21.FENICIOS, TARTESIOS Y GRIEGOS EN OCCIDENTE

Navegando con Estrabón desde Gades a Hispalis
Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria / Académico de Santa Cecilia

Al profesor, al maestro, José María Blázquez, y sobre todo al amigo,
que duerme tranquilo en el Bosque Sagrado de los mitos.

Cuando la travesía emprendas hacia Ítaca
pide que sea largo tu camino
lleno de aventuras, pleno  de saberes.
C. Cavafis, Ítaca, 1911.

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Cuando se navega hacia Gades, partiendo de Cartago, la distancia es larga, demasiado para nuestra percepción del espacio, y transcurren muchas noches y muchos días costeando, cortando las olas, durmiendo en los barcos atracados en los puertos, bebiendo un buen vino griego o sardo afrutado en sus tabernas oscuras iluminadas con las débiles llamitas de las lucernas de barro. Es allí donde se escuchan las historias reales o inventadas de los países lejanos, de los monstruos marinos que destruyen a los barcos y los arrojan contra los arrecifes o  las sirenas, con cuerpos de pájaro y cara de mujer bellísima, que atraen a la muerte con sus cantos a los navegantes embriagados por sus sonidos. Lo sufrió Odiseo en su desgraciado regreso a Ítaca, amarrado al mástil y con los oídos taponados de cera. Pero todos hablan de las columnas que Herakles erigió a la entrada de Gadir y de Tartesos, que en realidad son las jambas de una puerta colosal, dignas de la entrada a un paraíso. Los barcos que la divisan, detienen los remos, avanzan sólo con el soplo del viento y el ruido monótono contra las velas cuadras, y todos los marineros observan con miedo y atentos lo que aguarda al traspasarla. Nadie respira. Se espesa el silencio. Y los ojos expectantes escudriñan las altas paredes de los arrecifes, las montañas lejanas veladas por la bruma, las olas que son ya gris-verdosas, oyen los sonidos de los vientos por si portan mensajes divinos y hay que atenderlos. Y al pasar entre las inmensas columnas que jalonan la puerta, el mar se ensancha, los marinos respiran aliviados, y las voces se expanden en la amplitud del barco agradeciendo a Astarté Marina haber llegado hasta allí sin mayores peligros, y depositan ofrendas, pequeñas o costosas, en la cueva sagrada de Gorham en el acantilado abrupto del saliente peñón de Gibraltar, que despeja el camino a Gadir  y a la anhelada Tartesos. Es el primer lugar de culto, en la oscuridad de las entrañas de las rocas, antes de traspasar las puertas ancladas en dos continentes y unidos por los mares.


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Ese aire reverencial es lo que sentimos navegando hacia el templo de Melqart, alzado en el islote de Sancti Petri, imponente y solemne, no por la acumulación de las labradas piedras de sus muros, sino por la majestad que desprende el lugar donde el dios habita en su casa. Y de allí nos dirigimos hacia el recinto fortificado que se levanta junto al río Iro, en su paso por Chiclana, para descansar, planear el viaje y pasar la noche. Estrabón está complacido, y nosotros también, y Plinio, Mela, Posidonio, Avieno, Artemidoro, Ferécides y otros amigos que nos acompañan. Pues hemos decidido navegar hasta Spal todos juntos, sin tiempo que nos una o nos separe, viendo lo que haya que ver, sea fenicio romano o tartésico. Es lo que nos ha propuesto Estrabón. Y tiene razón. Se trata de llegar al corazón de los recuerdos. Y para ello nos reunimos los amigos de muchos tiempos y de muchas historias y lugares. Conversando y durmiendo poco por la curiosidad y excitación de lo que nos aguarda, pasó tranquila la noche. Es hora de navegar y lo hacemos hacia el islote del dios que protege a los fenicios de Tiro y a todos los que navegan hacia el Atlántico lejano.

El sol clarea a las espaldas del templo de Melqart-Hercules y una luz, todavía difuminada, muestra, borrosas, las columnas doradas con capiteles con árboles de la vida que guardan sus dos poderosas puertas de láminas de bronce, con primorosos grabados de los trabajos de Heracles, e ilumina los muros oscuros de sillares escuadrados y el altar del patio, con los rescoldos humeantes de unos rituales ayer realizados. A la hora convenida, ha llegado el marinero que conoce bien los caminos marinos y nos va a llevar en su barquito de vela. Nos quedan muchas millas, paradas en templos y ciudades, para llegar con luz de la tarde al puerto de Spal. Estrabón está muy impaciente, y pese a que ha escrito tanto y con tan primorosos detalles  la zona entera, basado en los libros y las vivencias de otros, nunca ha estado en Iberia, ni en Gades ni en Hispalis ni en ningún lugar de Occidente. Es su primer viaje y el nuestro en barco también. Y Estamos impacientes por ver los lugares y gentes que describe, ya sean fenicios, indígenas o romanos con su libro de Geografía en las manos, por fijarnos en sus ojos curiosos y muy abiertos y escuchar los comentarios de lo que tanto escribió sin haberlo visto.


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A poco de partir del puerto del templo, y con el mar iluminado, avistamos el islote no muy alto de San Fernando, o la antigua Isla de León. Todavía ni la naturaleza ni el hombre lo han soldado por completo con los gaditanos, pero se advierten las garras de tierras que quieren aunarlos. Se ven pocas casas y mucho ajetreo en el comienzo de la jornada.  Nos dice un marinero que es una isla muy activa, una zona de industrias desde tiempos muy antiguos fenicios.  Nos acercamos y observamos montañas de sal, las eras y los muros que las separan y los regueros y canalillos de agua que vienen desde el mar. Escribe y observa Estrabón. Son unas prósperas salinas de las muchas que se hallan esparcidas en la Bahía, necesarias para la pesca y la industria conservera, y para la vida. En otro lugar se alzan los hornos de barro, con sus panzas llenas de vasos de arcillas que se van a cocer y fortalecer, y los alfareros modelando en sus ruedas vajillas de uso diario, de almacenaje, figurillas de terracota para ofrendas a los dioses y multitud de ánforas, que servirán para el transporte a lugares distantes de las salazones de pescado. Avieno mira con asombro esas bovedillas de barro y escucha el eco de risas y de voces. Y en otro lugar, junto al agua que se mueve perezosa, montones de cañaillas –o murex en su nombre científico- de las que se obtiene la púrpura, ese colorante muy lucrativo que los fenicios usaban para colorear sus tejidos desde los tiempos de Homero en Tiro o en Sidón. Artemidoros  escribe todo en su soporte recién hecho de papiro, mientras nos vamos alejando, por entre las calles de agua marina.

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El chapoteo de los remos y el empuje ligero del viento contra la vela hinchada, nos acerca a las blancas casas de Gadir, a las de los fenicios, regresando atrás en el tiempo. En verdad son dos islas y dos torres albarranas de roca que se adentran en el mar, que dejan paso al puerto. Las islitas tienen nombre, Eritea y Cotinusa, una es más pequeña y otra mayor y alargada. Y Ferécides recuerda un mito en el que cuenta que aquí vivió Gerion y guardaba los bueyes que robó Hércules. Estrabón nos informa de la fundación de esta ciudad, tras dos intentos previos y su relación con la guerra trágica troyana. Y pese a su ilustre pasado, la ciudad es muy pequeña. Lo fue en sus tiempos fenicios y así continuó en sus épocas romanas.  Al bajar de la nave, y en una taberna del puerto, nos dicen con orgullo que sus habitantes son los que navegan más y en mayores y mejores naves, surcando las aguas mediterráneas y atlánticas, que la mayoría de los gaditanos viven en el mar, que muy pocos residen en sus casas y muchos habitan en la tierra de enfrente o en la isla cercana de León. Pero los Balbos, una familia poderosa y con ambiciones de hacer carrera política y efectuar pingües negocios, ampliaron la ciudad y construyeron en la costa de enfrente  el Puerto Gaditano. Y Atenodoro pregunta sobre todos los detalles de esta historia gaditana tan peculiar. Pero si no es densa su área habitada, emana una religiosidad evidente.  Es una isla sagrada, un espacio escueto y simbólico, un lugar de referencia para el viajero piadoso. Filostrato, que está muy emocionado, nos dice que a Apolonio de Tiana, que había visitado Cádiz hace unos años,le narró que navegó hasta Gadira, acompañado de sus alumnos, por la fama que tenían sus filósofos que habían progresado en el estudio de lo divino y que, alllegar encontraron a gente exageradamente dedicada a la religión, de modo que habíaaltares a la Vejez, a la Muerte, a la que entonaban himnos como misereres, y que vieron también árboles muy extraños que llamaban los “gerioneos” y destilaban sangre, y otros de los que manaban oro.  Al escuchar estas historias,  quedamos perplejos, y nos dirigimos a la ciudad. Había allí, en efecto, un templo de Astarté, otros dos de Heracles, el tebano y el egipcio, y muchas tumbas de gentes y sacerdotes ilustres que se veneraban. Gadira es una ciudad extraña, iluminada y protegida por los dioses,  sobre una isla sagrada.

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No muy lejos, hacia el norte, reposa, recostado, como un animal prehistórico y gigante la Sierra de San Cristóbal. En su cima se ven las casas muy blancas, bañadas por un sol de mediodía, y debajo se alza imponente una recia y altísima muralla, que nos sobrecogió. Decidimos navegar hasta allí, al lugar donde se veían barcos negros y velas muy blancas. Era el puerto, pequeño y protegido, junto a una zona de grandes estancias, que guardaban los barcos y las mercancías traídas de Sidón y Cartago. Homero creyó reconocer al Puerto de Menesteo, el héroe griego de Atenas que navegó hacia Occidente, tras el desastre de Troya, y fundó la ciudad y un oráculo que aún persiste. La ciudad, con numerosas calles y techos aterrazados, se alza sobre un promontorio alargado, y la ciñe una muralla muy alta revestida de arcilla y antecedida por un foso. Y hacia la sierra, la necrópolis o bosque sagrado donde duermen los muertos. Es muy diferente a Gadira. Aquí restalla la vida en la ciudad y en el puerto, y las percepciones son más humanas y menos religiosas. El oráculo nos dijo que la ciudad, que perdió su nombre, se llamaría con el tiempo Castillo de Doña Blanca. Un nombre extraño para todos los que acompañábamos a Estrabón. Y decidimos continuar el camino.

Ayudados por el viento, cortábamos con el timón las olas lentas, que dejaban amplias playas de arena. Y muchos se preguntaron qué sucede en este mar, que tan pronto llega a la costa y después huye, se retira desmesuradamente. Posidonio, de curiosidad incansable, se propuso estudiar, más adelante y con tiempo, este extraño fenómeno que origina las mareas. Prometió volver a estas tierras. En tanto, observábamos la costa en la que se desplegaban, salpicadas, pequeñas industrias dedicadas a actividades de la pesca y a su producción pequeña que envasan en ánforas que se ven apiladas para llevarlas al interior o a ciudades de otros mares.

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Y charlando, discutiendo, anotando curiosidades y mirando todo a lo que la vista se veía, no apercibimos que se abría ante nuestros ojos una grieta enorme de mar entre dos cabos salientes, no demasiado altos. Estrabón se dio cuenta que entrábamos en un estuario, por el que fluían, tranquilas, las aguas del mar.  Supimos que es el estuario del Guadalquivir, que llega hasta la fenicia Spal y la Hispalis romana. En su entrada, y en el este, en una islita del estuario, en la zona que se conoce como el Pinar de La Algaida, se halla el santuario de la Lux Dubia, que significa luz incierta, y que en realidad es la del crepúsculo  de la tarde o la de la aurora del amanecer. Nos dicen unos marineros que trajinaban con sus redes, que impresiona ver una bola de fuego inmensa y radiante despidiéndose por el horizonte hasta el siguiente día, tras los edificios de la vivienda del sacerdote y del templo de Astarté o de Venus, protectora de la navegación y de los navegantes, quienes al pasar por allí depositan sus ofrendas.  Una maravilla es, nos relatan, cuando la aurora de luz rosácea se levanta perezosa por otro lado del templo. Y puede verse en las explanadas de tierra y piedrecillas del pequeño templo restos de muchas ofrendas entre cenizas de comidas rituales.

 Impresiona el lugar, el silencio  el ir y venir de las olas hacia esta pequeña isla recoleta. Depositamos una modesta ofrenda, y dirigimos la proa hacia el otro cabo, el de occidente, donde se halla otro templo muy antiguo dedicado a Astarté, en el lugar donde mucho más tarde se alzaría el santuario de El Rocío. Y los que navegábamos, en silencio y con los ojos muy abiertos, pensamos al unísono, sin hablarnos, que no era una casualidad que dos diosas marinas, pero también del amor y de la guerra, guardasen con celo la entrada a un lugar paradisiaco y rico que conducía a la abundancia de tierras y de metales. Y como pasa el tiempo y queremos llegar al puerto de Spal antes de la puesta del sol, navegamos por las olas tranquilas del estuario, al ritmo que la retina permita retener grabadas los paisajes y ciudades que aparecían a nuestro encuentro.

Estrabón saca, de su bolsa de cuero, un texto que hace tiempo había leído y que sentía enorme curiosidad por ver de nuevo. Habla de un lugar, la Turdetania, maravillosamente fértil, productora de todas clases de frutos y en abundancia, y por ello intensamente poblado. Y le resulta curioso como en estas costas se advierten frecuentes y profundas escotaduras, abras marinas o esteros, que penetran, como cuchillos, al interior de la tierra, y por donde los barcos navegan en la pleamar, quedando varados cuando bajan las aguas. Son como ríos, pero no lo son. En realidad son aguas híbridas, saladas y dulces, navegables cuando el mar se levanta y peligrosas cuando se retira, quedando los barcos despistados sobre un lecho seco. Nos dice un marino, que nos acompaña, y que es de Ébora, que los animales que pacen en los islotes, y no pasan los esteros antes de la pleamar, quedan atrapados y aislados. Y los toros, ya acostumbrados a estos vaivenes, esperan pacientes a que termine el reflujo para volver a tierra firme. Los viajeros quedan impresionados por estos hechos. Pero sobre todo por la riqueza del lugar y el tráfico de barcos cargados de mercancías. Se exporta vino, trigo, aceite, de calidad insuperable, cera, miel, pez, metales de cobre, de oro y de plata, y mil cosas más que no se pueden enumerar.

Y tal son las riquezas del lugar, y que los esteros sirven lo mismo que los ríos, que la acumulación de ciudades es muy abundante en sus márgenes. Dicen que doscientas. Navegamos con tranquilidad y tomando anotaciones. En un estero profundo se alza Asta –Mesas de Asta-, en cuyo fondo se percibe, como un gigante, la Sierra de Gibalbín, otro lugar habitado de antiguo y que deja ver sus poderosas murallas. Asta es una ciudad grande y esplendorosa, de origen fenicio, que muestra con orgullo sus temibles murallas, y junto al estero su puerto, bullicioso y con barcos que cargan y descargan. Y muy cerca Nabrissa –Lebrija-, a la que decidimos visitar y comer allí alguna cosa.


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Navegando, a ritmo pausado, siempre atentos ante tantas maravillas, llegamos a Caura, en un altozano a la orilla del río. Es Marynos de Tiros quien nos lo advierte y supone, según había leído en textos antiguos, que se trata del Mons Cassius. La ciudad, de casas bajas muy blancas, se extiende sobre una pequeña elevación de no más de 20 metros de altura, calculamos a simple vista, y en uno de sus lados vemos cuatro barcos con sus anclas de piedra, mecidos tranquilos en un pequeño puerto. Un marinero extranjero nos dice que en un barrio próximo se alza un templo, dedicado a Baal o a Astarté –no lo sabe bien. Y nos acercamos. Entre las casas, se alza, en efecto, un templo rectangular, cuyo eje se orienta a la salida del sol el día del solsticio de verano. Ese día es de fiesta. Al levantarse el sol, sus rayos entran por el centro de la puerta, como en línea recta, hasta la pared de su cabecera. Su interior es blanco y su suelo de arcilla de rojo violáceo, con bancos de piedra y de adobe apoyados en sus paredes, y en el centro un altar muy bajo en forma de lingote de cobre o de piel de toro, ennegrecido por los rituales con fuego que en él se efectúan. Y con respeto dejamos una ofrenda en una de sus capillas. Nos fuimos en silencio hacia el puerto.

Ya estamos muy cerca de Spal, el final de la navegación. Quedan muy poco tiempo para que el sol se retire a descansar y la ciudad se cubra de tinieblas, o de las espesas brumas que emanan por la noche de las aguas y fangos de los marjales en los que la ciudad se erige. Estamos contentos, se ha aprovechado el día y deseamos llegar a la colina esplendorosa donde se extiende el espacio divino de Astarté, para depositar otra ofrenda y navegar hasta Spal. El viajero que llega a estas tierras debe visitar primero la casa-templo de Astarté, por piedad y para agradecerle haber llegado sin grandes peligros de países tan lejanos con su protección.

Nos aproximamos al puerto del centro de culto de Astarté, repleto de barcos anclados y de peregrinos. Del puerto a la entrada del recinto sagrado hay que subir una cuesta liviana, que el ansia por llegar la hace aún más ligera. La puerta está abierta y entramos. Pese a la muchedumbre, no se oyen  más que inaudibles susurros que no se entienden. Recorrimos por entre las calles de las viviendas de los sacerdotes y servidores del templo. Al fondo, las paredes densas pintadas de blanco que ciñen el espacio sacro. Nos acercamos en grupo al patio de tierra y después a un patio de conchas de moluscos marinos, un suelo mágico y santo, que precedía al templo y estancias para su servicio, separados por otro pequeño patio abierto. La puerta del templo, abierta, nos permitió ver sus paredes decoradas de cuadrados rojos y de negros, los bancos pintados también y un altar de piel de toro sobre el suelo. Todo era silencio. Y en una hornacina pudimos ver a Astarté, desnuda, con los brazos doblados y acogiéndonos, sentada en un amplio sillón y los pies sobre un escabel elaborado, con una inscripción que decía, según leímos en lengua semita, que Baaljaton y su hermano Abdibaal, hijos de Dommelek, agradecían a la diosa haber oído sus plegarias. Lo que se repetía, con otros nombres, una y otra vez en muchas ofrendas a la diosa.


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Emocionados, ante recinto tan monumental y la devoción a la diosa, nos fuimos al puerto. El sol se ocultaba tras la ciudad de Spal, las sombras oscuras apenas nos dejaban distinguir sus viviendas. Sabíamos que teníamos que volver a la ciudad. Pero había que llegar al puerto, pues nos esperaba un comerciante fenicio de Arvad, de nombre Itobaal, residente en la ciudad desde hacía unos años y que nos acogía en su casa. Lo que pudimos ver, en el velo opaco de la noche, que Spal es una Venecia muy antigua, con canalillos de agua que separan sus viviendas.

Había que navegar otra vez, hacer más lento en el camino, como nos había aconsejado el poeta Cavafis, preguntar a marinos, comerciantes, pescadores, labradores y sacerdotes sobre todo lo que habíamos anotado con prisas y teníamos curiosidad. Así lo hemos decidido Estrabón, Ferécides, Homero, Artemidoros, Posidonio, Asclepiades, Plinio, Mela, Tolomeo, Marynos, y yo mismo. Es lo que haremos en los próximos viajes .La próxima vez vendrá José María Blázquez con nosotros desde el Bosque sagrado donde duerme.

P/D. Querido poeta Cavafis: No hemos navegado a Ítaca, ese pequeño lugar griego donde Odiseo reina junto a su amada Penélope, sino al otro lado del mundo, al confín occidental, más allá de las Columnas de Hércules, donde se pierde en la inmensidad de un mar gris, el camino tampoco ha sido largo, más bien corto, placentero y sin peligros ni aventuras, pero hemos aprendido a conocer una tierra, una cultura y mucho de su gente sencilla y de sus sacerdotes. No ha sido todo tan distinto a lo que tus versos nos llamaban. Te prometemos que volveremos todos juntos una y mil veces en busca de sabiduría. Han quedado muchas curiosidades insatisfechas, muchas preguntas sin respuestas. Pero hemos comprendido que, si se viaja con los ojos muy abiertos y con el corazón dispuesto, siempre se aprende.  Es la esencia de la vida. Gracias, poeta.

Con mi admiración y afecto, su fiel lector Diego.

Comentarios

  1. Modesto homenaje a un personaje grande: José María Blázquez Martínez, internacionalmente conocido y apreciado,catedrático de Historia Antigua en las universidades de Salamanca y Complutense de Madrid, director durante muchos años del Instituto “Rodrigo Caro” del CSIC, y desde 1987 Académico Numerario de la RAH.

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