«¿De quién es la memoria de los días?»

«[…] siento en el olor de los jazmines,
en ese vago rostro que se apaga
en un daguerrotipo, en esa vaga
sombra o luz de los últimos jardines.
Un sable que ha servido en el desierto,
una historia anotada por un muerto,
pueden ser un secreto monumento.
Algo que está en mi pecho y en tu pecho,
algo que fue soñado y no fue hecho,
algo que lleva y que no pierde el viento.»
Jorge Luis Borges
«¿Y si a un hombre que atravesara el Paraíso le dieran un flor como prueba de que había estado allí? ¿Y si al despertar encontrase esa flor su mano? ¿Entonces qué…?

Aquel día llegué muy temprano al campus de Garching en la TUM, Technische Universität München, el día era espléndido. Aunque llevaba en Alemania poco más de una semana echaba de menos nuestro sol. Decidí ir al centro de la ciudad para pasear y tomar una jarra en la antigua cervecería Hofbräuhaus; deseaba vaciar un poco mi mente de cuestiones profesionales y tener un rato de ocio. Iría hasta Marienplatz y me movería por allí.
     Marienplatz siempre suele estar llena gente, se ven turistas de todo el mundo cargados con sus cámaras y móviles, haciendo miles de fotos, sobre todo, del espléndido Ayuntamiento. Me pareció que aquel día estaba más repleta de lo habitual. El mayor gentío se acumulaba enfrente, alrededor de una gran librería. Con curiosidad me acerqué; aún me faltaban bastantes pasos para llegar y un retrato en un escaparate me paralizó, se trataba de Borges… ¡Firmaba ejemplares de sus libros en aquel local y a aquella hora…! ¡Estaba allí!
     Un ligero temblor paralizó mis piernas, ¿cómo atravesaría aquella multitud que espera su firma?
     De pronto se me ocurrió algo, entré en una tienda cercana y con la mejor sonrisa le pedí a una rubia empleada una caja grande. Sin ninguna extrañeza me dijo que esperase unos segundos. Me trajo una de excelente tamaño con papeles dentro y trozos de poliestireno expandido, eso que llaman poliexpán o algo parecido. La cerré lo mejor que pude; luego la subí sobre mis hombros intentando aparentar que aquello pesaba mucho. Volví a la puerta de la librería y crucé con facilidad el muro humano repitiendo continuamente con mi mejor acento: Entschuldigung! Entschuldigung! Es sind Bücher von Borges! (¡Disculpen! ¡Disculpen! ¡Son libros de Borges!).

     Con la feliz treta pude situarme a unos diez metros de la mesa en la que estaba el escritor, al que no podía ver bien porque estaba sentado. María K. estaba de pie a su izquierda. Dejé la caja en el primer sitio propicio que encontré y estiré el cuello intentando que María me viese.
     No pasaron demasiados segundos; lanzó una mirada para contemplar la enorme fila de personas que esperaban la dedicatoria; al girar un poco la cabeza me vio en el rincón. Arrugó el entrecejo con asombro y sin hacerme ninguna señal se inclinó un poco para hablar al oído de Borges.
     Me estiré aún más agarrado a una baranda y pude ver como el escritor interrumpía las firmas. Con una amplia sonrisa miraba en la dirección en la que creía que estaba yo.
     Ahora también María K. expresó alegría en su rostro, haciendo señales para que me acercase a la mesa. Amablemente, las personas que me separaban del escritor, abrieron paso y pude aproximarme con toda facilidad.
     María me abrazó cordialmente y tome la mano izquierda de Borges apretándola entre las dos mías.
     María K. exclamó:
     ─¡Qué sorpresa! ¡No puedo creerlo! ¡Me parece algo imposible! ¡No puede ser!
     Enseguida me preguntó:
     ─¿Dos? ¿Tres años ya?
     Él seguía muy sonriente con su mirada invidente dirigida a lo lejos. Le noté cansado y un poco torpe de movimientos, mucho más envejecido.
     Insistí en que siguiese firmando diciéndole que me quedaría allí con ellos. Quedaban, más o menos, treinta minutos del tiempo establecido para la firma de ejemplares. Me puse detrás, entre María y la silla de Borges, al lado de algunos de los organizadores del acto.
     Con todo el afecto coloqué mi mano en su hombro. Sentí una emoción especial y profunda cuando él soltó el bolígrafo y puso su mano derecha sobre la mía. Me fue difícil contener unas lágrimas.
     La firma de ejemplares se alargó algunos minutos más de lo previsto y, por fin, el ajetreo acabó.
     Estas fueron sus primeras palabras para mí:
     ─Refunfuñé un poco por este viaje a Alemania, no tenía demasiados deseos de venir, me cansan ya demasiado los viajes. En fin… ya sabes, los editores y todo eso. Sus insistencias lo han conseguido pero el gran contento de esta visita, ya inolvidable, a Baviera, es haberme encontrado contigo, mi joven y viejo amigo del balneario. Has venido muchas veces a mis recuerdos.
     ─Ahora estallán en mi mente aquellos versos suyos ─le dije.
«[…] El hidalgo fue un sueño de Cervantes
y don Quijote un sueño del hidalgo.
El doble sueño los confunde y algo
está pasando que pasó mucho antes.
Quijano duerme y sueña...»
     De una manera un poco misteriosa y fijando sus vacíos ojos en internas lejanias comentó:
     ─Sí. Los sueños, siempre son los sueños.
     Me pareció que recitaba entre murmullos:
Amamos lo que no conocemos, lo ya perdido.
El barrio que fue las orillas.
Los antiguos, que ya no pueden defraudarnos
porque son mito y esplendor.
Los seis volúmenes de Schopenhauer,
que no acabaremos de leer...
     Por detrás de nosotros sonaba la rígida voz de María K. hablando con el intérprete, e imagino, que con editores alemanes.
     Se me ocurrió preguntarle:
     ─¿Qué tal su alemán? ¿Lo recuerda bien aún?
     Con su habitual e inefable sonrisa dejó pasar unos segundos.
     ─¿Sabes? Te contaré una cosa ─apoyó suavemente la barbilla en el pomo plateado del bastón─ Mi primer recuerdo de Franz Kafka data de hace muchos, del 1916, entonces tomé la decisión de aprender la lengua alemana. Un tiempo antes había tratado de aprender ruso, pero fracasé estrepitosamente. El alemán lo sentí más próximo, más sencillo… mucho más fácil; el aprendizaje me fue muy agradable. Armado de un diccionario alemán-inglés pude leer, y disfrutar de la lectura, de algunos poemas en pocos meses. Poco después leí a Kafka…
     Dejó pasar un poco de tiempo recomponiendo su agitada respiración y añadió sentencioso:
     ─Pero el tiempo todo lo tritura…
     Otra vez volvía a susurrar:
El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote.
El oriente, que sin duda no existe para el afghano, el persa o el tártaro.
Nuestros mayores, con los que no podríamos conversar durante un cuarto de hora.
Las cambiantes formas de la memoria, que está hecha de olvido.
Los idiomas que apenas desciframos…
     Me atenazó un halo de tristeza, era el mismo Borges… pero no era el mismo. Le notaba más roto, en un doloroso e inevitable declive. Entre silencios creo que leyó mis pensamientos:
     ─Estoy milagrosamente vivo, enfermo y a disposición de los médicos. Han aparecido achaques que son… poco tolerables. Debo seguir un régimen de comidas riguroso, estricto. Debo comer carne y sabes que detesto la carne. Vivo de milagro, pleno de confusiones y recuerdos. Ya no sé distinguir entre el recuerdo de una calle o si la confundo con una calle que alguna vez me describió un amigo o un buen escritor. De verdad. Sí, estoy muy confuso y algo desesperado. Se mezclan tantas cosas juntas en la memoria…
     Reaccioné con ternura y le dí unos cariñosos golpes que trataban ser de consuelo en la seca rodilla diciéndole a la vez:
     ─¡Bueno, bueno! ¡No exagere mi querido profesor! Casi con las mismas palabras eso dijo usted en 1979. Incluso recuerdo muy bien que fueron publicadas en Clarín. Sin embargo han pasado varios años y sigue enriqueciendonos a todos con sus libros y firmando ejemplares con tremendo éxito.
     Un poco balbuceante, terminó de recitar el poema “Lo nuestro” repitiendo los dos últimos versos que ya antes citó:
Las cambiantes formas de la memoria, que está hecha de olvido.
Los idiomas que apenas desciframos.
Algún verso latino o sajón, que no es otra cosa que un hábito.
Los amigos que no pueden faltarnos, porque se han muerto.
El ilimitado nombre de Shakespeare.
La mujer que está a nuestro lado y que es tan distinta.
El ajedrez y el álgebra, que no sé.
     Hasta que regresó María K. con nosotros estuvo muy entretenido, escuchándome hablar sobre las actividades que estaba yo desarrollando en Alemania y los trabajos que hacía.
     ─Eso que hablas de la inteligencia artificial ─comentó─ es como una métafora del intelecto humano; siempre me han atraido las metáforas, es lo que me ha atraido más en mi vida. Las mejores metáforas sean de quien sean, no tienen explicación. Son mágicas.
     ─Me sorprende la seducción que ha tenido para usted la magia, lo mágico. La cábala, los asuntos de la egiptología, los libros sagrados…
     ─Es cierto, sí. Pero nunca pude profundizar como me hubiese gustado porque no sabía el hebreo, aunque quiero decirte que también he estudiado otras cosas, por ejemplo, cálculo infinitésimal. Pero nada como las metáforas.
     Era viernes. María K. me preguntó de qué tiempo podía disponer para pasarlo juntos y que estaban felices de haberme encontrado allí con ellos. Añadió que ellos se marcharían el domingo temprano.
     Desde allí telefoneé a la Fakultät für Informatik para que me disculpasen, dije que no volvería allí hasta el lunes por la mañana. María K. propuso que nos fuesemos al hotel donde se alojaban para que Borges pudiese descansar un rato y después podríamos a comer algo en el mismo hotel o salir a algún sitio si Georgie, como dijo ella, se encontraba dispuesto y con fuerzas.
     Al otro día, sábado por la mañana, alquilé un coche amplio y cómodo para dar un paseo por dónde se le apeteciera a don Jorge. Me dijo que deseaba ir a Dachau. Su propuesta me sorprendió mucho. Creo que María K. ya lo sabía. Dudé un poco antes de hablar.
     ─Sí. Dachau tiene unos sitios muy interesantes. Está a unos trece kilómetros aquí. Hay un lugar alto, con un buen restaurante, desde el cual se tiene una vista inmensa y maravillosa. Vivo cerca de Dachau.

     ─No. Quiero ir al campo.
     ─¿Al Konzentrationslager Dachau? ─le pregunté con indisimulado asombro.
     ─Sí ─respondió rotundo.
     Durante el corto trayecto le estuve describiendo los lugares que conocía. Pronto llegamos y encontramos un perfecto lugar para aparcar a pocos metros de la entrada para el circuito turístico por el lugar. Había muy poca gente, era temprano aún.
     Cuando me disponía a comprar los tickets para la visita, dijo:
     ─No hace falta. No compres nada. Llevadme a la puerta y ponedme mirando hacia dentro.
     Tuvo algo de liturgico, de ritual, creo que María K, también estaba algo atónita.
     Lo situamos como pidió.
     Muros y alambradas provocaban pavor.
     Muy rígido, con las dos manos apoyadas sobre el bastón, María K., a su derecha le tocaba levemente el codo. Yo me situé con respeto un poco detrás. Una nube errante cubrió el sol; nos envolvió un silencio que percibí aterrador, los vellos se me erizaron. Él perdió su inexistente mirada en el interior del campo de concentración.
     Recitó fuerte y desde lo hondo:
«[…] Porque no hacen dos mil años que murió Cristo,
Porque los infortunios más largos son efímeros,
Porque los años pasan, pero el tiempo perdura.»
     Pasaron unos lentos y pesarosos instantes.
     Volvimos a Munich en silencio.
     Por la tarde de aquel sabado inolvidable nos depedimos.
«[…] No habrá sino recuerdos.
Oh tardes merecidas por la pena,
noches esperanzadas de mirarte,
campos de mi camino, firmamento
que estoy viendo y perdiendo...
Definitiva como un mármol
entristecerá tu ausencia otras tardes.»
     Habían acabado los días… Él seguirá proyectando su sombra.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia

Comentarios

  1. Memorable final, magnífico relato.
    Siento que se hayan terminado estos capitulos de Borges.

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  2. Jesús Almendros F.11 de marzo de 2017, 11:11

    El capitulo me ha parecido memorable, digno broche de oro para un libro entrañable y sentido que invita a ser leído más de una vez.
    Me ha parecido emotivo, muy emocionante.....y un poco triste.
    Su lectura me ha hecho compartir contigo esa sensación del final de las cosas, de su caducidad, no solo de las personas, sino tambien de los propios recuerdos y hasta de los sentimientos. Todo acaba, pero nunca acaba del todo, nada es eterno, pero de alguna forma perdura y constatarlo nos hace sufrir, emocionarnos pero, a la vez, confirmarnos que el mundo sigue, que la vida sigue, que las experiencias vividas, las personas conocidas y amadas, aunque desaparezcan, pasarán a formar parte de ese bagaje emocional con el que contaremos para poder continuar viviendo, apoyados en el futuro pero reconfortados con los recuerdos y las vivencias pasadas.

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  3. Academia de Santa Cecilia11 de marzo de 2017, 17:07

    Con este capítulo, el académico Ignacio Pérez Blanquer, da fin al "librito" sobre el escritor Jorge Luis Borges que durante los últimos meses ha publicado por capítulos en el blog de la Academia.
    Esperamos que estas 'entradas' hayan contribuido a proporcionar un mayor conocimiento de una de las figuras más ilustres de la literatura en español. Esperando con ansiedad la publicación de su nuevo libro.
    La Academia orgullosa le agradece su generosidad.

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  4. Magnífico. Bonito broche final. Aún así, la nostalgia me ha invadido al terminar la lectura de este capítulo.
    ¿De quién es la memoria de los días? Del tiempo o tal vez de los lugares, de la palabra escrita... Por qué habrá estado presente el poema de Luis Cernuda, "Donde habite el olvido", en todo momento. Tal vez haya sido un pensamiento extravagante, pero el poema de Borges con la despedida sean los culpables.
    Gracias profesor Pérez Blanquer.

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  5. Cada vez más borgiano11 de marzo de 2017, 21:55

    Muchas gracias al autor y a la Academia por haberme permitido saborear todos estos relatos. Borges solo era un nombre y ahora es un escritor muy conocido para mí al que ya me estoy atreviendo a leer y a disfrutar, una gozada.

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