LA MUSICALIDAD DE LA PINTURA (Capítulo 9º de 11)
Este bodegón del Museo del Prado es el más exuberante y complejo de los que el artista pintó por la cantidad de elementos que lo integran, si lo comparamos, por ejemplo, con el Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino del Museo de San Diego o con el Bodegón con cardo y zanahorias del Museo de Bellas Artes de Granada. En todos ellos, las formas y los colores se interrelacionan de manera muy delicada consiguiendo una gran plasticidad y el realismo que pretende. La forma de distribuir en primer plano los rábanos y las zanahorias da profundidad a la escena y crea el ilusionismo y la veracidad de lo pintado.
La manera en la que penden algunos productos vegetales y animales de la parte invisible anterior de la ventana, colgados mediante una cuerda, hace pensar en la estructura de un pentagrama musical, en el que se inscriben estos productos como notas de distinta duración. En este caso, los comestibles aparecen agrupados, ascendente y descendentemente como si de una melodía se tratara, a base de dosillos, tresillos o seisillos bien individualizados. El cardo, colocado en el lado derecho, se curva y cierra el ritmo de la composición, sirviendo de contrapunto a la caña recta situada en diagonal en el lado contrario, en la que están dispuestos seis gorrioncillos ensartados. En sentido figurado ambos elementos podrían ser las líneas de división de un compás en el que se distribuyen las notas que lo integran. Su simplicidad y limpieza me sugiere una composición de Federico Mompou, “Secreto”, de sus Impresiones Íntimas.
Los bodegones de Sánchez Cotán reflejan bien la severidad del bodegón español y la austeridad del propio personaje que en 1603, con cuarenta y tres años, profesó en Granada como hermano lego cartujo, desprendiéndose, al igual que en sus bodegones, de todo lo superficial. Desde entonces sólo realizará escenas religiosas frente a estas obras, que aunque austeras, representan los placeres de la comida.
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