Vino y embriagueces
famosas de la Antigüedad
Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria y
Académico de Sta. Cecilia.
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La domesticación de la vid silvestre y
la transformación del zumo de la uva en vino ha sido uno de los logros más
importantes y duraderos de las sociedades próximo-orientales y mediterráneas.
Más de cuatro mil años de consumo. Ha sido la bebida dilecta de dioses, de
reyes, sacerdotes, héroes, de amigos y de orgías desenfrenadas. Lo reflejan los
textos de esas épocas y una abundante iconografía
oriental, griega y romana, donde su ingesta fue común en liturgias religiosas,
funerarias y sociales. En las religiones sirvió de inductor de estados
alterados de conciencia para la realización de algunos rituales. Pero su exceso
ha sido motivo de juicios, de consejos, de debates éticos y de normas morales. ¿Quién
no recuerda alguna borrachera que mencionamos como anécdota graciosa, que
provoca la risa, o en otros casos desagradable y con resultados trágicos, que
provoca el llanto?. En la antigüedad también se narraron sus consecuencias
desgraciadas y poco dignas. Algunas han llegado a nosotros.
La bebida forma parte de rituales
ancestrales, de los milenios IV y III a.C. en Mesopotamia, relacionados con los religiosos y funerarios. En el Poema de la Creación, o Enuma Elis, precedente del Génesis bíblico, tras la creación del
mundo y la del hombre, los dioses lo celebraron mediante un banquete donde se
sentaron en amplios sillones y cogieron sus grandes copas de vinos Estas
celebraciones terminaban fatalmente en una borrachera colectiva. Y así fue
recogido en numerosos textos e iconografías.
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Un
texto de la ciudad de Ugarit, del siglo XIII a.de C, nos cuenta lo que sucedió
en un banquete de familias divinas y la
catalepsia etílica del dios El –Ilû-, el
padre de los dioses ugaríticos. Se trata, pues, de la ebriedad vergonzante del dios
supremo de Ugarit, relacionado con las deidades fenicias y el dios bíblico. Es
la historia de un dios embriagado durante un festín en su palacio –Ilû está sentado en su sala de fiestas /
está Ilû bebiendo vino hasta hartarse”-, que pierde la razón por el consumo
excesivo de vino y se ridiculiza ante los dioses invitados. El texto los
describe entregados al consumo desenfrenado del vino que acaba con el dios
supremo tirado por el suelo, sueltos sus esfínteres, y revolcándose entre sus
propias heces, mientras que el dios Yarhu se presta a hacer de bufón. Sus ayudantes,
compadecidos, lo llevan ante las diosas Anat, su mujer, y Ashtarté, su hija,
que van en busca del remedio que le vuelva la razón perdida con el vino.
Consistía en poner sobre la frente del beodo pelo de perro y en su cabeza,
garganta y ombligo zumo de olivas tempranas. Una imagen muy humanizada del
padre de los dioses que ha perdido la razón y la vergüenza por ese pecado
humano de la desmesura. Pero lo que se cuestiona es el tema trascendente de la
dignidad del dios supremo ugarítico, perdida por la ebriedad y el descontrol.
Humano, demasiado humano, como dijo Nitzsche.
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Otro exceso de alcohol fue el de Noé
–Génesis 9-, el elegido de Yahveh como salvador de la humanidad, a quien le
encargó la construcción de un arca que albergara a él, a su familia y a una
pareja de animales de cada especie para su salvación, tras el castigo de Dios para
la destrucción de la humanidad corrompida, mediante un diluvio destructivo.
Transcurrieron los días, terminó el castigo, y Noé y sus hijos salieron del
arca, propagándose por la tierra, tras la alianza restablecida entre Dios y la
humanidad para su reproducción. Relata la Biblia que “Noé, labrador, comenzó a plantar viña; y, bebiendo del vino, se
embriagó y se quedó desnudo en medio de su tienda”. Al verlo de este modo
su hijo Cam, llamó a sus hermanos Sem y Jafet, quienes de inmediato lo
cubrieron con un manto y con sus rostros vueltos hacia atrás, para ocultar las
vergüenzas paternas. Cuando despertó Noé de su embriaguez, y sabiendo lo
ocurrido, maldijo a Cam, quien lo vio desnudo, destinándole a la esclavitud. El
descubrimiento del vino por Noé es un acto civilizador, tras el castigo divino
del diluvio y el renacer de la vida. Pero la bebida desmedida, su pérdida del
sentido y de la conciencia y su desnudez contemplada por su hijo, como un acto
impúdico y pecaminoso, es lo que conllevó la maldición del padre. Padre e hijo
son culpables: Noé por la embriaguez y la pérdida de su conciencia como persona
a causa del vino, y el hijo por la contemplación de su padre desnudo, una
vergüenza sentida desde Adán y Eva y el Pecado Original.
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En el canto IX de la Odisea, Ulises
llega, a la tierra de los cíclopes, los que viven sin leyes, no labran la
tierra, ni tienen ágoras ni legisladores y habitan en profundas cuevas. Así los
describió Homero: “…Desde allí, con dolor
en el alma, seguimos bogando / hasta dar en la tierra que habitan los fieros
cíclopes,/ unos seres sin ley. Confiando en los dioses eternos, / nada siembran
ni plantan, no labran los campos, mas todo / viene allí a germinar sin labor ni
siembra” (IX,105-115). Es decir, un mundo incivilizado, desconocedor de la
ciudad, sus normas y su forma organizada de vida, del vino y su uso en las
funciones religiosas y sociales civilizadas, como se deduce del mundo micénico
complejo que describió Homero y la refinada ciudad de Troya. Allí, apartado de
los demás, vivía Polifemo, un ser monstruoso, salvaje, solitario, quien retuvo
en su cueva a Ulises y a doce de sus mejores compañeros. Homero narra
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que“…Era dueño del antro, un varón monstruoso;
pacía / sus ganados aparte, sin trato con otros cíclopes, y guardaba en su gran
soledad una mente perversa / Aquel monstruo causaba estupor, porque no parecía
/ ser humano que vive de pan” (IX 187-191). Como la historia es conocida,
abordo lo esencial. Ulises se sirve del vino rojo, regalo de Marón, hijo de un
sacerdote de Apolo, después de mucho sufrimiento para salir de la cueva,
cerrada con una gigantesca losa. Ulises sabe que el vino adormece y anula la
razón. Y lo ofreció al cíclope que bebió sin medida, aprovechando ese momento
para hincarle la punta aguzada de un tronco de árbol, ardiendo, en su único ojo
y dejarlo ciego. El vino y la embriaguez empleados como artimaña y con astucia
para domeñar al enemigo invencible, tosco y perverso. La historia de la
civilización, la barbarie y el vino.
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Su exceso conduce también a muertes
absurdas y a la pesadumbre. Fue el caso de Alejandro Magno. Nos cuentan Séneca,
Plinio el Viejo y sobre todo Arriano, quien dispuso de fuentes muy directas,
como la de Ptolomeo, general de Alejandro, y la de Nearco, de su círculo
íntimo, la muerte de Clito, su amigo desde la niñez. Arriano narra que, tras el
incendio de Persépolis, seguido de una fiesta “…el consumo del vino se prolongó más de lo acostumbrado, porque
Alejandro había adoptado varias innovaciones en sus hábitos, incluso a lo que
se refiere a la bebida, imitando a los extranjeros, y en medio del jolgorio
se
planteó la discusión de los Dióscuros –Cástor y Polux- y algunos…por halagar a Alejandro sostenían…que no eran dignos de
compararse con él.” Clito no
permitió la ofensa a los mellizos divinos, ni sus hazañas las consideraba
tan maravillosas ni le parecía bien la imitación de los reyes extranjeros. Y
para colmo, alabó las gestas de Filipo, colocándolo en un peldaño más alto que
a Alejandro. Desaliñado, y con la cara roja por el vino, Alejandro se puso en
pié tambaleándose, y empuñando una espada atravesó el pecho de su amigo Clito, que le había salvado la vida
en la cruenta batalla del río Gránico, junto al mar de Mármara. Sereno y
consciente, lamentó su muerte, lloró sin
consuelo, se negó a comer y prometió dejar la bebida para siempre. Efímera
promesa pues, tras los funerales, volvió a beber perdiendo el sentido.
Paradójicamente, aunque no fuera la causa real de su muerte – ocurrida en el
323 a.C,, en Babilonia-, narra Aristóbulo que, días después de haber
participado en un banquete, “le dio una
fiebre ardiente con delirio, y que teniendo una gran sed bebió vino, de lo que
le resultó ponerse frenético, y morir en el día 30 del mes de desio” –entre
mayo y junio. Una historia fatídica que marcó negativamente la vida ejemplar
del soldado y estratega más grande del mundo antiguo. Por ello es tan recordado
este desgraciado banquete y sus consecuencias de muerte.
Son unos ejemplos de embriagueces
pedagógicas, sobre las que filósofos y poetas comentaron y opinaron. Los textos
bíblicos contienen numerosas citas que nos previenen de su exceso. Clemente de
Alejandría vio en la de Noé la advertencia de que nos guardemos de ella por sus
desagradables consecuencias familiares. Y Homero reclama de los jóvenes
moderación para evitar la violencia. Como filósofo, Platón razona que el vino
en exceso es negativo, pues resalta lo irracional del hombre y bloquea el
intelecto, su esencialidad. De modo similar se expresa el poeta Horacio,
exhortando a la bebida con moderación. Y como médico, Mnesíteo proclama que el
vino no es malo en sí mismo, pero advierte de su exceso. Lo resume Apuleyo: “…la primera copa es para aplacar la sed; la
segunda, para la alegría; la tercera, para el placer; la cuarta, para la
locura”. En tanto, Ovidio se asombra de cómo algo saludable y civilizador,
el vino, puede transformarse en barbarie y locura. Es el parecer del filósofo
cordobés Seneca, quien afirma que los efectos de la embriaguez conducen al
hombre a un estado lamentable y ridículo. Y recuerda en una de sus epístolas el
caso de Alejandro de Macedonia, quien “cuando
reconoció su crimen quiso morir y, sin duda, debió hacerlo”. Lo mismo opina
Plinio el Viejo con estas palabras: “Antes
de beber vino, rey, acuérdate de que tu bebes la sangre de la tierra; la cicuta
es un veneno pare el hombre, el vino para la cicuta”. Quizás todo ello lo compendie,
sucintamente, el Eclesiástico bíblico, cuando en el capítulo de los banquetes
dice: “Con el vino no te hagas el
valiente / pues el mosto ha perdido a muchos”.
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(El Puerto de Santa María, 2 de
noviembre de 2015)
Artículo 8 (viernes 13 de noviembre):
“La ciudad que guarda
los muertos del Castillo de Doña Blanca”
Me ha parecido un artículo extraordinario... Muy interesante. Me ha encantado
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