela tenía una azotea enorme, dividida en dos alturas, con un lavadero grande en el centro.
En el lavadero no solo había tres
grandes lebrillos, sino una innumerable colección de trastos viejos que hacían
las delicias de una niña solitaria que vivía rodeada de adultos.
El que más llamaba su atención era
una canoa colgada del techo. Alguno de sus tíos vio truncada su vocación de constructor naval y allí quedó
la nave varada en el aire.
A la derecha había enormes tinajas
con tapas de madera, macetas vacías o llenas de bulbos de brujillas esperando a
que llegara el tiempo de ser plantados. Jabón verde, pinzas para tender, mucha
luz que entraba por una ventana sin cristales, componían el decorado de un
mundo maravilloso donde soñar.
Al llegar la lavadora automática a
la casa, el lavadero pasó a la categoría de trastero, y se incrementaron
considerablemente los tiestos inservibles o en desuso que nadie tiraba “porque
estaban bien”, pero que ya nadie, nunca, volvería a utilizar: braseros, radios enormes,
un gran barreño de zinc, revistas, maletas que de tanto viajar se tenían que
cerrar con cinturones, cajas de zapatos, botellas de cristal…
El lavadero se convirtió, desde
entonces, en refugio y reino privado de la niña. Nadie subía allí. Tan sólo, de
vez en cuando, para dejar otro trasto abandonado. Pero escaparse a la azotea no
era sencillo. Había que pasar cerca de
una claraboya que daba luz al comedor de la vieja casa y que delataba con sus sombras a cualquiera que
pasara cerca.
Una vez que se conseguía escapar a
la azotea, el mundo se trasformaba. Los tejados oscuros, salpicados de matas de
jaramagos amarillos, las azoteas pintadas de cal blanca, las piedras doradas de
la espadaña de la Iglesia, las almenas del castillo, el reflejo plateado del
mar. Con ese escenario era imposible no soñar.
De vez en cuando surcaban los cielos majestuosas cigüeñas, y hasta la azotea llegaban nítidos los sonidos del entrechocar de sus picos en sus enormes nidos. Siempre le gustaron esas grandes aves, quizás porque su padre le llamaba así, cigüeña, por sus piernas flacas y largas. Y ella se imaginaba volando como una cigüeña lejos, muy lejos, porque el mundo no acababa en su azotea.
Voló lejos, durante muchos años, y ya nunca volvió a la azotea. La casa de su abuela se cerró.
De vez en cuando surcaban los cielos majestuosas cigüeñas, y hasta la azotea llegaban nítidos los sonidos del entrechocar de sus picos en sus enormes nidos. Siempre le gustaron esas grandes aves, quizás porque su padre le llamaba así, cigüeña, por sus piernas flacas y largas. Y ella se imaginaba volando como una cigüeña lejos, muy lejos, porque el mundo no acababa en su azotea.
Voló lejos, durante muchos años, y ya nunca volvió a la azotea. La casa de su abuela se cerró.
Y como las cigüeñas, también
regresó. Muchas veces, al pasar por la
puerta, busca con su mirada la azotea. No sabe si le gustaría subir. Piensa en
el lavadero, y se pregunta si seguirá en pié,
con la canoa navegando por los aires. Mejor no subir, los recuerdos de
los niños se deshacen cuando se mira con
ojos de adulto.
Carmen Cebrián
Académica de Santa Cecilia
bonito articulo, ademas estas me son muy familiares
ResponderEliminarbonito articulo, ademas estas me son muy familiares
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, lo he sentido, algo asi nos ha pasado a muchos, me encantaba subir a la azotea.
ResponderEliminarA veces aunque seamos adultos, una vuelta a cosas y sitios de nuestra infancia hace que podamos seguir teniendo esos recuerdos y mejorarlos, ademas de transmitirlo a nuestros hijos.
ResponderEliminarUna auténtica explosión de recuerdos y sentimientos.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar