LA NOCHE (4)

La primera noche ha sido contradictoria: larga y corta. Me dormí pronto ─ya lo dije─, cansado y emocionado. Quizás con mil sensaciones más. Algo respecto a la biblioteca fue lo último que recuerdo; o posiblemente, el último atisbo de estar despierto, fue el ruidoso crujir de las viejas maderas del jergón. La percepción del tiempo en un monasterio es extraña, envolvente, contiene algo de burla. Hay tramos extensos en los que el tiempo se dilata; y otros breves, veloces, que desaparecen y transcurren en un soplo.  Siempre ─ambos─ parecen confundirse con el silencio.
Pasado el primer sueño ─o el segundo─ volví a despertar. Palpitó en mí el estúpido impulso de saber la hora. Al ver la noche a través de las ventanas pensé que aún faltarían al menos un par de horas para el rezo de maitines. La lampara de mortecina luz ayuda poco; deberé resolver este problema hoy. Tomé otro de los libros del paquete, era la Regla de San Benito; seguro que se me iba a resistir su lectura. No obstante, lo abrí y puse empeño en leer unas líneas al azar: «Duerman vestidos, y ceñidos con cintos o cuerdas. Cuando duerman, no tengan a su lado los cuchillos, no sea que se hieran durante el sueño. Estén así los monjes siempre preparados, y cuando se dé la señal, levántense sin tardanza y apresúrense a anticiparse unos a otros para la Obra de Dios, aunque con toda gravedad y modestia.» Se me escapó una sonrisa y rápido cambié de opinión: sí, lo leería.
   Sabía que La Regla de San Benito era un texto escrito allá en el siglo VI. Es evidente, que para ser correctamente entendido, habría que tener en cuenta algunas premisas. Y la primera es que no había que olvidar su contexto histórico, ni tampoco la situación eclesial en que fue escrita, además de su íntima relación con el monacato cristiano anterior. El monacato era el modo de vida de algunos fieles, de las diferentes ramas cristianas, que se separaban del mundo de una manera más o menos radical.
     Sí, sería interesante acometer su lectura.
   De nuevo me asaltó la obsesión por saber la hora, también observé cierto impulso claustrofóbico. Me acerqué a la puerta, estaba un poco atorada y no dudé que haría bastante ruido al tratar de abrirla. Di un fuerte tirón. El estrépito fue mucho menos atronador de lo que había esperado.
     El corredor parecía inacabable, pero más estrecho y bajo de lo que lo percibí ayer. Tuve la imagen de que parecía una gran alcantarilla iluminada muy pobremente por unas cuantas pequeñas bombillas eléctricas de muy pocos watios. Decidí llegar hasta el claustro que rodeaba uno de los patios y dar un raro paseo nocturno por allí. El pasillo se abría al claustro por una gran entrada y paré allí unos instantes. Ajuste la capucha a la cabeza y caminé despacio hacía el frente. Había solo caminado unos metros y un bulto negro al lado derecho hizo que detuviera mi marcha.
     Aproximándome despacio dije con voz algo temblorosa:
     ─¿Necesita algo? ¿Puedo ayudarle?
     Aquel cuerpo de un anciano monje respondió con claridad:
     ─No, hijo mío, solo rezo. Duermo muy poco, casi nada. Soy ese anciano discreto, el que dicen las reglas, que tiene que estar en la puerta del monasterio; ese viejo que aún puede recibir recados y transmitirlos, y que no sabe estar ocioso. Tengo mi celda junto a la puerta, así es preceptivo. Cuando alguien llega, a cualquier hora, siempre respondo "Deo gratias" o "Benedic". Todas las noches rezo un rato aquí en el claustro.
     Contesté mintiendo:
     ─Tampoco podía dormir, y he salido a rezar también. Gracias, muchas gracias. Hasta mañana.
     Me di la vuelta para regresar a mi celda.
     De la mesa volví a coger otro de los libros envueltos en el paquete. La ilustración de la portada representaba a un sacerdote, al menos eso creo, con un planetario a su derecha y unos libros por delante. En una mano tenía algo que identifiqué como un compás. El título, de letras grandes, no me decía nada: «Cristopher Clavius». Parecía una biografía.
     Me acosté con el hábito de postulante, procuraría dormir un poco más y levantarme a la hora de maitines. Aunque creo que oficialmente ya no se llaman así, parece que, después del Concilio Vaticano II, los maitines se denominan “Oficio de Lectura”. Le preguntaré hoy al abad.
 
     Descolgué uno de los teléfonos de mi despacho, el de las llamadas interiores, deseaba hablar con Delma. Quería saber algo de aquello que decía la nota que recibí en mi hotel. Concretamente me refería a la frase: “También fui barbero de Borges por un día”. Rogó que esperase unos minutos mientras hacía algunas averiguaciones.
     No tardó demasiado tiempo.
     Delma preguntó:
     ─¿Conoces una fotografía de la década de los años 60 en la que salen juntos Borges y Bergoglio?
     ─Sí. Justo hace pocos días tuve noticias de ella. ¿Por qué?
     ─En esa foto, en el centro hay una persona. Se trata de otro Jorge; Jorge González Manent, que también era maestrillo jesuita en aquel tiempo, y dirigía la revista del colegio Inmaculada Concepción, de Santa Fe. Por cierto, este tercer Jorge dejó los hábitos y se dedicó al mundo de la publicidad…
     ─Sí, sí ─comenté impaciente─. ¿Pero qué hay del asunto del barbero?
     ─Perdón ─se excusó─. González Manent relató una singular historia entre el ahora obispo Bergoglio y el escritor ─hizo una leve pausa─. Le leo el texto que he encontrado: «Recuerdo que lo íbamos a buscar al hotel. Y un día subió Bergoglio a buscarlo a la habitación y tardó más de lo que se suponía para ir a un tercer piso. Cuando vienen, disimuladamente le hago el gesto de "¿qué pasó"? Y Jorge me dijo: “el viejo me pidió que lo afeitara”. Ese había sido el motivo de la tardanza». Eso es.
     Reí con anécdota e imaginé la divertida escena. En cuanto tenga ocasión y vea al obispo le preguntaré sobre la veracidad de ese relato.

     Indiqué a Delma que indagase sobre unos textos de Peter Drucker, publicados en la Harvard Business Review, en los que hablaba, o comparaba, las formas de liderazgo del teólogo francés Juan Calvino y la de Ignacio de Loyola. Quería incorporar algo de eso en el seminario que impartiría a los novicios de Bergoglio.
     Luego pasé un buen rato tratando de recordar una frase de Calvino que al fin pude recomponer; sonreí satisfecho: «Hay que recordar que el diablo también tiene sus milagros».
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia


Comentarios

  1. Impecable como siempre. Documentado como siempre e intrigante.
    Me ha gustado mucho este capitulo . La forma de describir el lugar y la situacion me ha encantado. El personaje del fraile portero seguro que lo volveremos a ver. Gracias Ignacio

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  2. Me ha gustado mucho. Sabes narrar muy bien la atmósfera monacal. Fría y austera. Sigue una intriga. Entiendo que estamos en el planteamiento, el cual me parece genial. La realidad y la ficción se dan la mano. Gracias por este bonito capítulo.

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  3. Jesus Almendros Fernandez.21 de abril de 2017, 10:02

    Al igual que puedo leer en los comentarios anteriores, a mi tambien me ha encantado este capitulo y como de costumbre, me ha gustado mucho la firma en que consigues transmitirnos tu estado de animo, tus sensaciones y las pesqueras anecdotas de tu voluntario retiro.
    Efectivamente, creo que estamos en los prolegómenos de la historia y en la representación de los personajes que a lo largo de la novela irán adquiriendo mas o menos relevancia. Uno de los que mas atrae nuestra atención, naturalmente, es Bergoglio. Tambien Jorge González Manent,el prior o el anciano portero. A lo largo de los próximos capitulos, veremos por que derroteros avanza la historia.

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