24.FENICIOS, TARTESIOS Y GRIEGOS EN OCCIDENTE

Tartesios y fenicios, héroes o villanos y el uso de la Historia
Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria / Académico de Sta. Cecilia

Cuántas veces hemos leído o escuchado opiniones diferentes sobre un personaje o hecho histórico real, o supuesto, que deseábamos conocer y las respuestas nos han satisfecho, decepcionado o nos han dejado perplejos. Y resulta con frecuencia  que los que creíamos héroes, los hitos de nuestros sueños, para algunos son villanos y los que suponíamos villanos son héroes excelsos. Sucede lo mismo con los hechos. Los personajes y los acontecimientos son muchas veces manipulados, enaltecidos, vilipendiados u olvidados, según la conveniencia del momento o los criterios del autor. No significa que no haya estudios y criterios objetivos e imparciales –que los hay-, pero es frecuente que nuestro propio ego sobrevalorado, las conveniencias particulares o colectivas, nos conduzcan a interpretar de modo intencionado y reescribir la historia según nuestro parecer ideológico, como si ella fuese sólo  una obra literaria o una necesaria propaganda sumisa. Y si a ello añadimos los pecados conocidos del odio y de la envidia, algunos temas quedan seriamente dañados. El bueno y el malo son imprescindibles en todas las historias. El bueno, colmado de virtudes y ejemplo para todos. Me refiero al que le toca el papel de bueno. Y al malo hay que inventarlo, sino existe. El enemigo y el malo son sujetos necesarios para el contraste obligado que permite la justificación, a veces de lo injustificable.

Voy a escribir, en esta ocasión, acerca de los juicios sobre tartesios y fenicios, de tanta relevancia en la creación de la historia de Occidente. Y sobre todo cómo se les ha valorado entre los siglos XVI y XIX, de donde procede una amplísima literatura  historiográfica que permite enjuiciar los hechos y a los personajes de la antigüedad prerromana. Todo dependía de la persona, de su ideología, y de la situación del momento.

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Con el surgimiento del Estado moderno en España, durante los reinados de los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II,  se asiste a un proceso fundacional en el que se desarrollaron sucesivos intentos de construcción de una historia de España oficial, adecuada a los intereses de la Corona. Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales y Juan de Mariana estructuraron una historia de España que se convirtió presto en referente historiográfico. España había existido desde tiempos inmemoriales y había sido, desde entonces, una nación muy ilustre y llena de virtudes, siendo la monarquía el impulsor de su ascenso. Se exalta el logro de los españoles bajo la dirección de sus reyes y se celebra la consecución de la unidad territorial, política y religiosa, como un pegamento indeleble que cohesiona a los españoles.  Tomemos como muestra a Ocampo –cronista de Carlos I-, quien en su “Crónica General de España” percibe al pueblo español pleno de virtudes: noble, un poco ingenuo, independiente, ansioso por la libertad y de innatas aptitudes religiosas. Y los Reyes Católicos colmaron sus deseos con la unificación de España y de los españoles. Tartesos adquiere un protagonismo considerable por ser la cuna de la monarquía hispánica –recordemos a Gerión o a Argantonio, reyes tartésicos- y por su reacción de liberación frente al pesado yugo extranjero que, obviamente, son los fenicios, que intentaron apropiarse de las riquezas de los cándidos tartesios y someterlos. Ya tenemos aquí a los héroes tartésicos, los autóctonos, y a los villanos fenicios, los invasores.

Durante el siglo XVII se produce un proceso de retroceso y degradación en la historiografía española. Decae sustancialmente el cultivo de la historia general y se asiste a un desarrollo notable de la historia eclesiástica, local y nobiliaria, fundada en un entramado abigarrado de antiguas y nuevas fuentes inventadas, donde la población produce sus mártires e historias locales. Se caracteriza, pues, este siglo por el hiperdesarrollo de las historias locales, las fundaciones de villas, pueblos y ciudades. Los tartesios –Tarsis/Tartessos- no se estudian tanto como historia sino como la situación geográfica de un pueblo concreto situado en un punto de la Baja Andalucía, en las sedes episcopales de Cádiz, Jerez y Sevilla,  las predominantes. Aquí no hay héroes ni villanos, sólo una lucha pertinaz por situar la ubicación de la ciudad desaparecida en algún punto del Bajo Guadalquivir. Cada sede la requiere, interpreta sesgadamente los datos por tener Tartesos a su lado. Y también por su asimilación a la Tarsis bíblica, la de la época de Salomón y la de las navegaciones cada tres años a la búsqueda de la plata tartésica. Era muy tentador y apetecible la ecuación Tartesos-Tarsis bíblica; es decir, la Biblia, el Oriente judío, y el Occidente tartésico emparentadas.

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Pero el siglo XVIII es el de los idearios de los ilustrados. Y a la historiografía de su primera mitad le interesan los avances de la metodología, de las recopilaciones documentales como elementos previos para la reconstrucción de la Historia de España, a iniciativas de la Real Academia de la Historia, fundada en 1753, a la vez que la Historia comienza a institucionalizarse con carácter oficial y vinculada a la monarquía borbónica. Un autor destacado, como José Luís Velázquez, relaciona los orígenes de Tartesos con la llegada de los fenicios y la fundación de Gadir en 1034 a.C. Los tartesios habían sido, pues, los primeros fenicios establecidos en España. En la segunda mitad de este siglo se avanza en el concepto de que la Historia es un instrumento que permite conocer la evolución de las estructuras económicas e institucionales de la nación para identificar el origen y las causas de los males que la aquejan  y que es preciso reformar. Se demanda una nueva Historia de España. Pedro y Rafael Rodríguez Mohedano, en su “Historia literaria de España”, defienden que Andalucía fue la región más culta y civilizada de España gracias a los fenicios, un pueblo sabio, hábil e industrioso, de grandes navegantes y comerciantes, agricultores excelentes y, sobre todo, valorados por las  artes, las ciencias y la escritura. Su llegada originó el incremento de la riqueza y la civilización, creándose así el reino de Tartessos de Argantonio. Otro historiador de la época, Juan Francisco Masdeu, en su obra titulada “Historia crítica de España y de la cultura española”, se apresta a demostrar que los españoles han sido aptos para el progreso y el conocimiento, frente a la opinión de algunos del carácter perezoso, fanático y supersticioso español. Y lo documenta históricamente. Tiene una alta consideración de los fenicios quienes, para él, representan el elemento que permite demostrar que los españoles fueron la nación más tempranamente civilizada de Europa y más antiguos y cultos que los egipcios. A los tartesios les niega el origen fenicio y Tartesos sería un reino español influido por los fenicios, mientras que los griegos, y en lo  referente a su amistad con Argantonio, tuvieron un papel negativo y secundario,  asignándoles un origen bárbaro e inculto, que vinieron a rapiñar las riquezas del tranquilo y bonachón Argantonio. Consecuencias: los fenicios, héroes y civilizadores; los tartesios, representantes de un reino netamente español; y los griegos, villanos, incultos y aprovechados. Perfectamente definida la civilización.

Dejamos a los fenicios, tartesios y griegos, buenos o malos, tras los juicios de los ilustrados del siglo XVIII para adentrarnos en el XIX, el siglo del surgimiento de los nacionalistas y liberales. Una época de interés que supone el inicio del proceso de desintegración del Antiguo Régimen, el ascenso al poder de la burguesía y la pausada construcción del Estado liberal. La Historia se convierte en elemento clave para el nacionalismo, la idea que sustenta y alimenta el nuevo estado. El español, como el europeo en general, constituye la herramienta eficaz de la burguesía en ascenso y triunfante y el Estado liberal como la expresión política de la voluntad de la Nación, entidad trascendente, dotada de una personalidad y destino propios, con capacidad unificadora de los intereses y voluntades de la colectividad. Se requiere la Historia porque, mediante ella, se aspira a demostrar la existencia de la nación, y así se convierte en el elemento determinante de investigación sobre el pasado. Y el historiador tiene como misión ineludible desvelar sus elementos constitutivos, sus orígenes y las esencias que las habían caracterizado, percibidas en los restos de los monumentos y en los textos de los documentos. Los monumentos arqueológicos ofrecen y adquieren un bueno valor como expresión de la personalidad genuina de cada Nación. Su expresión auténtica. A lo que ayudó la Arqueología y la profesión institucionalizada de arqueólogos, museólogos y archiveros.

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En tal situación, la legislación y las instituciones fueron los ámbitos preferidos de la Historia, los más propicios y explícitos para la apreciación de los pasos que los españoles habían dado hacia la monarquía parlamentaria. Los orígenes legislativos  e  institucionales se halaron en la época visigoda y en la Edad Media, mientras que la antigüedad prerromana es percibida aquí como el estigma de la desunión y de las continuas invasiones extranjeras, entre las que se encuentran las llegadas de los fenicios, griegos y romanos. Se prefiere, como mejor expresión, el exaltamiento de los escenarios gloriosos plenos de heroísmo, de valor y espíritu de independencia innato de los españoles, en los que personajes como Viriato, pastor y soldado de la Lusitania con extraordinarias dotes de mando, Indíbil, rey ilergeta, aliado primero con Cartago contra el imperialismo romano y muy poco después aliado de Roma, o Mandonio, quien murió crucificado por los romanos, y Sertorio, político y soldado romano mitificado como héroe nacional español. Todos representan las virtudes heroicas patrias y sus luchas contra los invasores, y de modo excelso las gestas y situaciones heroicas y las dramáticas historias de luto de Sagunto y Numancia, que el arte, la literatura e historia  las muestran como manifestaciones de la resistencia física y moral, del sufrimiento y de la libertad. ¿A qué nos recuerda esto?. ¿Acaso a la argucia nacionalista actual y a su victimismo de opereta?

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Son esclarecedoras las prioridades históricas de algunos historiadores. Recojo tres  muestras del discurso. A Miguel Cortez, en su  “Diccionario geográfico histórico de la España Antigua, Tarraconense, Bética y Lusitania”, de 1835, una obra de peso, no le agrada la creencia ilustrada de los fenicios civilizadores de los antiguos hispanos y de la existencia de Tartesos como consecuencia de este proceso, y les concede el papel de valerosos españoles, los primeros enfrentados a los codiciosos fenicios, además de malvados. Y Modesto Lafuente, en su “Historia General de España”, de 1850, inaugura un modelo de Historia adecuada plenamente al proyecto liberal del siglo XIX. En su definición del carácter nacional, el pueblo español ha sido siempre valiente, además de sobrio, tendente al aislamiento, apegado al pasado, templado, conservador y con un acusado sentido de la independencia. Valores que convenían perfectamente a las ideas nacionalistas. No obstante, lo que molesta a Lafuente es la tendencia a la desunión, un factor muy negativo que ha provocado, y explica, las frecuentes invasiones a lo largo de su historia. A  fenicios y a tartesios les concede  y reconoce ciertas virtudes. Y hasta cierto punto. Sus modelos se hallan en el norte, en su pobladores, que representan el más genuino carácter español, siempre en la lucha contra el invasor. Y lo expresa  así: “…no es el estado civil de los habitantes de las costas del mediodía donde hemos de buscar el tipo de las costumbres de los primitivos españoles de España, sino en los que ocupaban el norte, el occidente y centro de la Península, en los que no habían sido modificados con el influjo de las colonias”. Idea claramente expresada, en la que se halla la razón del desinterés por los tartesios y fenicios en la historiografía del siglo XIX.

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Una excepción, en este paisaje de alabanza norteña, la constituye Joaquín Guichot, defensor del sur, quien lo expresó en su libro “Historia de Andalucía” de 1896. A la luz de los textos grecorromanos referentes a Tartesos, vio un material muy valioso  para pergeñar un panorama antiguo y brillante del pasado andaluz. Los turdetanos fueron, para Guichot, un pueblo antiguo e importante, continuadores de tartesios y fenicios. Revisa en su obra los tópicos ancestrales con los que se había considerado al pueblo andaluz, y en especial la cuestión de las continuas invasiones de pueblos de fuera, trocando el papel del antiguo su que, de víctima pasiva de continuadas invasiones, pasa a ser el escenario privilegiado de los episodios más importantes de la historia nacional, del inicio y consumación de la lucha de los españoles por la libertad. Sostiene, en su discurso histórico, que Tartesos fue su reino, situado en la cuenca del Guadalquivir, adonde llegaron gente del próximo Oriente portadora de una avanzada y compleja civilización. Un episodio muy positivo. Y de ello, de su integración, surgió la cultura tartesio-turdetana que, para Guichot, hizo del pueblo andaluz uno de los más civilizados, anteriores a griegos, etruscos y romanos, y el primero en Occidente después del Diluvio Universal, el hito del inicio de la Historia  y punto de referencia del origen de una sociedad culta y justa. Los fenicios, aunque importantes, llegaron tarde, unos cuatrocientos años después del Diluvio. La razón bíblica era la predominante, y el Diluvio representa la excelencia, lo que Dios dejó sobrevivir tras el castigo y la destrucción. Por eso es importante esta referencia. Es Guichot, pues, la expresión del nacionalismo, andaluz en su caso, en el que tartesios y turdetanos fueron el modelo y reflejo de pueblo más antiguo y cultivado europeo. Del norte heroico, trágico, resistente y combativo, el sur es el pueblo culto, sabio y sosegado. Dos modelos de percibir y conceptuar los valores y raíces históricas del nacionalismo, el del norte y el del sur.

Aquí nos quedamos. En un artículo, más lejano, esbozaré las ideas apasionantes de tartesios, fenicios, griegos y arios o celtas, durante el siglo XX, tras las dos guerras mundiales y el surgimiento y expansión de las ideologías y estados comunistas, fascistas, nacionalsocialistas, las de los sistemas-mundos actuales, y la pesadumbre de Europa tras las descolonizaciones. Y desde luego, la Arqueología en acción. Es decir, lo que ha proporcionado con sus datos, aparentemente más fríos y distantes, pero en realidad más verdaderos y explícitos. No nos hablan como las páginas de un libro. Lo hacen a su modo, modesto, sin tanto deslumbramiento, objetivamente y un halo de misterio.


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