16.FENICIOS, TARTESIOS Y GRIEGOS EN OCCIDENTE
Cuando
ni el cielo ni la tierra tenían nombres…
Diego Ruiz Mata / Catedrático de
Prehistoria / Académico de Sta. Cecilia.
Cuando nos acercamos a la arqueología, desde los simples o
grandiosos restos urbanos o funerarios, desde el interior de un museo con sus
recoletas vitrinas, pero plenas de objetos, o desde los libros de divulgación o
las guías de lugares históricos, tenemos la sensación de que el pasado se
alimenta sólo de objetos materiales y tangibles que lo justifican y explican, que todo se enfoca y gira
en esos ámbitos. Y ahí reside el objetivo de la arqueología, creemos con
simplicidad. El tema es mucho más complejo, como es la vida del hombre en
sociedad y en su particular relación con el mundo que le rodea, en el que
trabaja, con el que se relaciona de
múltiples modos, el que le satisface y le angustia, en el que piensa y se
asombra, en el que vive y muere. Y uno de los temas de más importancia que no
se transmite, como se debiera, salvo en el terreno científico y en la atracción
irresistible por lo irracional y mistérico, es el del pensamiento religioso,
que contiene casi todas las grandes preguntas, aquellas que han movido y mueven
el mundo y al hombre, entre las que se hallan siempre las del origen de la
vida, es decir, de dónde procedemos, y sobre la muerte y el misterioso lugar en
el que se habita por siempre y que nos aguarda paciente sin remedio.Lo que nos
conduce a la esencia del homo religiosus,
no como mera confesionalidad, sino con el miedo y deslumbramiento que provoca y
se admira lo que no se comprende con la sola razón, lo que se respeta y teme,
lo que se ritualiza colectivamente y en el interior de cada uno..
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Es posible que en las Fiestas del Año Nuevo, o Bit Akitu, se oyese en los patios
abiertos del templo el recitado del Poema de la Creación, conocido como Enuma Elis –las dos primeras palabras del
texto-, que se traduce“Cuando en lo alto
el cielo aún no había sido nombrado y, abajo, la tierra no había sido
mencionada con un nombre…”. El primer texto de la creación del mundo y del
hombre que nos ha llegado. Se redactó hacia el 2000 ó 1900 a.C., recogiendo con
toda seguridad tradiciones muy antiguas mesopotámicas. La versión que tenemos y
empleamos es de 1100 a.C., conservada en las tablillas de la Biblioteca de
Asurbanipal (669-672 a.C.) en Nínive. Debido a la expansión y conquista asiria
hacia las ciudades costeras fenicias mediterráneas y a sus relaciones
comerciales de los siglos IX a VII a.C., y culturales, esta versión cosmogónica debió
ser aceptada y recitada en aquellas costas y transmitida a las de Occidente.
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caos
primordial,
ese momento sin tiempo, origen de todo, cuando ni el cielo
ni la tierra tenían nombre, pues nada existía, salvo un “caos acuático” o
principio cósmico, de cuya masa amorfa se aislaron dos elementos, denominados Apsu –el océano primordial- y Tiamat, el mar tumultuoso, de cuyo
oleaje surgieron Mummu, es decir, las
nubes, el vapor y el oleaje, y dos serpientes divinas, Lajmu y Lajamu, que
originaron a su vez el horizonte celeste, Ansar,
y el terrestre, Kisar. Y de esta
pareja divina nacieron los grandes dioses, Anu
y Ea, y las demás divinidades
esparcidas por el cielo, tierra y mundo inferior, sin formas definidas todavía.
Todo en abstracto, nebuloso y caótico, determinado por la visión del paisaje de
marisma indefinido en el que debió surgir este mito, entre los ríos Tigris y
Eúfrates y el Golfo Pérsico, una planicie infinita de agua oscura y barro
mezclados.
Asistimos a una calma aparente, inactiva, en la que los
nuevos dioses, en sus afanes de creación de otros seres, perturbaron la
tranquilidad de Apsu, quien se quejó
por ello a su esposa Tiamat. Y el
sacerdote continua, solemne, con la narración de la
tranquilidad
perturbada
que tanto molestaba a Apsu, en su quietud rota, y decidió,
con el beneplácito de su esposa, la destrucción de sus hijos. Pero enterado Ea
de este propósito, y gracias a las artes mágicas, mata a Apsu y esclaviza a
Mummu, transformando al primero en su propio recinto sagrado en donde engendra
y nace Marduk, el dios a quien se exalta en el poema. La tragedia se palpa,
recita la voz monótona del sacerdote, y adviene la
venganza y
el inicio de la contienda.
Y para ello, Tiamat, en represalia, reúne a unos cuantos
dioses y engendra un ejército de seres monstruosos –serpientes, dragones, lobos-,
dando a luz también a huracanes, hombres-escorpiones y centauros, colocando al
frente de este terrorífico ejército de seres híbridos Qingu, su segundo
esposo, a quien confió las tablillas de los destinos. Lo que condujo, como el
relata el poema y cuenta el sacerdote, al
miedo de los
dioses y la aceptación de Marduk.
En efecto, conocedor Ea de los terribles planes de venganza
de Tiamat y la creación de tan poderoso y aterrador ejército de seres
extrahumanos, se dirige presto a Ansar, su procreador, quien le anima a que se enfrente
con Tiamat. Y rehusa. Tampoco convence a Anu, que tiene miedo y retorna raudo a
su morada. Y, por último, propone a Marduk que luche contra Tiamat. Acepta y
promete derrotarla, a condición de ser reconocido como el primero entre los
dioses, con autoridad en su palabra y sin que nadie pueda modificar sus
opiniones. Exige el poder absoluto. Y así lo comunica Ansar a los demás dioses
que, encantados y tranquilizados, pasan a la sala del concejo, proceden al beso
ritual y organizan un banquete, en el que hablan, comen y beben y se olvidan de
las preocupaciones que les ha proporcionado la lucha inmediata. Y tras el
banquete,
se otorga el
poder absoluto a Marduk,
que constituye la parte central del poema. Los dioses
presurosos construyen su trono y le proponen una muestra de su poder
sobrenatural -porque el poder, necesariamente tiene que mostrarse, nunca se
puede ocultar-, colocando una imagen en su presencia y que sería destruida y
reconstruida al dictado de su palabra. Y así fue: “a la palabra de su boca, la imagen se desvaneció; habló de nuevo y
quedó restaurada”. Ante esta manifestación, los dioses se llenaron de
júbilo y rindieron homenaje, proclamando “Marduk
es rey”. Y le entregaron el cetro, el trono y la vestidura regia. Investido
con estos atributos, Marduk procede a construirse su propio arco, empuña su
maza, se arma con el rayo, llena su cuerpo de llamas y a continuación colocó a
sus flancos los vientos, además de la gran red para atrapar a Tiamat. Y los
dioses le dijeron:
“ve y
extirpa la vida de Tiamat”.
Vestido de este modo, se dirigió a su encuentro, retándola
a un combate individual. Y comienza la lucha terrible, para “que los vientos lleven su sangre –la de
Tiamat- a los lugares más recónditos”. Una contienda implacable entre la creación y
el orden –Marduk- y el caos y el desorden- Tiamat. Y el dios elegido, además de
su arco y la maza, dispone del relámpago, las llamas ardientes, la red para
envolver a Tiamat, los vientos de las cuatro direcciones, el viento maléfico,
el devastador, el viento irrestible, el huracán y la tempestad. Todo el furor
del Universo en acción contra Tiamat. La diosa vomita en su boca encantamientos
y arroja conjuros. El cuerpo a cuerpo es inminente. Y Marduk, con suma astucia,
lanza la red y la envuelve lanzando con violencia los vientos desencadenados
que llenan su vientre, y Tiamat, detenida, siente las flechas mortales que
atraviesan su cuerpo y muere. El ejército huye despavorido, Qingu es atrapado y
arrojado al infierno y Marduk corta en dos el cuerpo de Tiamat. La batalla ha
terminado, el caos ha sucumbido. Ha vencido la astucia. Y comienza
la creación
y ordenación del cosmos.
Marduk, tras su victoria y, de los despojos de Tiamat,
construye el cosmos. Sitúa los astros en el cielo, establece el calendario y
las constelaciones para cada uno de los doce meses, crea la luna y sus fases,
también el sol –con el nombre de Shamash-, y con ambos determina la noche y el
día. Hace surgir los vientos, la lluvia, el frío y la niebla. De la cabeza de
Tiamat forma los montes, de sus pechos, las altas montañas, mientras que de sus
ojos hace que fluyan el Tigris y el Eúfrates, los dos ríos donde se gesta el
poema. Pero todo esto hay que ordenarlo, hay que estructurar el cosmos mediante
normas y reglas. ¿De dónde puede partir este mundo organizado? De los
santuarios, de la residencia de los dioses. Y así se hizo. A continuación,
Marduk, vencedor del caos y creador del mundo, es entronizado, y los dioses,
reunidos en asamblea, le prestan obediencia. Por último, como dioses demiurgos
y arquitectos, levantan los planos para la construcción de la gran Babilonia.
Pero es un mundo incompleto, requiere de seres que trabajen y mantengan las
obras divinas, que cuiden los templos, que sirvan a los dioses, como objetivo
principal. Y para ello,
Marduk crea
al hombre
con la finalidad de que se encarguen del culto de los
dioses y así puedan descansar de sus trabajos manuales. Marduk pide que le “dejen poner sangre junta y unos cuantos
huesos…que le dejen crear un salvaje primigenio que se llamará Lullu, el
hombre,…que haga el trabajo más penoso de los dioses”. Se requiere una
víctima propiciatoria. Para ello, el dios Ea le aconseja que busque a una
divinidad con cuyo sacrificio se puede modelar la humanidad. Y se elige a
Qingu, esposo de Tiamat y general de los ejércitos del caos, acusado de haber
incitado a su esposa a la lucha. Le dieron muerte, y de su sangre y de las
artes mágicas de Ea se creó el hombre y la Humanidad. El hombre, que procede de
los residuos del vencido, tiene como destino ineludible el servicio del dios y
de su morada, del templo, como representación del universo y ciudad divina. El
ejemplo de una sociedad teocrática, significada en los dioses y el poder
temporal del monarca, sólo como su representación.
Es lo que los fenicios de la Bahía gaditana oyeron en el
patio del templo de Melqart, en un atardecer del comienzo de las Fiestas del
Año Nuevo, donde el sacerdote recitaba con ritmo pausado los versos de un viejo
poema que narraba la existencia del caos primigenio, una amasijo de agua y
barro indefinidos, la lucha espantosa entre el caos y la creación –Tiamat y
Marduk-, la muerte de la diosa de la inmovilidad, la creación del cielo y de la
tierra y la del hombre al servicio de los dioses, nacido de la sangre impura de
un dios vencido, siendo el templo la casa del dios y la representación del
universo. Pues eso es un templo, un mundo completo, un cosmos, la mansión donde
habitan los dioses demiurgos y protectores, y sólo ellos. Se contestaban así
las preguntas que el fenicio demandaba, para afianzarse, conociendo y asumiendo,
aliviado, su origen y destino, mientras miraba un cielo rojizo y restallante,
reflejado en el mar adormecido por suaves olas. Es obvio, y no necesita
aclaración, que Darwin no había nacido.
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Un poema e historia cercanos se halla en los primeros
capítulos del Génesis bíblico, probablemente redactado a fines del II milenio
a.C. Pero también su esencia está presente en casi todas las mitologías
cosmogónicas de todos los lugares de la Tierra, con las mismas preguntas, con
idénticas ansiedades. Leo este poema con frecuencia, y cada día las noticias
actuales. Y a veces veo, y tengo la impresión, que no ha pasado el tiempo, que
un fondo sustancial religioso permanece inalterado. Mucho queda todavía en los
genes culturales, sin apenas percibirlo. Es lo grandioso de la cultura, que
permite haber sido y seguir siendo.
Es verdad, Darwin no había nacido, pero al menos para mí es igualmente válida la explicación ancestral -en que como dices, coinciden prácticamente todas las tradiciones religiosas- pues salvo el origen del hombre, el tema Caos-Theos-Cosmos es algo que incluso la ciencia actual está demostrando respecto de los cometas como generadores de vida en puntos de materia inerte. Al final todos los caminos van a conducir a lo mismo.
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