EL CULTIVO DE LA INDIFERENCIA (7)

A pesar del inmenso silencio no es fácil para mí conciliar el sueño. Impaciente y algo desesperado abandoné el camastro y decidí dar un paseo nocturno por la abadía. Es posible que encontrase al monje noctámbulo, el del portón, así podría echar alguna parrafada con él. Miré por la ventana y me sorprendió una brillante luna más allá del cuarto creciente. Preferí no ponerme el hábito y abrí la puerta con cuidado de no hacer ruido. Torcí a la derecha para enfilar el pasillo hacia el claustro. La noche más clara me permitió ver al monje bastantes pasos antes de llegar a él. Le saludé diciéndole “Ave María purísima”. Muy rápido y despierto respondió: “Sin pecado concebida, buenas noches”.
     ─¿No puede usted dormir? ─añadió.
     ─No. Pocas veces en mi vida he tenido dificultades con el sueño, pero desde que estoy aquí no duermo nada bien, debe ser el silencio, la cama… No sé.
     ─Quizás sea que piensa demasiado, no debería hacerlo. ¿Ha probado rezar un poco?
     No le contesté, miré alrededor, la luna provocaba sombras bastante lúgubres pero nada infundía temor allí.
     ─¿Cuándo descubrió que deseaba ser monje de clausura? ─le pregunté.
     Tardó unos segundos en decirme:
     ─Hace tantos años que ya la realidad, los sueños, los pensamientos… las ilusiones. Todo se confunde en la mente, se hace un bloque, todo es indistinguible… Vivía cerca de una abadía, más pequeña que ésta, allí íbamos a misa los domingos. El sonido de las campanas llegaba a diario a mis oídos. A los nueve años ingresé en el seminario diocesano para estudiar el bachillerato y allí me quedé. Un año de aquellos, después de unos ejercicios espirituales, quise escoger un tipo de vida religiosa cuya estructura favoreciese, de una manera más completa, el dedicarme a Dios…
     Extendió su mano para que le ayudase a levantarse y terminó diciendo:
     ─Aquí estoy; desde entonces.
     Comenzamos a pasear muy lentamente por el claustro. Las tenues sombras de los arcos se proyectaban sobre el suelo. Después de unos pocos pasos, comenzó a hablar como si estuviese solo:
     ─¿Sabe? El monje del portón es como un puente entre el exterior y el interior del monasterio, es el que más informado está de todo. Creo que incluso más que el padre abad, y a su pesar. He oído decir que usted es un sacerdote de alto rango al que el mismísimo Santo Padre ha enviado aquí a purificarse. Otro comentario, escuchado al vuelo, es que usted será el próximo prior de este monasterio y que está aquí para estudiar importantes reformas…
     Reí de manera ostensible, pero intentando hacer el menor ruido posible. Así también tomé el tiempo necesario para pensar la respuesta:
     ─Tranquilícese. No soy sacerdote, ni seré el próximo abad. Tampoco me ha enviado nadie a purificarme ─no estimé necesario ser más explícito.
     Anduvimos un poco más en absoluto silencio.
     ─En el siglo, el mundo, siempre mira a los monjes de un modo raro; siempre ha sucedido así; quizás sea inevitable. Los monjes somos personas normales, cantamos, pensamos, reímos y oramos… También paseamos, estudiamos, dialogamos, nos enfadamos… Nada extraño pese a las leyendas; únicamente intentamos vivir nuestra vocación cristiana a la que fuimos llamados.
     Después de casi un minuto añadió:
     ─¿Por qué no come usted en la hospedería? Así se sentirá más libre y menos obligado que en el refectorio.
     ─No es mala idea, lo pensaré. Quizás sea preferible. No les debo perturbar su cometido, es posible que mi presencia sea un poco molesta, ¿no?
     ─No, molesta no es, pero sí algo perturbadora.
     ─Agradezco mucho su sinceridad, es estupendo que me lo haya indicado, lo tendré muy en cuenta. Gracias.
     En ese justo momento estábamos a la entrada del corredor, le deseé una buena noche y me dirigí a mí celda con paso acelerado.
     Decidí que desde mañana comería en la hospedería.
     Recordé una frase de Pablo d’Ors, de su libro “Biografía del Silencio”, que también estaba en el paquete, y al que di un rápido vistazo anoche y anoté: “Lo que realmente mata al hombre es la rutina; lo que le salva es la creatividad, es decir, la capacidad para vislumbrar y rescatar la novedad”.

     Sabía que Ignacio de Loyola describía la indiferencia jesuítica como una posición de equilibrio, como la de una balanza que mantenía los platos al mismo nivel separados por el fulcro. Decía que era la única manera de estar en posición de valorar todos los aspectos de una estrategia. Loyola difundía entre los suyos que únicamente cultivando esa virtud, o cualidad, que denominaba “indiferencia” se podía lograr lo que llamamos ingenio; este ingenio sería una especie de cóctel entre el buen criterio, la audacia, la velocidad de acción y adaptabilidad a cualquier medio. Pensé que la palabra más certera, en ese caso, no era indiferencia sino desapego; y que esa sería la esencia del ingenio.
     Se trataba de nuestra primera conversación, tenía que ser relajada y tranquila; sin embargo yo estaba muy a la defensiva. Pronto le recordé que deseaba conocer su visión del liderazgo jesuítico para en mi seminario, a sus novicios, realizar un mínimo estudio comparativo con las ideas del liderazgo empresarial.
     Conocía al dedillo la historia de la Compañía, habló durante un rato, con envidiable dominio, de Francisco Javier, de Francisco de Borja, también de un jesuita del que jamás había escuchado hablar: Johann Adam Schall, del siglo XVII. Y de otro, un tal Matteo Ricci; cartógrafo, matemático, astrónomo y lingüista. Uno de los primeros evangelizadores jesuitas de China cuyo meta era llegar hasta Pekín y entrevistarse con el emperador, tarea casi imposible en aquella época pero que finalmente consiguió.
     En un momento dado me preguntó si había visitado Asia alguna vez. Ese interrogante me desequilibró un poco pues se rumoreaba que la K.P. Normand estaba sopesando enviarme a las oficinas de Singapur. ¿Sabría algo? ¿Casualidad? Moví la mano delante de mi cara no sé si tratando de espantar un insecto imaginario o el mismo pensamiento que había saltado.

     Ojalá Susana hubiese estado allí para haber tomado nota de todo aquello que contaba el obispo Bergoglio.
     Dijo que una de las características de liderazgo que podía adjudicar a los jesuitas era la del conocimiento de sí mismos. Insistió en que únicamente las personas que saben lo que quieren pueden hallar eso que buscan; que solo los que han profundizado en sus propias debilidades pueden superarlas.
     La conversación, aplacada por varios cafés, duró un par de horas. Llamé dos veces a la oficina para ver si había algún tipo de asunto de urgencia.
     Salí con rara sensación de confianza.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia

Comentarios

  1. Interesante las notas que definen las actuaciones de los jesuitas. Me parece magnífica la cita de Pablo de Ors.

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  2. Me sabe a poco. Se te nota que conoces a la Compañía.

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  3. Jesus Almendros Fernandez.III19 de mayo de 2017, 11:23

    Como de costumbre, la paz, la serenidad, la "indiferencia", planean sobre todo el capitulo. El tiempo no existe o, mejor, no es relevante, es meramente anecdótico, como el estado del tiempo o el estado de ánimo de cada uno, sin embargo, los monjes son humanos, sienten curiosidad, especulan, comentan, sienten curiosidad. Todo esto hace creible el capítulo. El protagonista es mas "monje" que los monjes y el espíritu ignaciano pesa mas sobre él que sobre ellos.
    Y Bergoglio, lejos, pero siempre presente.

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