ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (94)


NAVIDAD
         Las bombillas parpadearon a la caída de la noche, despidiendo un halo de luz tenue y vacilante, cuando la primera ráfaga de viento azotó la iluminación callejera. La ciudad estaba extrañamente vacía. Parecía que todos hubieran corrido a refugiarse o a esconderse en sus casas. Cualquier vestigio de alegría había desaparecido. Las puertas y las ventanas cerradas apenas dejaban traspasar el abatimiento que reinaba dentro. Nadie hablaba, nadie reía. Había caído con la noche el más espeso de los silencios.

         La ribera aparecía envuelta en una sombra espesa y húmeda. El viento apagaba el rumor del agua. La desolación de la noche no tenía ni siquiera el alivio de la luna, que permanecía oculta tras gruesas nubes negras. Se alcanzaba a oír en la distancia el crujido de los cascos de los barcos, que esparcía un lamento fantasmal por el cantil del muelle cercano.

         En aquella noche tormentosa se habían conjurado todos los presagios. Circulaban por las calles desérticas con la conciencia vagarosa de la muerte. Asomaban su hocico lobuno por los rincones oscuros, cercaban a los habitantes espantados mostrándoles sus colmillos afilados y amenazadores. Los silencios comunicaban todos los miedos, las miradas reflejaban el horror y la desesperanza. Los aparatos de televisión repetían mensajes tranquilizadores. No debe cundir el pánico. El gobierno tiene la situación bajo control. Ninguno les prestaba atención. Nadie los oía, ni tampoco los creía.

         Las horas fueron pasando con la lentitud matemática de las mareas cuando lamen poco a poco las orillas. Casi a medianoche, las nubes se descorrieron en el cielo como una cortina gruesa y dejaron asomar una estrella solitaria y rutilante. El viento se calmó de repente, de una forma extraña. Todos aguzaron el oído en la dirección de donde soplaba para seguir su rastro, pero sólo alcanzaron a percibir el rumor de la noche serena. La paz parecía haber retornado. Las pantallas de los televisores se apagaron de repente.

         En el quicio de la madrugada se escuchó una voz lejana en un ángulo impreciso de la ciudad. Todos esperaban. Todos ansiaban en silencio. La voz, acompañada de música, se fue haciendo por momentos más audible en medio de una expectación creciente. Ahora se distinguía bien: era un villancico. Un villancico que hablaba de amor y bien, dulces palabras que se extendieron como un bálsamo por las almas doloridas de los habitantes.

         Alguien, al fin, se atrevió a abrir la puerta y a salir a la calle. Poco a poco le siguieron otros. Los rostros despavoridos de hacía apenas unas horas dejaban ahora asomar una sonrisa resplandeciente. Se unieron muchos, miles. Marcharon juntos hacia el lugar que señalaba la estrella y donde cantaban los ángeles. Las calles se llenaron de nuevo de alegría. Había triunfado la esperanza.
Juan José Iglesias Rodríguez
Académico de Santa Cecilia

Comentarios

  1. Gracias por el mensaje navideño que entre metáfora y metáfora nos invita a la esperanza.

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