Un corto trayecto en Ronda
Acababa de llover, no demasiado, pero lo
suficiente para que en la mañana las piedras de la calle estuviesen brillantes
y limpias. Era temprano; me gusta disfrutar de la ciudad antes de que sea
invadida por los visitantes. Solitarias calles de trazado árabe, laberínticas,
que de pronto dan un respiro tomando anchura e inmediatamente, otra vez, se
cierran en una opresora estrechez.
Salí a la plazoleta del Gigante, me
habían explicado que ese nombre procedía de dos grandes adornos en relieve de
origen fenicio que tenía una casa ─un pequeño palacio─ en sus esquinas. No me
fijé muy bien.
A la izquierda había un busto viejo y
deforme de Vicente Espinel. Creí observar un pequeño centelleo en sus ojos… quizás
la piedra mojada. Tengo viva una ilustración de mi antiguo libro de Literatura;
era cuellicorto y tenía un grueso volumen entre sus manos. Estudiante en
Salamanca, amigo de los hermanos Argensola y de Góngora, de Cervantes, maestro
de Lope, músico, poeta, soldado, cura, tunante…
Tomé la calle más angosta hacia abajo,
en dirección a la cercana iglesia de Santa María la Mayor. Intentaba traer a mi
memoria alguna obra de Espinel, ¿”La vida de Marcos de Obregón”? Evoqué una frase de él que, justo, había leído la
noche anterior: «Los libros hacen libre a
quien los quiere bien».
No era muy largo aquel trozo de calle y desembocaba
en una más ancha, atosigada de coches aparcados, casi amontonados a ambos
lados. Parece que ahí empezaba San Juan
Bosco y me encontraba ─ya─ en la trasera de Santa María la Mayor. Una oquedad
en el edificio de la derecha permitía el paso de los automóviles ─arriesgados
ellos─ hacia la plaza de la Duquesa de Parcent.
Aún llovía y las piedras del suelo
relucían más. El tañido único de la campana de la iglesia parroquial me
sobresaltó; fue una sacudida pulmonar y vibrante, lo sentí por dentro. Quedé muy
quieto, mirado las piedras de siglos a la izquierda. Fui girando, muy poco a
poco, mi cabeza hacia la derecha; allí me espiaba otro busto de alto pedestal:
Pedro Pérez-Clotet. Viejo ─y olvidado─
amigo de mis jóvenes lecturas poéticas.
Los árboles, suspensos en el oro
de su propio temblor, vuelan, deliran,
y a su sombra se ordena, vacilante,
toda la piedra azul de la mañana.
Mañana rumorosa de colmenas
doradas, de anchos mares esculpidos,
que
te enciende, montaña, que te afirma, […]
También estudió en los jesuitas de El
Puerto, en San Luis Gonzaga; repleto de todos los espíritus: Juan Ramón Jiménez, Villalón, Alberti, Muñoz-Seca… Después, en Sevilla, fue alumno de Pedro Salinas y compañero de Cernuda.
Ahora solo caían algunas desperdigadas gotas
de lluvia, dudé sobre si cerrar el pequeño paraguas. No lo hice. Miré de nuevo a
los ojos de piedra:
Porque sí, porque cada mirlo
lleva su azul y tierna
primavera en el pico.
Porque sí, porque cada viento
levanta olas de humo
en la lluvia de enero.
Porque sí, porque cada estrella
trae su noche prendida
en su temblor de seda.
Porque sí,
la
razón más cierta.
Me faltaban unos pocos metros para
llegar a la plaza de la Duquesa, doblé el cuerpo para una última mirada; plegué
el paraguas.
Ahora volví a escuchar otro tañido que
rebotó, también, en mis pulmones.
Ignacio
Pérez Blanquer
Académico
de Santa Cecilia
Precioso, encantador, comunica todo el embrujo que tiene Ronda cuando se pasea por allí a solas. Muchas gracias.
ResponderEliminarMuy bonito, parece una continuación de la serie 'Paseando con un poeta' que publicó hace tiempo, es una forma distinta y atractiva de ver Ronda, muy original.
ResponderEliminarNadie como tú, querido Ignacio, para describir el encanto de esas calles angostas y bellas de "la ciudad"
ResponderEliminarAgradezco haber paseado por ellas con Lely y contigo. Creo que desde ahora las voy a mirar con otros ojos.
Gracias
¡Cuánto me alegro que te guste!
EliminarEn realidad este pequeño escrito está dedicado a ti, a tu hospitalidad y a tu cariño con nosotros.
Aunque sabes que conocíamos Ronda desde hace mucho tiempo este paseo en tu compañía ha sido mucho más enriquecedor y grato (también he de mencionar ─y admirar─ tu destreza conduciendo por las empinadas y estrechas calles).
Quiero expresarte, de igual modo, el placer que hemos tenido de compartir unos estupendos ratos con Carmen y Antonio y con Juan Luis y su esposa.
Un fuerte, muy fuerte, abrazo para todos.
Precioso. No cabe duda, es Ronda. La bella, la que embruja, la que estremece ante el abismo de su tajo. Sus calles, sus iglesias, sus conventos, su plaza de toros... Pero sobretodo, el gozo de haberla disfrutado.
ResponderEliminarIgnacio, tu escrito no habla de Ronda. Es Ronda.
Profe, no sé si en literatura existe el impresionismo, pero si existe es usted un gran maestro del mismo, un Manet o un Degas, no se puede lograr más con solo cuatro pinceladas.
ResponderEliminarEnhorabuena como siempre.