ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (196)
SOBRE CATALUÑA
Hace tiempo que el nacionalismo catalán
viene mostrando la pretensión propia de cualquier nacionalismo, es segregar una parte del territorio del
Estado para establecer otro en ella. Cuando, como hoy nos sucede, esa
pretensión se transforma en exigencia, tenemos servido un conflicto entre
posturas inconciliables, pues secesión y unidad nacional son términos
incompatibles; y el problema, o bien se enquista en esa interminable conllevanza
de que hablaba Ortega, o termina por resolverse con la victoria de una posición
y la derrota de la contraria. El asunto, en lo que tiene de enfrentamiento de
posturas contrapuestas, ciertamente no en sus causas, se parece al que se da
entre palestinos e israelíes: dos pretensiones de soberanía sobre un mismo territorio;
en nuestro caso, solo sobre una parte de él.
Tras el acto del 9-N, no es infrecuente
oír a políticos, periodistas, e incluso a jueces y fiscales, que si estamos
ante un problema de naturaleza política, política habría de ser la solución que
habría que arbitrar. Se propone así la
vía del diálogo entre las partes enfrentadas. Ciertamente, el diálogo puede ser
necesario para analizar las causas del fenómeno separatista (transferencias en
materia educativa, visión interesada de determinados acontecimientos
históricos, deseo de limitar la solidaridad territorialmente, u otras); también para
examinar si Cataluña se encuentra
discriminada respecto del resto de España, tanto en la distribución de las
inversiones públicas como en el reconocimiento de sus peculiaridades, sobre
todo de las lingüísticas; o si son los no nacionalistas quienes se encuentran
incómodos en aquel territorio, especialmente en la misma materia del uso de las
lenguas. Se podría también en ese diálogo acordar una política tendente a
eliminar malentendidos y asperezas, ya poner sobre la mesa las consecuencias de
la secesión. No parece que con esa apelación al diálogo se esté insinuando la
necesidad de una reforma constitucional que posibilite ese proceso de desintegración
de la unidad nacional, propia de los tiempos de decadencia, según el filósofo
que antes citaba.
Si con la solución de los contenciosos
que en estos ámbitos pudieran descubrirse, las posturas permanecieran
inalterables, hay otra posible vía, la de las concesiones. Pero ya se sabe que
ceder va en perjuicio de las demás autonomías, y no consigue otra cosa que
aplazar el problema de fondo; que, a tenor de lo indicado, sólo podría
resolverse en términos de victoria y derrota. Como nadie desea, evidentemente,
el uso de la violencia, la cuestión se tendría que resolver jurídicamente, por
los órganos del Estado encargados de dirimir controversias, los tribunales de
justicia, sin excluir la aplicación de los preceptos de carácter penal. Es lo
propio de un Estado de Derecho.
José M. García Máiquez
Socio colaborador de la Academia
Antes ESPAÑA era una grande y libre. Ahora es una españa dividida y menos libre.
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