La otra cabaña, la de detrás
«Todos los escritores
tienen secretos; si no, ¿de qué iban a escribir? Secretas angustias, secretas
deficiencias, secretas ambiciones, secretas concupiscencias, desordenes
secretos. Lo fundamental de Borges es el carácter primordialmente ‘literario’
de todos sus secretos.»
Fernando Savater. “Borges:
la ironía metafísica”.
«Siempre tuve
miedo de los espejos, Cuando era niño tenía en mi habitación tres grandes
espejos que me inspiraban gran miedo porque, a la tenue luz del cuarto, me veía
tres veces y temía mucho el pensamiento de que quizás esas tres formas pudieran
comenzar a moverse por sí mismas… Siempre he tenido miedo a los cristales y
hasta del agua límpida.»
Jorge Luis Borges, Londres, 1971
«Siempre
que dos personas se encuentran, hay seis personas presentes. Como se ve cada
persona a si misma, como ve una persona a la otra y cada persona como realmente
es.»
William
James
Era un día de calor pero no tenía
ganas de bañarme así que ocupé una de las pocas hamacas bien situadas en la
orilla y puse el sombrero tapándome casi toda la cara. Había bastante griterío
eso impedía que durmiese un poco; y era algo que necesitaba. No quería pensar
en nada. A los pocos minutos conseguí olvidar los ruidos e intenté escuchar una
conversación a escasos tres metros. Una mujer ─de la que solo conseguía ver su
espléndida espalda desnuda y algunos suaves visajes de su mano izquierda─ era
la que más hablaba. Traté de acomodar mejor el sombrero sobre mi rostro echándolo
un poco más a la derecha para dejar un poco de más espacio y ver mejor. La voz
era musical, sugerente, aunque no alcanzaba a escuchar sus palabras. Imaginé
unos bonitos ojos y en uno de sus pausados movimientos arreglando sus cabellos
atisbé un perfecto perfil.
No
había conseguido ordenar mis notas sobre Borges, lo haría otro día; aún tenía
tiempo. Estuve dándole vueltas al interés de Borges por la psicología, sabía
que leía todo lo que caía en sus manos de esta materia. Prefería a Carl Jung
antes que a Freud y creo que tenía un interés especial por el pragmático americano
William James. Es fácil imaginar que en la biblioteca de su padre había abundantes
obras del tema, al fin y al cabo, don Jorge Guillermo Borges ─que era un buen abogado
con no mucho éxito económico─ ejercía de profesor de psicología, a tiempo
parcial, en un prestigioso colegio inglés femenino. Borges cita en muchas
ocasiones a William James en su obra, en más de una veintena de ocasiones, y
hay una que es algo especial; unos recuerdos de su infancia cuando fue nombrado
director de la Biblioteca Nacional en 1955:
«Me
vi nombrado director de la Biblioteca
y volví a aquella casa de la calle México del barrio Montserrat,
en el Sur, de la que tenía tantos recuerdos. Jamás había soñado con la
posibilidad de ser director de la Biblioteca. Yo tenía recuerdos de otro orden.
Iba con mi padre, de noche. Mi padre, que era profesor de psicología, pedía
algún libro de Bergson o de William James, que eran sus autores preferidos, o
de Gustav Spiller. Yo, demasiado tímido para pedir un libro, buscaba algún
volumen de la ‘Enciclopedia Británica’ de las enciclopedias alemanas de
Brockhaus o de Meyer. Tomaba un volumen al azar, lo sacaba de los anaqueles
laterales, y leía.»
Pensé que Borges y María K. regresarían de
la ciudad a las cinco o cinco y media. Comerían tranquilos en algún buen
restaurante y después de descansar un rato tomarían de nuevo el taxi hacia
aquí.
Cuando
el sol consiguiera molestar menos iría al bar del lago tomaría algo y después
regresaría a tenderme en la cama un rato. Pensaba con infinita pereza en el
camino de vuelta.
A
ellos los vería de cara a la noche.
Creo
que una de las tres jóvenes se llamaba Estela; no distinguí cuál podía ser. Si
estuviesen medio metro más cerca estaba seguro de que podría oír la
conversación entera. De todas formas era un placer ver aquella espalda aún no
coloreada por el sol; deduje que no llevaban muchos días en el balneario.
Estela
─recordé─. Estela Canto. Fue uno de los grandes amores de Borges. Él tenía
entonces 46 años; dicen que carecía de experiencia sexual. Seguía viviendo con
su madre Leonor de Acevedo, que vivió hasta los 99 años. Murió en 1975 que fue
el de la publicación de la recopilación de relatos breves “El libro de arena”.
Estela
Canto trabajaba de secretaria en una oficina de publicidad con anhelos de
llegar a ser actriz, y también hacía trabajos periodísticos. Era de origen uruguayo
aunque nacida en Buenos Aires. Procedía de una familia de antiguos
terratenientes venidos a menos.
Diecisiete
años más joven que Borges. Tenía 28 años cuando se conocieron en la casa del escritor
Adolfo Bioy Casares y de Silvina Ocampo. Al principio no hubo nada especial
entre ellos; Borges ni se fijó en ella pero un día ─conversando en un largo
paseo que dieron juntos─ descubrió que Estela era admiradora de George Bernard Shaw y ese fue el detonante de su atracción. Ella tenía varios puntos en común
con Borges, vivía con su madre, hablaba correctamente inglés y era una gran
aficionada a la lectura. Bueno… también ambos detestaban a Juan Domingo Perón.
Y
había algo más; ella también se estaba quedando ciega.
Bioy
Casares escribió un patético relato del comienzo de uno de esos largos paseos
que daban recorriendo Buenos Aires:
«Ahí
estaban Estela Canto, que estaba prácticamente ciega, y Borges, también
prácticamente ciego; ella estaba ebria la mayor parte del tiempo. En las pocas
tardes que pasó por casa, tras cenar con nosotros, esas dos personas ciegas
salían a la calle […]»
Salí
de estos pensamientos y noté que las mujeres ya no estaban. Separé el sombrero
de mi rostro y miré alrededor. Ni rastro. Fui al bar a tomar una cerveza fresca
y algo de comer. El camino de vuelta a mi cabaña se me hizo larguísimo; en la
taberna del lago no bebí una cerveza, fueron al menos tres. Tenía calor y sed.
Creo
que me dormí en unos segundos.
No
sé desde cuando estaban dando aquellos golpes en la puerta, levanté mi cuerpo
con bastante dificultad, di dos traspiés y abrí la puerta sin saber muy bien
qué hacía. Una mujer casi me asaltó diciéndome:
─¿Sabe
usted algo de electricidad? ¡En mi cabaña, que está ahí detrás, hay un fuerte
hedor a baquelita quemada! ¿Me puede ayudar? ─mientras hablaba se movía con
impaciencia.
─Sí,
algo sé ─respondí rápido.
Apresuré
mis paso para seguirla pero cuando bajé el escalón del porche volví atrás para
coger una navaja multiuso que tenía encima de la mesa; podría ser útil.
Fui
tranquilo, no se veía humo ni fuego; la cabaña estaba a varias docenas de
metros a la izquierda, detrás de la mía, casi oculta entre árboles.
Era
cierto, el olor a baquelita quemada era intenso, desagradable. Accioné un
interruptor y vi que no había luz, seguro que habría saltado algún fusible de
protección. Pronto localicé el cortocircuito reparé aquello como mejor pude y
puse nuevos fusibles. La luz se hizo otra vez y todo empezó a funcionar. No sé
cuánto tiempo empleé en la tarea, ni siquiera sabía si la mujer estaba allí o
no.
─¡Muchas
gracias! ¡Qué miedo he pasado! ─expresó con una bonita sonrisa─. Creí mejor
avisarle a usted que estaba más cerca, temía que si iba al balneario a avisar
se podía incendiar la cabaña mientras.
Creo
que dijo:
─Mi
nombre es Estela; encantada de conocerle ─extendió su mano hacia mí.
─¿Estela?
─le pregunté como si no me hubiese enterado.
Otra
vez vino Estela Canto a mi cabeza, aunque esta Estela era mucho más joven y le
brillaban unos ojos sanos y alegres.
─¿Le
parece extraño mi nombre? ─indagó.
─No,
no. Es un nombre que me gusta, es sugerente, lleva el mar y el cielo en sí.
Jorge Luis Borges le dedicó, quizás, su obra más paradigmática: “El Aleph” a
una mujer llamada Estela. Uno de sus grandes amores.
─¿Borges?
Ayer lo vi con usted y con Maria Kodama. Fue emocionante ver al escritor aquí.
Es
posible que este no fuese el mejor momento pero recordé aquellas palabras que
escribió de Borges Estela Canto:
«Todo
cuanto decía Borges tenía una cualidad mágica. Como un prestidigitador extraía
objetos inesperados de un inagotable sombrero. Creo que esas eran sus señales.
Y eran señales mágicas porque sugerían al hombre que él era realmente, el
hombre oculto detrás de ese Georgie a quien todos conocíamos, un hombre que, en
su timidez, pugnaba por surgir, por ser reconocido.»
Miré arriba, al sol, pensé que ya habrían
llegado.
Hubiese
querido invitar a esta Estela ─la de la hermosa espalda y el perfecto perfil─ a
tomar una copa y seguir charlando.
Ignacio
Pérez Blanquer
Académico
de Santa Cecilia
Siempre que leo sus relatos algo me sorprende. Por circunstancias profesionales he leído muchas veces El Aleph. No he reparado nunca en la dedicatoria.
ResponderEliminarGracias profesor. Ha sido una delicia.
Fantástico Ignacio!!
ResponderEliminarComo siempre, tu relato de hoy, sugerente, inspirado, subyugante y hermoso. Hoy no esta contigo Borges pero su sombra cubre todo cuanto nos relatos que te rodea, alcanza a todas las personas que tienes cerca de ti, a todas con kas que habkas. Borges esta omnipresente porque Borges vive en ti y tu te has convertido en su alter ego. Relato mas directo, mas sensual, mas facil de comprension que los anteriores, comparte con ellos la misma belleza literaria, el mismo ambiente culto del escenario en que te situas y la misma admiracion y amor a Borges.
ResponderEliminarEl capítulo de hoy, más asequible para mí, me vuelve a confirmar, aunque me repita, tu gran facilidad descriptiva. Tus escenarios envuelven al lector. Diría que el relato y su trama sutil, desprovisto del ambiente perdería ese gancho, para los que, al leer, tenemos el vicio o la costumbre, de hacernos la composición del lugar, para participar en silencio, desde la misma escena, pero muy atentos, la secuencia del relato. ¡Y lo consigues!
ResponderEliminarSi lo tuviera que resumir diría: exquisito. La forma de combinar el presente con los datos biográficos de Borges y sus frases me resulta lo mejor de estos artículos. Gracias una vez más.
ResponderEliminarUna vez más, me ha seducido tu escrito. Ésta vez has introducido nuevos personajes, aunque todo sigue girando alrededor de Borges. Al haber gente nueva en el relato, lo hace más ameno y entretenido, creo que es una forma de abrir nuevos horizontes.
ResponderEliminarTu forma de describir la playa y el estado de cansancio del escritor, hace que los lectores (al menos yo) lo podamos vivir como si sintieramos el sol y el calor sobre nosotros, incluso sentí la necesidad de tomar una cerveza bien fría.
Como todos los anteriores me ha encantado.
Mi "ticher", como siempre MAGISTRAL!
ResponderEliminarNo dejes de escribir y de compartir.
Gracias.