La ciudad de
los muertos del Castillo de Doña Blanca
Diego
Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria y Académico de Sta. Cecilia
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No pretendo
hablar en este artículo de escatología, sino de las manifestaciones más
visibles de la muerte y de los muertos. Me he preguntado muchas veces por qué
los enterramos, cuáles son las razones de
honrarlos, recordarlos y conservarlos
ocultos en nuestras ciudades y pueblos, en torno o bajo los suelos de los
templos, ermitas, cementerios, e incluso bajo las viviendas, como sucedió, por
ejemplo, durante la Edad del Bronce
–segundo milenio a.C.- en varias zonas de la Península Ibérica. La costumbre es
tan antigua, humana y universal que nos parece obvia y sin sentido la pregunta.
Pero la verdad es que constituye un enigma con muchas respuestas, que posee una
historia larga y compleja en la que intervienen muchos factores religiosos y
sociales, además de los afectivos. He escrito alguna vez que la Historia no
tiene sentido sin sus muertos, que constituyen la memoria de los vivos, su
justificación en el presente, la razón de la existencia. Somos porque hemos
sido. Sin los muertos, el hombre individual o colectivo se sentiría en
desamparo y sin referencias, desarraigado. Y todo ello se proyecta en la ciudad
de los muertos, en sus viviendas de la muerte, con su prestigio social
reconocido y expuesto a la vista para justificar al que vive, para
proporcionarle esa raíz de historia, de pasado, de vinculación que le permita
ser en el presente. Es el archivo, la conciencia de la sociedad que vive. En la sociedad de los muertos, hay una vida oculta y otra explícita, a través de la
memoria y la ostentación, que se requieren para la vida. Cuando me refiero a la
memoria, no me refiero a la llamada Histórica, que es cosa diferente, pues es memoria veleidosa y
olvidadiza, intencionada y sus fines son otros. Hablo de la verdadera memoria
de los muertos, aquella que no confronta, la que vivifica y responde a las
preguntas que demandamos, la que nos enraíza al manto protector de nuestra pertenencia,
como un cordón umbilical que lleva a la vida. Y la muerte se concreta y se hace
visible en sus ritos, en tumbas, en lugares o ciudades para los muertos. Lo que
permite al arqueólogo hablar de tipos y
formas de enterramientos, de rituales funerarios, de vínculos religiosos y de
estructuras sociales. Lo que queda de la
muerte, su lectura cultural. La muerte provoca, además, una atracción especial
hacia ese mundo desconocido que vive en el misterio, en el lugar ignoto y en el
miedo, que ha incitado y generado
ingente literatura de todos los tiempos. La muerte y la vida son almas gemelas
que han propiciado las grandes preguntas –las importantes- y misterios nunca
contestados. No es extraño, pues, que Astarté, la diosa del amor, y la vida,
también sea la deidad infernal de la muerte.
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Nos quedamos en el umbral de la ciudad de los
muertos, con casi nada dicho. Es necesario. Y ahora he de escribir unos
párrafos de la ciudad que guarda los muertos del Castillo de Doña Blanca. Sus
manifestaciones. En la falda de la Sierra de San Cristóbal, frente a la ciudad
fenicia, se extiende la necrópolis de Las Cumbres, ocupando un amplio espacio
de casi 200 Ha. –dos millones de metros cuadrados-, con tumbas que ocultan la
tierra y la retama espesa. Al menos, parte de ella. Sólo los trabajos
arqueológicos, con sus datos precisos y objetivos, informarán de sus destrucciones irreparables.
Aguardamos hasta entonces a recibir los resultados. Cuando llegamos aquí, en
1979, para iniciar la primera campaña de investigación en la ciudad fenicia, buscamos
con denuedo pero sin éxito, la necrópolis al otro lado del río, como marcan los
cánones ortodoxos de los prebostes de la arqueología, mientras la recorríamos
sin saber que la teníamos bajo los pies, subidos en los túmulos funerarios para
otear su ubicación en algún lugar inexistente lejano. Pasados tres años, unos
amigos y colaboradores nuestros de El Puerto de Santa María, recorrían Las
Cumbres en una tarde de noviembre y, al atardecer, les sorprendió un hermoso y
oportuno chaparrón que les obligó a refugiarse en una oquedad que resultó ser
una tumba excavada en la roca. El deseo, más la casualidad y el destino
marcaron un hito en la investigación del lugar. La necrópolis, tan anhelada y
buscada, había sido descubierta por una lluvia fugaz inesperada. Paradojas de la arqueología. Semanas
después, nuestro querido y siempre recordado guardián y cancerbero de la zona
arqueológica, Bermúdez –D. José Fernández Bermúdez-, halló, trabajados en
relieve en la roca, unos símbolos extraños, un círculo y lo que parecía un
creciente lunar. Resultó la entrada de otra tumba hipogea. Las prospecciones
posteriores han aportado numerosos datos sobre la ciudad de los muertos, la más
completa e importante de la protohistoria occidental.
Cuando conocemos,
todo adquiere un sentido preciso y se despejan horizontes inesperados. Los
suelos que pisábamos, desapercibidos y ajenos, ahora adquieren un valor histórico
y arqueológico que no tenían para nosotros. El paisaje profano se ha convertido
en un lugar sagrado, los montículos en tumbas, los pozos profundos en espacios
de ritos, los pequeños relieves y las piedras caídas en tumbas de otro tipo,
los arañazos en el suelo en atarjeas por donde discurría el agua. Todo emerge
como una recreación virtual en 3D del Bosque Sagrado funerario que fue la
necrópolis.. Después supimos que la retama, que cubre este espacio, tiene una
historia corta en el tiempo, pues tres milenios atrás en este paraje se alzaban
pinos, acebuches y encinas, la vida animada de este bosque sagrado elegido para
enterrar, recordar y venerar a los muertos de varios siglos. Y, como el tiempo
es también muerte, hoy este lugar sacro e histórico adquiere sólo sentido para
algunos como coto de caza de conejos, que horadan las frágiles tumbas de tierra
destruyéndolas a la vista de todos, y se alzan también gigantescos postes de
luz que profanan este lugar sacro sin que sepamos qué estropicios habrán
ocasionado. De momento han dañado al paisaje con sus estructuras metálicas
entrelazadas de cables. No hay problemas, miramos a otro lugar y todo se
arregla. A otra cosa.
Miles de
tumbas esperan pacientes ser excavadas, a revelarnos sus secretos más íntimos,
a regocijarnos con sus datos funerarios de hace tres mil años. Hasta ahora se
han excavado sólo dos enterramientos, uno es un hipogeo –es decir, excavado en
la roca-, el que ostenta los símbolos solar y lunar creciente de la vida y de
la muerte unidos, y el otro un montículo artificial, del centenar existente,
como una montaña imponente que cobija y protege a los muertos.
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El hipogeo se
excavó en la roca calcarenita de la sierra sobre una pequeña elevación y, al
comienzo, sólo mostraba los citados símbolos, uno mayor en el centro y dos
pequeños en los extremos de la entrada. Fue
una excavación emocionante, por ser la primera tumba que se iba a investigar,
por su carácter de hipogeo y por los símbolos que ostentaba como advertencia
iconográfica y directa de un lugar perteneciente al mundo de los muertos. Consta de un patio de entrada reducido al que
se accedía mediante escalones, una habitación abovedada a la derecha y, al
frente, la entrada al espacio funerario circular, taponado mediante mampuestos
trabados con barro. La estancia principal es amplia, el techo sostenido por una
pilastra y las paredes pintadas con almagra roja –un color relacionado con lo
sacro de muy antiguo y funerario- y hornacinas para ofrendas en las paredes. De
su interior se han exhumado restos, desmenuzados, de casi treinta individuos
inhumados, con sus ajuares cerámicos rotos, piezas metálicas de bronce y las
cuentas de un collar de plata y piedras importadas. Hay que señalar, como
elemento principal, que sendas piletas excavadas a la altura de la puerta,
servían para efectuar libaciones con los muertos depositados en el interior. Se
data en los siglos XVII o XVI a. de C.
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El túmulo, o
cubierta de tierra, es de fecha posterior, del siglo VIII a. C. Bajo él se sitúa el verdadero espacio
funerario circular, de más de trescientos metros cuadrados delimitado por losas,
que separan el espacio sagrado del profano, pues así está considerado el suelo
que se habita, cuyo centro lo ocupa la pira para las incineraciones –un espacio
rectangular excavada en la roca protegido en su entorno por muretes bajos de
adobes- y más de ochenta tumbas excavadas en la roca a su alrededor, cubiertas
de pequeños túmulos de piedras y dispuestas según los rangos sociales de los
individuos. Y entre ellas, restos de hogares, numerosas copas partidas a
propósito y huesos de animales, como testimonio de los rituales y banquetes
funerarios realizados en honor de los muertos, como era habitual. Cada día de
excavación era una experiencia irrepetible. Aquí, una tumba con el vaso que
contenía los restos de la cremación y los ajuares que les correspondían según
su posición social en el grupo –vasos de cerámica, botellitas de alabastro para
perfumes, objetos de bronce pertenecientes a fíbulas para los vestidos, broches
de cinturón y cuchillos de hierro-, más allá, en los espacios entre tumbas, pebeteros
para el incienso u otras plantas aromáticas, vasos para contener la bebida
–vino, cerveza, plantas alucinógenas u otra clase de líquido para ingerir-,
numerosas copas decoradas con motivos geométricos para la bebida. Y finalmente,
este espacio inservible –e ignoramos las razones- se cubrió con una montaña de
tierra y de piedras, como manifestación de un lugar sacro clausurado.
Sucintamente
¿qué nos aportan estos trabajos?: advertir los vestigios de la realidad de la
muerte y su proyección simbólica de la vida. De una parte, nos adentramos en
sus costumbres y ritos funerarios, es decir, la vinculación social necesaria
para el arraigo, mediante los restos que han sobrevivido. De otra, la
organización social jerarquizada, que también es manifestación de prestigio y de raíz económica. Y con más
dificultades y obstáculos, nos orienta hacia las creencias religiosas y
escatológicas. En suma: los pilares de la sociedad que analizamos, de modo
sintético, en una escalera de dificultad de comprensión.
Seis meses
duraron estos trabajos, seis meses de continua expectación, fueron seis meses
inolvidables para quienes participamos: arqueólogos, estudiantes, obreros y
quienes nos acompañaban con frecuencia, todos entusiasmados. Y todos soñando en
la próxima campaña que nunca se ha realizado. Esto fue en 1986. Deseo que la
espera no sea sinónimo del olvido y que el deseo se haga realidad. Y es curioso
que, la tendencia imperante de acelerar el ritmo de la vida, culmine en estos
casos en los tiempos bíblicos ralentizados o detenidos.
(El Puerto de
Santa María, 9 de noviembre de 2015)
ARTICULO IX (20 DE NOVIEMBRE DE 2015)
“Cuando decimos GADIR ¿a qué nos referimos?”
Interesante artículo. Lamentable que tengamos una necrópolis fenicia de semejante magnitud abandonada y sin estudiar. Debió de haber casi como en cada ciudad portuaria fenicia un santuario a Astarté. Hay algún indicio de esto?
ResponderEliminarAstarté, como se sabe, es también diosa de la navegación y de los navegantes. Es muy probable que hubiese un templo en el CDB dedicada a esta diosa. Por ahora sabemos que, en el denominado barrio fenicio, cercano al puerto, de la existencia de unas habitaciones de un templo del siglo VIII a.C., destruidas en parte por las potentes murallas de los siglos IV y III a.C., que contenían ofrendas, entre ellas anclas, que los marineros depositaban por haber llegado sin grandes incidentes. ¿Está dedicado el templo a Astarté?. No lo sabemos cocn segeuridad, pero es muy probable. Son los datos que tenemos por ahora.
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