«Tibi silentium laus» (8)
En
aquel corredor únicamente tenían su celda tres o cuatro monjes sin incluirme
yo. No había hablado con ninguno aún, era difícil establecer algún tipo de
relación con ellos y más desde que decidí no ir al refectorio y hacer mis
comidas en la hospedería del monasterio. Había uno que llamaba bastante la
atención, era el del final del corredor a la izquierda. Invariablemente ponía
en la puerta un recorte pequeño de papel con una frase en latín, lo pegaba
siempre con la misma chincheta herrumbrosa. Los primeros días no me fijé, pero
después era una novedad y cuando pasaba por allí paraba unos segundos y la
leía.
No estaba habituado aún a preservar aquel
silencio, creo que inconscientemente, siempre hacía ruidos inhabituales que
permitían a los monjes percibir mi presencia. Cuando me detenía en la puerta
del monje alto para ver el letrero, siempre escuchaba algún ruido de
movimientos en el interior, creo que se daba cuenta de mi presencia allí detrás.
Hoy el papelito decía: «Tibi silentium
laus», lo interpreté como “el silencio es tu alabanza”, pensé que aquello
sería de un salmo, aunque no estaba seguro.
Recordé el correo electrónico que recibí el
día anterior; solo decía: “¿Tiene sentido
todo eso en esta época posmoderna y de tecnologías avanzadas?”.
¿Se
resumirá mi estancia aquí con esa pregunta?
Salí al huerto, pretendía hablar un poco
con alguno de los monjes que allí tenían tareas. Sus atuendos eran realmente
extraños, una túnica de color azul claro que a todos les estaba corta y dejaban
ver por debajo un trozo de los pantalones y unos zapatos gruesos y viejos. Me
acerqué al que parecía más joven, tenía la cabeza rasurada, con no más de medio
de centímetro de pelo. Se puso de pie pasando el dorso de su mano derecha por
la frente y manteniendo la azada en la otra.
─El sol aprieta hoy; buenos días. ¿No se ha
puesto hoy el hábito? ─me dijo.
En un gesto instintivo me toqué las gafas
de sol.
Sonreí y le respondí:
─Estoy un poco despistado todavía. No sé…
Tenía los ojos muy entornados. No se los
veía bien cuando preguntó:
─¿Piensa usted que somos un residuo
medieval que pervive de extraña forma hasta el siglo XXI?
Miré a mi alrededor con alguna incomodidad;
ese interrogante me retrotraía a la pregunta recibida en el correo. No permitió
que respondiese y añadió de nuevo:
─¿Cree que ser monje hoy es una manera de
evadirnos de la realidad y de no enfrentarnos a los retos que plantea el mundo
de hoy?
Se inclinó otra vez sobre la tierra e
introdujo la azada en ella varias veces.
Otra vez respondí con el silencio. No sabía
qué decir.
Un par de minutos después, con una leve
agitación en su voz, añadió:
─Nos lo dijo muy acertadamente Pablo VI
hace años: “La excitación, el alboroto,
la febrilidad, la exterioridad amenazan la interioridad del hombre. Le falta el silencio con su genuina palabra
interior, le falta orden, la oración, la paz, le falta su propio yo. Para reconquistar el dominio y el gozo
espiritual interior necesita restaurarse en el monasterio.”
Intenté rehacerme:
─Desde luego, no cabe ninguna duda, que al
hombre de la calle le sorprende este tipo de existencia que, a su juicio, no
tiene nada que ver con la que se vive fuera.
─Pronto, a usted, tampoco le cabrá duda de que
nuestra vida, la vida monástica, es de lucha, de combate continuo, contra todos
esos elementos que pueblan nuestro mundo interior. Un combate diario…
La campana avisó de la hora “sexta”.
No debí comprometerme con el seminario
sobre el liderazgo a los novicios de Bergoglio. Ese asunto estaba absorbiendo
parte importante de mis energías, no lo había valorado bien. Además estaba el
posible destino a otro lugar, en la K. P. Normand los traslados eran casi de la
noche a la mañana, había que tener las maletas hechas. Se me ocurrió pensar que
casi lo deseaba, que fuese pronto y mandarle al obispo mis excusas desde otra
parte del mundo.
Miré una frase que siempre tenía a mi
alcance, era de Bill Clinton, pero podía perfectamente haber sido enunciada por
Ignacio de Loyola muchos años antes. “La
cuestión más urgente, y prioritaria, de esta época es tratar de hacer que el
cambio sea nuestro amigo y no un enemigo”. Probablemente esa haya sido
la gran habilidad jesuítica: tratar el cambio como un amigo. Francisco Javier
fue un ejemplo extraordinario de esto, asimiló con diligencia recoger sus pocos
bártulos en un momento dado y partir, sin aviso previo, allá adonde se le
necesitaba.
La vista de la ciudad era fantástica desde
allí arriba. Atardecía; al sol ya le quedaba poco tiempo, aunque aún había
mucha claridad; la luz se mezclaba con la soledad aparente del paisaje.
El tiempo no pasa en balde… debe ser eso.
Nos hace más resistentes al cambio, a los cambios…
Él, el obispo, hablaba del conocimiento de
sí mismo como factor del liderazgo. El viejo, y sobado, aforismo griego que
parece ser estaba inscrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos. ¿No
había nada más que el conocimiento de uno mismo?
Lo mejor será que llame a Susana, iremos a
dar un paseo, tomaremos algo. Cenaremos en algún lugar interesante. ¿Existiría
todavía alguno de esos restaurantes que frecuentaba Borges? ¿El Gran Dorá?
Probablemente después del conocimiento de
sí mismo habría otros parámetros de liderazgo… ¿Amor tal vez?
Me acerqué al teléfono.
Quizás haya también algo de ingenio… e
incluso algo de heroísmo.
Ignacio Pérez Blanquer
Académico de Santa Cecilia
De todos es sabido que el agua y el aceite son incompatibles. Si echamos un chorro de aceite en un recipiente lleno de agua, aunque al principio nos de la sensación de que se han mezclado, pronto comprobamos que no es así, que cada uno se va por su lado y ocupa su espacio. Así te veo yo en el Monasterio. como el aceite en ese recipiente de agua que es el Monasterio y así, creo que te ven ellos también a ti.
ResponderEliminarEstás con ellos pero no eres uno de ellos, tus preocupaciones son otras y ellos lo notan, como te dice el joven monje. No tienes la paz interior que te asimilaría a ellos, tienes otras preocupaciones, Dora, tu traslado, Bergoglio. Te falta la indiferencia.
En este capítulo te retratas (le retratas), magníficamnte. Me ha encantado.
Debe ser muy difícil alcanzar el silencio monacal. Nos invade el ruido por doquier. La velocidad, el ruido, el culto al yo, el relativismo moral... son características de la sociedad postmodernista. Está claro que no va a encontrar nuestro personaje estas notas en un monasterio. El pensamiento cambia según el contexto. Es un gozo leer una recreación literaria sobre ambientes que colgamos en una época como si ésta una percha fuese. El silencio, tal vez una de las más literaria de las palabras. Y tal vez una de las más comentadas.La antítesis hablar/callar.
ResponderEliminarComo siempre me ha encantado, me recuerda la lucha que tenemos todos entre nuestra vida interior y la vida (casi obligada) que llevamos, nos hemos subido a un tren que va demasiado deprisa y del que aunque a veces lo intentamos no podemos bajar. Viendo la vida monacal entiendo el evangelio de San Lucas, el de la transfiguración de Jesús en el que Pedro le dice a Jesús, haremos tres tiendas y nos quedaremos aquí para siempre, debió ser tan grande la paz que sintieron, que no querian volver a la realidad del mundo. Creo que tu personaje expresa esos dos mundos tan distintos. Enhorabuena al escritor.
ResponderEliminarCada vez se me hacen mas cortos los capítulos o entregas y esto es porque me llena mucho como te expresas, en esta forma cercana, sencilla, que te engancha. Quedamos a la espera y felices días de feria en grata compañía...
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