ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (255)

EN RECUERDO DE MANUEL
                                 A un honrado jornalero que falleció en el año 1954

De pena y vergüenza se empañaban las mañanas, ante la triste presencia de los jornaleros que rumiaban en sus adentros la impotencia de su mancillada dignidad, segados sus derechos por la afilada cuchilla de la explotación.

La plaza era un hervidero de silencio cuando el prepotente dedo del capataz señalaba sentencioso y dictatorial: tú, tú y tú y ese otro, el resto a engullir la hiel del paro. Así día tras día, año tras año a la plaza y de la plaza al camino de la desesperación. Los más afortunados, al despuntar el alba, cada cual a su tajo asignado, cargando con el tercer brazo del escardillo sobre los hombros doloridos. En la capacha, el pan y el tocino de la miseria.

Jornaleros trabajando de sol a sol en la provincia de Cádiz
Manos azuladas venas entrelazadas como ramas de viejas higueras aferradas al duro mango de la herramienta, destripando con cada terrón un poco de su maltrecho cuerpo. Enterrando en cada surco un poco de su existencia. Y así, bajo el hálito solar o el cierzo del invierno en una larga vigilia, armándose hasta los dientes de paciencia. Siguiendo con el mismo hambre de pan y de justicia. Cosechas recolectadas con el tuétano de sus huesos, entregando hasta la última brizna de paja hasta el último cuartillo de trigo, maíz o cebada. Sudaba el pan y los estudios de los hijos ajenos.

"Escardadores”  Aguafuerte y aguatinta sobre cobre. M. Manzorro
Así vivió Manuel, deslomado, ennegrecido por el sol o las aristas del poniente. Envejecido a los cuarenta y muerto a los sesenta de puro agotamiento. Un desgaste de huesos, una gorra raída de puro vieja, un pantalón de pana del que solo conservaba el nombre. Bajo la cama una maleta de cartón y en su interior unas botas usadas, regalo del amo. Escasas prendas interiores junto a un sinfín de fallidos sueños quemados en la hoguera de un tiempo despiadado.

Manuel dejó una mísera choza en tierra ajena, junto a un desvencijado jergón, una deteriorada jofaina, una silla de anea carcomida, varios cachivaches de cocina y aperos de labranza. Su gran tesoro, una fotografía de sus padres de color sepia envuelta en un rústico pañuelo de hebras. Eso fue todo el legado del honrado jornalero.

Manuel pasó por la vida solidariamente con sus iguales y, siempre en los labios la careta de una forzada sonrisa. Así fue su existencia, monótona, oscura, color sepia. 
Ana María Leiva Marrón
Socia colaboradora de la Academia

Comentarios

  1. alberto boutellier16 de marzo de 2016, 22:19

    Desgarrada crónica tantas veces repetida entre los jornaleros sin título, casi sin nombre, apenas un tú. Brillante artículo de Ana María. Gracias.

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