El camino de los chopos

«La verdad es más extraña que la ficción, porque la ficción ha de ser verosímil.»
                                              Mark Twain
«La cosa más bella que podemos experimentar es el misterio. Es la fuente de toda ciencia y arte verdaderos.»
                                                Albert Einstein

Sentado en la mecedora del porche miré al sudeste, justo en la dirección en la que se hallaba el lago; la cabaña de Borges y María K. caía más a mi izquierda. Pensé que hacia el oeste nunca habíamos paseado. Por el camino que venía desde el balneario, casi todos los días veía pasar a eso de las nueve de la mañana ─y alguna tarde lo vi de regreso─, un hombre con un carro del que tiraba una pequeña mula. Los pasos de ambos eran breves, lentos. El señor aquel llevaba un cigarro a la mitad pegado a los labios, pantalones anchos. Llamaba la atención verlo siempre demasiado abrigado; sus manos, enlazadas atrás, salvo que llevase algún apero.
         Sonreí ─reconociendo mis obsesiones─ y pensé que recitaba algo de Borges:
¿Dónde estará la rosa que en tu mano
prodiga, sin saberlo, íntimos dones?
No en el color, porque la flor es ciega,
ni en la dulce fragancia inagotable,
ni en el peso de un pétalo…
         El calor de la mañana empezaba a picar, me puse un sombrero viejo que me había traído por previsión y estiré aún más mis piernas. Recordé unas palabras de Emir Rodríguez Monegal que me gustaban:

         Seguro que era así aunque no había tenido ocasión de asistir a ninguna conferencia de él.
         Aparté del sol el libro de la mesita que tenía a mi lado, “Inquisiciones” que Borges publicó en 1925. Había releído momentos antes el relato biográfico sobre Diego Torres de Villarroel. Apasionante y olvidado personaje español ─muy quevedesco─ del siglo XVIII. Una figura insigne merecedora de un reconocimiento que jamás ha tenido. Un tipo singular para una magnífica serie de televisión: escritor y poeta, aventurero, indigente, médico, matemático, y catedrático de la Universidad de Salamanca.
         María K. salió al porche de su cabaña unos instantes. Se me ocurrió que podría proponerle que hoy paseásemos hacia el oeste, en la dirección que habían seguido el carro y el viejo. Fui para allá.
         Se mostró de acuerdo ─casi entusiasta─ por la variación del rumbo y me preguntó:
         ─¿No será demasiado largo y cansado ese camino para él?
         ─Podemos pedir una silla de ruedas en el balneario así podría alternar trozos caminando y otros sentado. Seguro que habrá algún sitio donde descansar. Llevaremos un poco de agua.
         María K, entró para comunicárselo a Borges. Salió enseguida y me comentó que don Jorge estaría encantado con ese nuevo paseo de exploración aunque no se mostró muy satisfecho con la idea de la silla. María K. sonrió conmiserativa.
         Salí hacia el edifico del  balneario para hacer la petición. También recogí un paquete a mi nombre que contenía el libro de Martín S. Stabb “Jorge Luis Borges” publicado en el 75 yo tenía referencias interesantes sobre el mismo. Me habían dicho que contenía bastantes citas ilustrativas y unas guías muy curiosas para entender los relatos de fantasía metafísica; que también así los denominan algunos. Además incluía una sección breve con la vida de Borges hasta entonces. No le diré nada a Borges de este libro hasta después de leerlo.
         Cuando llevábamos recorridos unos cuatrocientos metros pidió sentarse en la silla de ruedas para que le llevásemos con más rapidez. Pasados unos minutos el camino se adentraba en un pequeño bosque, y un centenar de metros más allá nos sorprendimos viendo un cruce, había un sendero que seguramente venía de la zona del lago, el de la izquierda. Y el otro parecía confluir allí viniendo del balneario rodeando nuestras cabañas por la parte de atrás. Bueno, todo eso me lo imaginé y se lo iba comentando a Maria K. y a Borges.
         La fascinación desmesurada la tuvimos cuando ─un poco cansados ya de no llegar a ninguna parte─ nos adentramos en un hermoso parque de asfaltado antiguo escoltado por altos chopos ─al menos eso parecían; una especie de álamos─ que unían sus copas formando un túnel por el que penetraban numerosos, y finos, rayos de luz que se coloreaban al atravesar las ramas. Entre árbol y árbol había numerosos parterres muy cuidados y con miles de flores de tonos esplendorosos y diversos. A poco metros, a un lado, estaba el carro y el viejo hombre se inclinaba atareado cuidando unas plantas. Traté de explicar a Borges ─lo mejor que pude─ aquello que estábamos contemplando aunque él ya se había dado cuenta de que algo especial sucedía por el aroma intenso de las flores y el espectacular silencio del lugar.
         Transcurridos unos segundos levantó su mano derecha pidiendo coger la mía, se la estreché y me la apretó fuerte en un gesto cómplice y cariñoso que no olvidaré jamás. Estaba feliz de encontrarse allí, creo que con su vigorosa imaginación suplía a la vista en aquellos momentos.
         Rompió en mi cabeza aquel verso suyo:
Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.
         Aturdidos por la belleza del sencillo lugar estuvimos mucho tiempo sin hablar; sintiendo, oliendo, admirando, pensando, gozando…
         Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia


Comentarios

  1. Felicidades "mi Ticher"
    ¡Qué profundo, cuánto trasmites y cómo lo trasmites!
    Te sigo leyendo, aunque no siempre comento.
    Gracias y porfa sigue compartiéndonos.

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  2. Enhorabuena Ignacio, es una maravilla poder leer lo que con tantísima maestría escribes, las descripciones son inmejorables, es como estar en esos lugares, me encanta.

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  3. Están muy bien estos escritos. Es verdad que borges era budista??

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  4. M.J. Álvarez Bustamante2 de septiembre de 2016, 11:58

    Ha sido un acierto el cambio de dirección del paseo, gracias a él, hemos podido disfrutar de ese maravilloso parque de chopos y flores bien cuidadas. Por el señor del carro.

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