CUANDO TODO COMENZÓ (1)
Calculé
que aún faltaba la mitad, unos dos kilómetros. El silencio sobrecogía un poco aunque
lo atenuaba la belleza del paisaje. El frente era lejano y montañoso. Veía ─como
pequeñas manchas de color pardo─ los tejados y la torre del monasterio; me
tranquilizó notar que me habían indicado bien el camino. Accidentado e
incómodo, pedregoso y seco. Pensé en Susana y en sus permanentes zapatos de alto
tacón. Menos mal que mi equipaje era liviano: una mochila y un maletín con el
portátil y otros cacharros de los cuales todavía no sé desprenderme.
Aunque el sol no era muy fuerte sentía
calor, intenté caminar sobre las pocas sombras que proporcionaban los árboles
de la parte derecha del camino. Me pregunté ─por enésima vez─ cuáles eran las
razones últimas que llevaban a los monjes medievales a construir los
monasterios en los más hermosos lugares. Ahora, en primavera, era todo de mil verdes.
En una rápida ráfaga observé que en invierno todo aquello sería un inmenso
desierto blanco. No sé cuánto tiempo estaría allí; quizás hasta el final del
verano. Las nieves no vendrían hasta mediados de noviembre.
Tomé un respiro ─mí edad así lo exigía─ sentándome
en una piedra lisa bajo un árbol de generosas hojas. El sendero se ensanchaba
un poco y discurría pendiente abajo, presumí que conduciría prácticamente hasta
el portón de la abadía.
¿Cuántos años habían pasado ya? Fue hace
mucho cuando empezó, verdaderamente, este viaje. Las fechas me bailan en la
mente. Siempre las he despreciado salvo en las cuestiones relativas al trabajo.
En realidad significan poco en mí vida; o más bien lucho para que signifiquen
casi nada. Es posible que ese comienzo fuese en Buenos Aires. No, no… fue en
Córdoba.
Hace unos segundos hubiese jurado que era
en una recepción en la embajada alemana, ¿o en la embajada española? Sé que
entonces yo era el director administrativo más joven de la multinacional
financiera K. P. Normand. Llevaba unos meses en Argentina, ¿diez? El trabajo
era económico-financiero pero también tenía sus aspectos sociales de necesario
cultivo. Nuestra sede era un inmenso edificio de varias plantas, repleto de
cristales, en la Avenida 9 de Julio y cerca de la Av. Belgrano, en Montserrat. Casi
vivía ─encerrado─ allí arriba, en la última de las plantas.
Pocos metros quedaban para llegar, hubo algún
movimiento. La puerta se abrió del todo y salieron a recibirme tres monjes. El
del centro parecía el importante, caminaba más erguido, sonriente, con las dos manos
abrazadas sobre el pecho. Los otros se mantenían medio paso atrás y mirada
inexpresiva.
Era confuso, no sabía si era el prior, el
abad o el superior. Ni sabía cómo dirigirme a él. Sus saludos fueron muy
amables y los agradecí de corazón. Dijo que primero me mostraría la celda en
donde habitaría los próximos meses. Añadió que había sido acondicionada
especialmente para mí, para evitar el frío nocturno, y que estaba en un lugar
en el que daba el sol muchas horas al día, cuando lo había, claro. Después
indicó que hablaríamos más dentro de un rato, que iría a buscarme.
La celda era inhóspita; quizás lo son
siempre. Era grande, estaba en una esquina y tenía dos ventanas, una ─más bien─
hacia el Este y la otra, en otra pared, al Suroeste. Sí; tendría sol cuando lo
hubiese, como hoy. No eran más de treinta metros cuadrados, pero posiblemente
más grande que las de los otros monjes. Pediría otra mesa que me sirviera para
poner el ordenador y los otros dispositivos.
No había nada parecido a un enchufe. Eso ya
me lo temía. Y saqué de la maleta el panel solar plegado; casi un metro
cuadrado de células. Por la mañana lo pondría en una ventana y por la tarde en
otra así tendría posibilidades de recargar a diario la batería que daría
alimento para el móvil y el portátil. No creía que hubiese cobertura por allí,
pero si había algo podría utilizar el “router”
inalámbrico y estaría perfectamente conectado.
Estuve unos segundos pensativo, ¿realmente
era necesario estar conectado con el exterior?
Pediría folios al prior, escribiría así.
Me acerqué con cierta cautela al camastro,
me pareció muy justo para mi estatura, ¿tendría que dormir encogido? Era duro.
Supuse que me acostumbraría en unos días. Menos mal que ─como mucho─ estaría
allí hasta principios del próximo otoño.
El ático de K. P. Normand en Buenos Aires
en el que estaba mi despacho era enorme, incluso tenía un pequeño apartamento
en donde podía descansar; a veces me quedaba a dormir allí de noche. No tenía
vivienda en la ciudad y me hospedaba en un céntrico hotel a escasas manzanas de
las oficinas. No era fácil llegar hasta el piso de arriba; había varios
filtros, el último era Susana. No obstante recibía bastantes visitas diarias.
El aspecto de las relaciones sociales o
institucionales lo llevaba peor, con frecuencia debía asistir a recepciones y
actos que, como mínimo, me aburrían; cuando no me fastidiaban. A menudo
solicitaba que me acompañase alguna de las secretarias más competentes, ellas
siempre actuaban con gran eficacia, me recordaban a las personas que era
necesario saludar, sus actividades. Me proporcionaban también una pequeña
biografía de mis posibles interlocutores. Con frecuencia le pedía a Susana ─con
sus tacones hábilmente manejados─ que me acompañase.
Sí, ahora lo recuerdo, había sido en
Córdoba. Córdoba ─la Docta─ está a poco más de setecientos kilómetros de Buenos
Aíres y tomamos un vuelo directo desde Ezeiza.
La rutina de un viaje era siempre muy
parecida, debía leer los documentos de una carpeta que contenía informes muy
específicos de los posibles asistentes, perfectamente clasificados según los
intereses de K. P. Normand. La secretaria que me acompañaba leía un informe
bastante similar para poder actuar de coordinadora o facilitadora. También
llevaba unas notas para que me sirvieran de guía por si tenía que intervenir y
decir algunas palabras. Aquella vez íbamos a asistir a un acto académico, intelectual,
en el que habría un numeroso y escogido público. Desde el punto de vista
empresarial interesaba el acto de convivencia posterior en el que se tomaba
abundantes aperitivos y vinos de Mendoza, de Salta o de San Juan. No olvido que
mis esperanzas de negocio en aquel viaje no eran demasiado estimulantes.
Con un toque muy quedo señaló su presencia
en la puerta un monje que no había visto antes. Me preguntó si deseaba algo
para completar el mobiliario de la habitación. Miré de soslayo a mi alrededor y
casi sin pensar le dije:
─Sí. Una mesa igual que esa, papel para
escribir y otra silla. ¿Habría algo que me pudiese servir de mesilla de noche?
─añadí preguntando.
Me dejó con la palabra en la boca y salió
con rapidez.
Hubo campanas y avisos para los monjes a
los que hice caso omiso. Saqué las cosas de la mochila y las ordené, y coloqué,
como pude en dos tablas que había incrustadas en la pared.
Probé el “router” inalámbrico portátil y
tuve la alegría inmensa de ver que se conectaba a una línea telefónica que
habría por allí cerca. No era una señal muy fuerte pero quizás fuese más
intensa a otras horas del día.
Al rato, no sé muy bien cuánto tiempo
transcurrió, volvió el monje de antes, con una silla y un cajón de madera que
dejó al lado del jergón. Me indicó que lo siguiese hasta el recibidor del abad.
Era una gran sala muy desprovista de
enseres, no había casi nada. Una mesa grande, negra y maciza que dejaba ver los
faldones del abad y un trozo de pantalón. Detrás, una solitaria cruz de madera
en la pared. Poco más.
Con una sonrisa, que parecía perenne, me
indicó que tomara asiento frente a él. Se me ocurrió decirle:
─El poeta romántico
inglés lo diría en uno de sus frecuentes arrebatos de
melancolía ─contestó el abad.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia
Bien, bien, esto empieza con fuerza. Me ha gustado mucho porque desde el principio intriga muchísimo.
ResponderEliminarQué lleva a un alto ejecutivo a encerrarse en un monasterio, por lo que se intuye, a escribir??. Creo que este personaje va a dar mucho de sí . Deseando que llegue El Segundo capítulo para ir descubriendo más cosas. Gracias Ignacio
Sí. Empiezas con fuerza y como siempre me gusta mucho tu facilidad de traer el pasado al presente, la forma de describir a los personajes y los detalles de su entorno. Nos haces tan fácil la lectura que nos enganchas con el primer capítulo convirtiéndonos en personajes de tus relatos. Nos haces vivir sus aventuras. Felicidades y gracias
ResponderEliminarSeguiremos atentos esta nueva serie de relatos. Interesante comienzo.
ResponderEliminarBuen comienzo para contar una historia. Me gusta bastante. Siempre han sido los monasterios o conventos buenos lugares para intrigas y aventuras. Seguiré esta. Promete aventuras.
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