25.FENICIOS, TARTESIOS Y GRIEGOS EN OCCIDENTE
De
toros, de dioses y de hombres
Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria y Académico de Sta.
Cecilia
A mi padre, quien desde el Cielo disfruta
de las tardes de toro de La Maestranza
Los arqueólogos trabajamos con los residuos de
las ciudades, con sus casas y sus templos, con sus muros abatidos y nunca con
techos, con las tumbas, destruidas o expoliadas, con los paisajes transformados
por el hombre o la naturaleza, con los objetos tangibles, casi siempre
desmenuzados. Trabajamos con lo despedazado para la reconstrucción de su
historia. Es nuestro objetivo. Por eso me resulta muy extraño tanto empeño por
aniquilar lo que se ha conservado, o mejor sobrevivido, después de tantos
siglos. A algunos les gusta y disfrutan
derrocando, sin razones que lo justifiquen, todo lo que les suene a rancio sin
serlo, casas, palacios, templos, costumbres, ideas, ritos ancestrales y todo lo
que les molesta, incluso a personas. Sencillamente por nada, en el nombre de un
término que no entienden: “progreso”. Y para su mayor ignorancia, destrozan y
no construyen. Lo contrario a lo que el arqueólogo hace y tiene como objetivo.
En estos años se oyen los terribles verbos que incitan a la aniquilación, con
todos sus sinónimos. Creen que el progreso es la condena a muerte de lo
existente, sustituido por las necedades y simplezas. Esto no es progreso. Es la
gran estupidez que originan la ignorancia y el uso bastardo del poder. Y no
creen que el progreso pueda ser la
renovación positiva y mejorable de lo bueno ya existente y que haga también feliz
al hombre, una frase recurrente sin sentido. La historia renovada y no lo nuevo
sin historia, que es el delirio de los que se tienen por creadores,
salvapatrias y profetas. Es una historia vieja, muy vieja, y por desgracia
siempre renaciendo. Y cada vez con más desatino y más prisas.
Todo viene a que hace pocos meses, leo en ABC
una entrevista a Joaquín Sabina –el 3 de febrero-, unas declaraciones sobre las
corridas de toros muy acertadas, creo en mi ignorancia taurina. Se confiesa
taurino de los de montera y afirma, con razón que “hay muchísimo desprecio a una cosa que ha sobrevivido siglos y que
puede ser absolutamente bellísima, una metáfora de la vida y de la muerte como
no hay otra en ningún escenario del mundo. Pero ahora va lo políticamente
correcto”. Se dirige a quienes piden su aniquilación. Y me agradaron estas
declaraciones. Aclaro que no entiendo de toros, que he ido muy poco, y que de
esto hace muchos años. Creo que tiene razón Sabina cuando alude a la historia,
a la vida y a la muerte y a lo que está causando tanto desasosiego, que es el
término ruin, por la cobardía que entraña, de lo “políticamente correcto”, que
es un modo, digamos, con apariencia educada de no decir nada con valentía y
razonable. Sucede igual con el uso de “progreso”. Y como arqueólogo, que
respeta a la Historia, la reconstruye en todo lo que puede y trata de
explicarla y hasta conservarla, pretende en este modesto artículo esbozar
algunos aspectos de este extraordinario tema de toros, de dioses y hombres. Un
sincretismo religioso de miles de años, que acumula muchas historias y
preguntas.
La primera es necesaria y elemental: si algo
gusta, lo sienten o disfrutan cientos de miles o millones de personas, e
incluso se exporta, ¿cuáles son las razones?. Lo que se debe hacer es responder
con ciertos argumentos. Lo que obliga a investigar, que es el
esfuerzo por conocer. Otra curiosidad se relaciona con la primera, y se une a
Sabina y a sus respuestas. Si ha habido un interés intelectual, cultural,
emocional o artístico, como manifiestan explícitamente los hechos, ¿son
caprichos, esnobismos, afanes por revivir mitos, búsqueda de notoriedad ante un
público que los aplaude, o acaso el convencimiento de que esta lucha entre el
toro embravecido y el hombre desafiante es una relación anclada en la historia
, en los genes del Homo sapiens, que ha perdurado cambiando sólo las formas?.
Hablamos de intelectuales, poetas, pintores, artistas, de gente cultivada.
Existe tanta historia acumulada, tan amplia literatura, tanto arte pintado o
esculpido, opiniones y obras de pensamiento, que me exime mencionarlos. Mis
preguntas son ¿qué movió a Picasso a decir que el toro es el símbolo de España
y lo expresó en su Guernica y en sus Minotauros, o a Goya a representar estos
rituales en sus pinturas o dibujos, o al propio Dalí más tarde?. ¿Qué quiso
decir Picasso con “El toro soy yo”?. ¿Mentía García
Lorca cuando escribió que “el toreo es
probablemente la riqueza poética y vital de España, … desaprovechada por los
escritores y artistas” y que ”los
toros es la fiesta más culta que hay en el mundo”? Después, el 1934, tuvo
que escribir lo que nunca hubiese querido, nunca, el “Llanto por Sánchez Mejías”. ¿No estaba en su mejor momento Ortega y
Gasset al confesar que “hubiese cambiado
mi fama por la gloria que sólo es dable a los matadores de toros”? ¿Desvariaban Orson Wells, Hemingway, Vargas Llosa, Gerardo Diego, Manuel
Machado, V. Aleixandre, Dámaso Alonso, Borges, Neruda, J.R. Jiménez, Villalón,
Jean Cocteau, Jorge Guillén, C.J. Cela, Valle Inclán, Foxá, y un sinfín de
nombres más?. Y todos los que han escrito la historia del toro y de los
toreros, entre los que es obligado mencionar la magna obra de “Los toros”, de José María Cossío. Evidentemente,
no. Creo que no ha habido locura tan universal. Hubo sencillamente
sensibilidad, cultura, respeto por lo que nos ha antecedido. Y sentido común y ninguna estupidez. Y la
cordura, que es un bien escaso.
Todo esto me ha ido provocando curiosidad, que
se hallaba entre mis preguntas aparcadas, que no aspiran a añadir nada a lo ya
conocido. Sería insensato. Lo único que pretendo, con estos poderosos
cimientos, es sólo preguntar a la Historia, que es una suerte de relaciones, en
las que unas ideas o comportamientos triunfan y la mayoría desaparece, que en
dónde se hallan las manifestaciones, los pactos entre el hombre y el toro, que
ha permitido su supervivencia. No se trata de elaborar una teoría histórica
nueva. Sólo preguntar desde las perspectivas de un
arqueólogo hacia los restos del pasado, que siente curiosidad por cómo llegan a nuestros días
una historia de relaciones entre el hombre, el toro y los dioses. Cuestión que
se pierde en los orígenes remotos de la historia del hombre. Y el arqueólogo
que sabe que el tema es inmenso, debe escoger sólo pinceladas de esta historia.
No voy a hablar del toro y de los orígenes de las corridas de toros, sino de
cómo el toro se ha enraizado en el hombre, de cómo ha perdurado en su cultura.
Y sólo en los tiempos prerromanos y con escasos datos, suficientemente
conocidos.
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Y las respuestas más antiguas y explícitas se
hallan en el Paleolítico, cuando la caza y recolección eran los recursos para
la supervivencia. En el momento en que mitos, leyendas, dioses y religiones
aparecieron con la revolución cognitiva, la capacidad de hablar sobre ficciones,
que permitió imaginar y actuar colectivamente. De
esto hace más de 30.000 años. Es ese período de la Historia de la conexión
íntima con el medio cercano y de las creencias de que los lugares, plantas y
animales, incluyendo los fenómenos terrestres y los del cielo, tienen
conciencia y sentimientos y se comunican con los humanos del modo más natural.
A esto se le llama animismo. Y el vínculo es tan intenso que todos se
relacionan mediante gestos, bailes y ritos. También hay una realidad evidente:
todos tienen que sobrevivir. Y el hombre, en su reducido grupo, hace frente a
animales más poderosos: uros, ancestro del Bos
Taurus, y bisontes y cérvidos. Es lo que se contempla en sus
cuevas-santuarios, como las más ancestrales obras de arte, y las preguntas, aún
no contestadas, del sentido de estas pinturas, de qué expresan y del lugar donde se hallan, en
cuevas oscuras y profundas, alejadas de la aparente realidad existencial y
cotidiana. Y, como animal poderoso, sobresale el toro, de enormes proporciones,
vigoroso y temible. Lo vemos, por ejemplo, en la “Sala de los Toros” de
Lascaux, donde se representa imponente junto a caballos en estampida –así se ha
interpretado. En estas pinturas no hay nada casual, no hay arte, en el sentido
de su intención, sino representaciones de la realidad llevadas a su
manifestación religiosa, que es como el hombre concibe la existencia, de modo
dual, vida real y su transformación en el mito, fortaleza sobrehumana y astucia.
El toro, existente y fuente de proteínas y de otros recursos, requiere para su
captura de tácticas de caza, rituales previos, que es cohesión grupal para el
éxito. La caza es, pues, lucha ritual, en la que el hombre usa de la estrategia
y el toro de su fuerza. Caza ritual y religiosa, en la que el toro muere en la
lucha, pero vence y sobrevive en el mito, que es el modo de alcanzar su
carácter divino. La muerte es el fin que mitifica y revive para siempre. Aquí
no hay vencedor ni vencido. Sólo la ley natural de la supervivencia. Lo que
origina una relación muy especial entre el toro-fortaleza y hombre-astucia, una
empatía, una mística que sobrepasa a la simple caza. El toro posee todos los
atributos que lo convierte en un animal divino: fuerza sobrehumana, provoca
miedo y respeto, que hace que el hombre lo haga su dios-protector. Pero tiene
que ser sacrificado para su deificación mediante rituales, en cuevas-santuarios
o templos. Es lo que veo en esas pinturas: la lucha por la vida que conlleva al
enfrentamiento, a la muerte y al mito. Lo que siempre permanece en el recuerdo
de modo indeleble, como historia mítica y ritual. Lo que el rey o el faraón
asumirán y representarán más tarde.
En las representaciones de las pinturas
levantinas –prácticamente desde Castellón a Almería-, entre el 10.000 y 6000
a.C., un conjunto importante de cuevas ofrecen, en sus paredes, manifestaciones
pintadas de toros y sus relaciones con el hombre. Se advierten toros aislados,
en manadas, heridos, muertos o arqueros al acecho o enfrentados para su caza. Y
también, escenas de culto, de juegos con el toro, danzas en su entorno, mujeres
entre ellos, bucráneos y simulacros del dios-toro. Destellos de unos rituales y
mitos que no comprendemos en absoluto, y que ofrecen esa vinculación que va más
allá de la caza para convertirse en lo religioso, lo que une firmemente esta
relación, el vínculo indisoluble. Y son muy notorios el símbolo del bucráneo,
como representación sintética del toro, o la figura varonil pertrechada con
cuernos, antropomorfa, y de pié sobre un bóvido. Manifestaciones que exceden de
los ejemplos de caza, de hombres y de toros y nos sumergen en una conexión más
íntima religiosa y ritual. Lo que ata, se venera y perdura.
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Cuando se habla de esta historia, siempre se
acude a la ciudad neolítica de Anatolia de ÇatalHüyük. Es necesario.Nos
hallamos en un poblado en plena Turquía, en un medio agrícola muy rico y hacia
el 7000 a.C. Son los inicios de la domesticación de plantas y animales, del
origen de las ciudades y de las sociedades complejas. Esta población tenía por
esos años en torno a 6.000 habitantes, que habitaban en casas de paredes de
barro y de varias habitaciones. Entre ellas se han hallado numerosos templos, dedicados
a dioses-toros, buitres de grandes alas y otros seres difíciles de conocer.
Destaco sólo los referidos al bóvido. Uno de ellos, y de gran significación simbólica,
muestra a un toro engrandecido que abaten y fustigan unos grupos de hombres de
escasas alturas y corpulencias. El toro se impone con su poderosa presencia. Y
adquiere más importancia porque la economía del poblado se basa en altísimo
porcentaje en el consumo de ovicápridos.
Es evidente que el toro es el dios de este templo y así se manifiesta. El
hombre, impotente, trata de abatirlo y matarlo, en una lucha ritual para la
celebración de un simposio, que consistiría en comer de su carne y beber
su sangre roja, como energía vital y fecundadora. Otros edificios muy elaborados
poseen zonas destacadas que muestran cabezas
de toros plastificadas y grandes cornamentas, o bucráneos, empotrados en
la pared o en bancos de barro sobre el suelo. Son los signos más evidentes de
la representación conceptual de la deidad personificada en la cabeza y la mortífera
cornamenta. Una diferencia importante con las pinturas de las cuevas-santuarios se advierte en la relación normalizada hombre
y toro, concretada en su deificación y en los rituales celebrados en estos
templos. Es el templo, ya urbano, su lugar de residencia.
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Otro paso en el tiempo, otro jalón en la
historia y nos hallamos en Mesopotamia y Egipto, en su Estados nacientes, desde el IV milenio a.C. La relación hombre y
toro continúa, intensa y viva, pero con otros perfiles formales.Las sociedades
cambian sus estructuras y el modo de mitificarlas.Pero lo sustancial permanece.Es
lo que parecen decirnos varias paletas cosméticas en su lenguaje iconográfico.
En dos, un toro en plena fiereza cornea a guerreros y a enemigos vencidos, y
también abate con sus cuernos poderosos ciudades fortificadas. El toro es el
rey. El rey es el toro y adquiere su figura como símbolo de fertilidad y
ferocidad. Manifestación relevante del
poder real, que es divino, y del toro toma su apariencia. Y como el rey,
persona, debe mostrar su fortaleza, lo manifiesta en el Festival Sed, un ritual
muy antiguo en el que el rey, a partir de los treinta años, debe mostrar que
está en forma, en plena actividad física. Debe exhibir, a los ojos de su pueblo, habilidad y
vitalidad. Y para ello, realiza varias pruebas.
Quizás la más importante sea la carrera que realiza en compañía del Toro
Apis.Y la iconografía ofrece otro rasgo de esta unión: el faraón muestra en su
trasero el rabo del toro, como símbolo distintivo de poder y divino. El Toro
Apis es una deidad solar, dios de la fertilidad de los rebaños, funerario y
dios del Nilo. Por su parte, la diosa Hathor, la diosa del amor, de la alegría,
de la música y protectora de los muertos, se representa como una vaca con
cuernos y disco solar, o con cara de mujer, orejas de vaca y cuernos que
sujetan el disco solar. Más tarde se asimiló a la diosa Astarté, que navegó a Occidente
con los fenicios. Y aquí la hallamos entre ambientes tartésicos, y se quedó por
mucho tiempo.
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Entre el Tigris y el Eúfrates se creó la gran
civilización que irradió por gran parte del Próximo Oriente y a las orillas del
Mediterráneo. Todos conocemos de algún modo a los sumerios, acadios,
babilonios, asirios, hititas, cananeos y fenicios y a otros pueblos. Aquí
también se advierten las relaciones entre el hombre y el toro, con otros
aspectos, que se unen a esta extraordinaria historia de empatía.
Como la base de su economía es agropecuaria,
el bóvido ocupa un importante lugar en el alimento, en el mito y ritual
religioso. Toros y vacas se hallan con frecuencia en la iconografía de los
sellos cilindros, vasos pintados, grabados o en relieve, o en las ofrendas de
los templos. Quizás el más significativo, porque muestra el sentido de la vida
del sumerio, la razón de su existencia, se halle en el vaso de Uruk-Warka. Sus
cuatro frisos superpuestos muestran el agua fertilizadora de la vegetación y de
los animales, la base primaria de subsistencia, la procesión de hombres que
portan recipientes de esparto repletos de frutos para depositarlos en los
templos. Y en su entrada, un personaje principal ofrenda lo más preciado, un
cinturón elaborado de oro y materiales exóticos. Su interior está lleno de
ofrendas, y entre ellas dos vasos que representan a un león y a un carnero,
representación del orden y de la vida y de la destrucción del orden
establecido. Una amenaza continua. Y vemos al toro en su actividad de protector,
con frecuencia del ganado doméstico, frente al león como animal destructor, o
simplemente caminando por un campo de espigas de trigo, en un vaso de piedra, y
con la misma actitud en un fondo arbolado, en un vaso de oro del cementerio del
Vapheio en la isla cretense. En alguna ocasión, y en un vaso ritual, aparecen
dos parejas de toro y de león superpuestas, guardando quizás simbólicamente una
puerta o entrada hacia lo inaccesible sagrado. Y es frecuente la asociación del
toro y el león. El primero, como defensor y protector de la vida y del orden
–el Bien, en suma-, mientras que el león es el peligro constante, amenazante,
el gran destructor de la vida y del orden que los dioses han establecido. En una
copa ritual lo vemos abatido por un león. Más también aparece en la música, como en el cuerpo de un
arpa hallada en una tumba, con cabeza de toro con barba espesa y rizada,
símbolo de su importancia divina y de la realeza, que seguramente emitía
mugidos lánguidos en rituales de la vida naciente y funerarios, acompañando el recitado de los textos
sagrados y míticos. Y como símbolo de la mayor vinculación,vemos a los
personajes híbridos, personajes-toros o toros-humanos de pié, héroes abrazados
a dos toros en apacible convivencia, o a
seres híbridos mitad inferior toros y la otra mitad humana. O el temible lammasu, un ser mestizo, de cuerpo de
toro o de león, alas de águila y cabeza humana, que guardaba las puertas de las
ciudades y de los palacios con su imponente figura que infundía terror y respeto
y ahuyentaba a los espíritus maléficos, como un deidad apotropaica.
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Pero también puede ser toro-vengador, ejecutor
de la venganza de los dioses. Es el caso de Guilgamesh, rey de Uruk, a quien la
diosa Istar, despechada por el rechazo de este joven rey ante su requerimiento
amoroso, le pide a su padre Anu, dios del Cielo, que haga el Toro Celeste para
que castigue este insolencia. Es un toro terrible y asesino que, en su llegada
a la tierra, y en sus primeros resuellos, mata a cientos de hombres. Y se
entabla la lucha, en la que Guilgamesh, tras un sobrehumano esfuerzo, hincó su
espada entre el cuello y las astas, matándolo, y, junto a su amigo Enkidu,
arrancaron su corazón que ofrecieron a Shamash, dios del Sol. La gente de Uruk
contempla la lucha y el joven rey es aclamado como el hombre más valiente y
glorioso. Después, hubo un festejo en su palacio. No es una corrida de toros.
Es una lucha divina entre un toro vengador, sanguinario, y un hombre valiente y
mortal, que usa su temeridad y argucias contra la pura fuerza. Después de
muchos siglos, en un pequeño marfil hallado en Extremadura, en la necrópolis de
Medellín, vemos quizás al mismo personaje afanado en su lucha contra el toro y
en el momento de atravesarle el cuerpo con su espada.
Y en este sentido, y esta vez en la isla de
Creta, Teseo se enfrenta al Minotauro. Este personaje híbrido, fruto de amores
adúlteros y de la impiedad hacia Poseidón, es como los orientales, mitad toro y
mitad hombre, guardián del Laberinto de Creta, o del palacio de Cnossos, que le
sirve de casa y de prisión, al que se podía entrar pero nunca salir por lo
intrincado del laberinto. Vive en la plena soledad, encerrado en el laberinto.
Y es también el ejecutor de las sentencias de otros. El caso es que Atenas se
vio obligada a enviar a Creta cada nueve años a siete muchachas y a otros
sietes muchachos, que debían servir de pasto suculento del monstruo. El joven
ateniense Teseo se ofrece voluntario para acabar con este ser terrible. Y,
ayudado por Ariadna, hija del rey Minos de Creta, mediante la astucia, ayudado
del ovillo de hilo sujeto en la entrada para no perder el sentido del regreso y
salida, se enfrenta al Minotauro y lo mata. No es sólo un acto de venganza. Es
una lucha inteligente, en la que el Minotauro debe morir como víctima, culpable
de su monstruosidad y naturaleza irregular. Y este palacio estuvo asociado al
toro, como muestra sobre sus altas paredes cuernos monumentales y de lugares de
culto. Y tan importante fue este animal en Creta que el mismo Hércules desempeñó
con éxito aquí su séptimo trabajo, domeñando al toro, concebido por la reina
Pasífae, con sus poderosas manos. Y en este contexto tan taurino, se enmarcan
lo muy conocidos acrobáticos saltos sobre el toro, o taurocatapsia, ejercicios
gimnásticos de agilidad. Otro modo de lucha contra la fuerza, de mostrar la
valentía, mediante la habilidad física del atleta y la inteligencia.
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Tan importante es este animal, imbricado
siempre entre los hombres y los dioses, que Zeus se sirvió de su forma para
seducir e Europa, una mujer fenicia de Tiro, en la mitología griega. Para
seducirla, Zeus, transformado en un toro blanco, se mezcló con las reses del
padre de Europa, quien, viendo al toro cerca de la playa, se acercó y acarició
sus costados y, notando su mansedumbre, se montó en él. El momento que
aprovechó el toro-Zeus para llevarla hasta Creta y convertirla en reina de la
isla. Una historia de seducción y de engaño mediante la figura de un hermoso
toro.
Otro modo de transformación, con el toro
protagonista, se halla en la narración de la Biblia sobre el becerro de oro,
narrado en el Éxodo. En este caso, la historia de idolatría, apostasía y su
castigo. Tardaba Moisés de su regreso del monte, cuando el pueblo desvalido de
un líder o un dios, pidió a su hermano Aarón la construcción de un novillo de
oro. Y se hizo con el oro de los zarcillos de mujeres, niños y niñas. Es muy
probable que esa adoración al toro, tan
extendida en el Próximo Oriente, y tan extraña en contexto bíblico, no lo sea
tanto. Se trataba de crear una deidad que identificaron con Yahvé. Pero fueron
castigados por este pecado, que quizás no era.
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El sacrificio y la muerte preceden a la deificación
y a la pervivencia en el mito. García Lorca lo dejó bien escrito en su poema de
llanto por la muerte de Sánchez Mejías, el torero, con la sangre caliente sobre
la arena que precede al mito y a su perpetuación en los versos del poeta. En
esta lucha, el hombre perdió la vida frente al toro, la fuerza ganó la partida.
Mucho antes, el toro es la víctima del rito. Lo que constituye otro aspecto que
se debe señalar. Entre las pinturas del Palacio de Mari, un toro, del que sólo
se conserva su cabeza, lo llevan personajes de alto rango al sacrificio ritual
de una festividad o dios desconocidos. El toro lleva en su testuz una media
luna de oro, y sus cuernos astifinos los ocultan dos fundas también de oro. El
cuerpo debía estar ricamente adornado. Muchos toros en la Historia debieron
tener este destino. Y es así como vemos al toro sacrificado en los ritos
mitraicos. La tauroctonía es el momento crucial en el que Mitra, dios de origen indo-ario que tanto arraigo
tuvo en Hispania, clava su espada en el costado del toro, en un sacrificio
interpretado como símbolo de la regeneración de la creación o con significados
astrológicos.
En el extremo Occidente, la relación
hombre-toro tiene una larga historia, como se ha mostrado desde las pinturas en
cuevas-santuarios. Pero en tiempos tartésicos, y entre los mitos griegos,
sobresale la hazaña de Hércules en el episodio del robo del ganado de Gerión.
Seguramente son vacas o toros. Y tiene importancia por su raíz económica y su
proyección en el mito. Aquí no hay lucha. La fuente más antigua es del poeta
Hesíodo, en su Teogonía, del siglo
VII a.C., que dice que a Gerión “le mato
el fornido Heracles por sus bueyes basculantes en Eritía rodeada de
Corrientes”. En la isla de Cádiz). A
partir de aquí, la representación del toro en vasos pintados, en numerosas
esculturas, piezas de marfil y en rituales, no han cesado. Nos quedamos con dos
mil años en blanco, que pueden exculparse por la cantidad de relaciones e
interpretaciones que ha tenido desde aquellas primeras pinturas de las cuevas y
santuarios. Lo que muestra cómo el toro ha penetrado y se ha integrado de modo
tan intenso en la cultura occidental. ¿Quién puede negar esto?.La cultura, que
es historia, pervive en nuestra herencia genética. Por aquí se ha colado el
toro, y la dualidad del hombre y la fuerza, la relación de amor y de respeto
–nunca de odio-, la necesidad imperiosa de emular las hazañas de los héroes
mortales que se enfrentaron a la muerte. ¿Quién se atreve a borrar esta
historia que nos ha dejado una huella tan indeleble?.¿Quién le va a tirar la
primera mancha de tinta negra?.No será el arqueólogo que esto escribe quien lo
haga. Siempre habrá un tonto útil que por unos tímidos aplausos, o unas risas sin mucha gracia, haga el trabajo.
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Me parece muy interesante el artículo en cuanto al significado de las relaciones humano-toro a través de la historia, aunque soy antitaurina militante y por lo tanto espero la abolición de las corridas de toro porque pienso que el sufrimiento de un ser vivo no debe ser motivo de festejo.
ResponderEliminarEspléndido artículo, con muchísima información expresada con gran sensibilidad y con una extensa iconografía.
ResponderEliminarYo creía que las religiones habían aparecido en el Neolítico, pero sí, manifestaciones "presuntamente religiosas" ya las hubo en el Paleolítico, aunque "el toro" era más bien fruto de manifestaciones simbólicas y míticas.
Muchas gracias Profesor.