Recordando a Alberto
Nuestras conversaciones eran fugaces,
intensas, sí, pero de cierto laconismo. Mirando más hacia el interior;
navegando siempre por el alma. Cautivando el asombro. No sé si fue la última;
da igual.
Tampoco sé cómo empezamos a hablar de la
felicidad, me sorprendió su primer aserto:
─Ignacio, la felicidad no es una cosa
sencilla, estoy convencido que no es para los débiles de carácter, ni para los
veleidosos, y por supuesto, tampoco para los que fácilmente se dejan influir o
para los que dudan. Hace falta una enorme cantidad de energía para ser feliz
─miraba hacia adelante pensando, probablemente, sus siguientes palabras.
Cinco o diez pasos más y le comenté:
─Cierto que la teoría de la felicidad
quizás sea fácil, el saber llevar a cabo es lo complicado. Esquemáticamente es
posible que baste eso de tener pensamientos felices para ser feliz, pero ¿cómo
persistimos en la posesión de pensamientos felices?
Paramos en la siguiente esquina, ahora
daba fuerte el sol. Esperamos que pasara una gran fila de coches que apagaron
nuestra conversación. Él siempre miraba al frente.
─Estoy convencido de que la felicidad
requiere, y exige, vigor, energía, coraje, fuerza, entereza, y algunas virtudes
más que ahora se me pasan por alto ─hizo una breve pausa─. Seguro que también
hace falta tener agallas y cierta dosis de insolencia.
Sonreía levemente como solía hacer,
acompañando el movimiento de sus labios con un destello brillante en sus ojos.
Sonrisa y ojos eran taladros que perforaban la realidad.
─Y también disciplina, práctica y
paciencia, ¿no? Creo que no es un reto sencillo ─dije.
─Un psicólogo y escritor americano dijo
una vez: «Si no te agrada lo que estás
haciendo, siempre puedes coger tu arado y cambiar de surco» ─y preguntó
para sí─: ¿no será eso?
Ya estábamos cerca de la esquina en la
que nos solíamos despedir con un fuerte apretón de manos. Allí, a veces, su
pensamiento hacía extrañas espirales y añadió:
─Cuesta toda una vida decirle adiós a
muchas cosas. Conforme vamos viviendo vamos también diciendo adiós a un montón
de cosas, a seres queridos, y a las ideas también. Para ser feliz posiblemente
también haya que aprender a decir adiós.
En la soleada esquina, él subió por
Palacios.
Seguí por la calle Nevería aún sin
comprender…
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia
Maravilloso, emotivo y transcendental texto para homenajear a un gran hombre. Persona de verbo ágil, conversación amena e ilustrada que convertía una charla en una delicia. Lo mismo puede decirse de sus textos.
ResponderEliminarTu escrito me ha transportado, otra vez, a las calles para seguir vuestros pasos y no perder palabra.
Buen homenaje. Me ha encantado.
ResponderEliminarEstoy seguro que Alberto leerá y disfrutará mucho este escrito, esté donde esté.
ResponderEliminarGracias.
Una vez más, me dejas perplejo. Podías haber caído en el rosario de elogios, pero no, nos has dejado otra pieza muy útil para seguir recordándole: su filosofía de la vida, con una sabia síntesis de optimismo y realismo esperanzado. ¡Gracias!
ResponderEliminarUn buen paseante por la Vida. Sus huellas son palabras medidas, sonrisas. Su herencia, la compañía que ahora somos. Era fuerte, fue feliz. Toca seguirle: nobleza obliga.
ResponderEliminarHermoso artículo, Ignacio Pérez Blanquer. No quiero hacer ningún comentario para no mancillar su frescura y belleza y me es muy fácil ver la sonrisa en la cara de Alberto, ahora, que te está leyendo
ResponderEliminarGracias Ignacio por haber sabido expresar lo profundo de su mirada y de sus reflexione.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, profe, una necrológica sin ser necrológica. Un abrazo y a escribir más.
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