ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (263)
El
bar del pueblo
Sigo mi viaje y acabo de llegar al pueblo siguiente y es bastante más grande y con aspecto de haber tenido un pasado muy importante en la Historia de España. Muchas casas blasonadas hacen pensar tal cosa.
Había muchos bares que, aprovechando el buen tiempo otoñal que
estaba haciendo, sacaban sus mesas y llenaban las terrazas.
Visité una iglesia, pero estaban oficiando
misa y no quise permanecer más tiempo del necesario para ver el precioso
púlpito plateresco que tenía. En la cripta de la iglesia está enterrado el gran Quevedo pero, por el motivo que
explico antes, no pude ir a charlar un ratito con él. Otra vez será.
Como ya era hora de comer, pregunté por un
bar donde pusieran comida de la zona, casera.
Me indicaron uno en
la calle mayor y entré, despreciando la terraza pues hacía un poco de frío y yo
estaba acatarrada. Así pues me decidí a entrar. Nada más pisar el interior, me
trasladé a otra época: estaba en mi pueblo, en el bar del tío Eloy, con todo su
ambiente. Me quedé absorta, con la boca abierta, sin buscar mesa… ¡qué gustazo!
Un bar de pueblo, de esos que huelen a berberechos en lata, el suelo lleno de papeles y todas las mesas ocupadas por
hombres.
Me dirigí a la mesa que había en un rincón y
allí me acomodé hasta que llegó el camarero. Debía ser el dueño, pero un dueño
sucio y con los pelos grasientos de ir y venir a la cocina donde se le pegaría
todo el vapor y la grasa del aire y… a la ausencia de un lavaíto de pelo de vez
en cuando…
Le pregunté que qué me aconsejaba y me trajo
un plato de bacalao frito. ¡Estaba exquisito! ¡En serio! Luego me trajo oreja
de cerdo a la plancha; mejor aún. Comí estupendamente.
Mientras comía, observaba el ambiente. Lo
que más me llamó la atención fue que no hubiera mujeres; yo la única. En la
barra se dejaban caer los hombres mayores y los mocitos viejos. No conseguí
llegar a una conclusión más o menos convincente para explicar este hecho…
Curiosamente había mesas ocupadas por
hombres tomando tapas, no jugando al dominó ni a las cartas ni na de na. Y eran
hombres de pueblo, pueblo. ¡Y tapeando! Eso no sucedía en mi pueblo. Allí se
bebía vino pirriacoso, se jugaba, se fumaba, y los domingos se tomaban
berberechos. Observé que según iban
terminando de comer, todo el mundo tiraba las servilletas de papel al suelo;
¡Ay, esa costumbre tan castiza!
Había dos televisores y eso que el bar tenía
las dimensiones de una salita de estar algo grandecita, no más. El ruido era
infernal.
El bar se fue quedando solo. Las mujeres
esperaban a sus maridos para comer. Me quedé sola; sola con el dueño y un
camarero poco espabilado, como si le faltara un hervor. Se me quedó mirando
fijamente, frente a mí, delante mismo de mi mesa, pero no me dijo nada… Después
entendí que me estaba echando con disimulo descarado. Me levanté y me fui sin
prisas, impregnándome del ambiente que dejaba atrás.
¡Me gustó estar en un bar de pueblo de los
que huelen a berberechos!
Laurentina Gómez Rubio
Socia colaboradora de la Academia
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