21.FENICIOS, TARTESIOS Y GRIEGOS EN OCCIDENTE
Navegando con
Estrabón desde Gades a Hispalis
Diego Ruiz Mata / Catedrático de
Prehistoria / Académico de Santa Cecilia
Al
profesor, al maestro, José María Blázquez, y sobre todo al amigo,
que
duerme tranquilo en el Bosque Sagrado de los mitos.
Cuando la travesía emprendas hacia Ítaca
pide que sea largo tu camino
lleno de aventuras, pleno de saberes.
C. Cavafis, Ítaca,
1911.
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Ese aire
reverencial es lo que sentimos navegando hacia el templo de Melqart, alzado en
el islote de Sancti Petri, imponente y solemne, no por la acumulación de las
labradas piedras de sus muros, sino por la majestad que desprende el lugar
donde el dios habita en su casa. Y de allí nos dirigimos hacia el recinto
fortificado que se levanta junto al río Iro, en su paso por Chiclana, para
descansar, planear el viaje y pasar la noche. Estrabón está complacido, y
nosotros también, y Plinio, Mela, Posidonio, Avieno, Artemidoro, Ferécides y
otros amigos que nos acompañan. Pues hemos decidido navegar hasta Spal todos
juntos, sin tiempo que nos una o nos separe, viendo lo que haya que ver, sea
fenicio romano o tartésico. Es lo que nos ha propuesto Estrabón. Y tiene razón.
Se trata de llegar al corazón de los recuerdos. Y para ello nos reunimos los
amigos de muchos tiempos y de muchas historias y lugares. Conversando y
durmiendo poco por la curiosidad y excitación de lo que nos aguarda, pasó
tranquila la noche. Es hora de navegar y lo hacemos hacia el islote del dios
que protege a los fenicios de Tiro y a todos los que navegan hacia el Atlántico
lejano.
El sol clarea
a las espaldas del templo de Melqart-Hercules y una luz, todavía difuminada,
muestra, borrosas, las columnas doradas con capiteles con árboles de la vida
que guardan sus dos poderosas puertas de láminas de bronce, con primorosos
grabados de los trabajos de Heracles, e ilumina los muros oscuros de sillares
escuadrados y el altar del patio, con los rescoldos humeantes de unos rituales
ayer realizados. A la hora convenida, ha llegado el marinero que conoce bien
los caminos marinos y nos va a llevar en su barquito de vela. Nos quedan muchas
millas, paradas en templos y ciudades, para llegar con luz de la tarde al
puerto de Spal. Estrabón está muy impaciente, y pese a que ha escrito tanto y
con tan primorosos detalles la zona
entera, basado en los libros y las vivencias de otros, nunca ha estado en
Iberia, ni en Gades ni en Hispalis ni en ningún lugar de Occidente. Es su
primer viaje y el nuestro en barco también. Y Estamos impacientes por ver los
lugares y gentes que describe, ya sean fenicios, indígenas o romanos con su
libro de Geografía en las manos, por fijarnos en sus ojos curiosos y muy
abiertos y escuchar los comentarios de lo que tanto escribió sin haberlo visto.
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A poco de
partir del puerto del templo, y con el mar iluminado, avistamos el islote no
muy alto de San Fernando, o la antigua Isla de León. Todavía ni la naturaleza
ni el hombre lo han soldado por completo con los gaditanos, pero se advierten
las garras de tierras que quieren aunarlos. Se ven pocas casas y mucho ajetreo
en el comienzo de la jornada. Nos dice
un marinero que es una isla muy activa, una zona de industrias desde tiempos
muy antiguos fenicios. Nos acercamos y
observamos montañas de sal, las eras y los muros que las separan y los regueros
y canalillos de agua que vienen desde el mar. Escribe y observa Estrabón. Son
unas prósperas salinas de las muchas que se hallan esparcidas en la Bahía,
necesarias para la pesca y la industria conservera, y para la vida. En otro
lugar se alzan los hornos de barro, con sus panzas llenas de vasos de arcillas
que se van a cocer y fortalecer, y los alfareros modelando en sus ruedas
vajillas de uso diario, de almacenaje, figurillas de terracota para ofrendas a
los dioses y multitud de ánforas, que servirán para el transporte a lugares
distantes de las salazones de pescado. Avieno mira con asombro esas bovedillas
de barro y escucha el eco de risas y de voces. Y en otro lugar, junto al agua
que se mueve perezosa, montones de cañaillas –o murex en su nombre científico-
de las que se obtiene la púrpura, ese colorante muy lucrativo que los fenicios
usaban para colorear sus tejidos desde los tiempos de Homero en Tiro o en
Sidón. Artemidoros escribe todo en su
soporte recién hecho de papiro, mientras nos vamos alejando, por entre las
calles de agua marina.
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El chapoteo
de los remos y el empuje ligero del viento contra la vela hinchada, nos acerca
a las blancas casas de Gadir, a las de los fenicios, regresando atrás en el
tiempo. En verdad son dos islas y dos torres albarranas de roca que se adentran
en el mar, que dejan paso al puerto. Las islitas tienen nombre, Eritea y
Cotinusa, una es más pequeña y otra mayor y alargada. Y Ferécides recuerda un
mito en el que cuenta que aquí vivió Gerion y guardaba los bueyes que robó
Hércules. Estrabón nos informa de la fundación de esta ciudad, tras dos
intentos previos y su relación con la guerra trágica troyana. Y pese a su
ilustre pasado, la ciudad es muy pequeña. Lo fue en sus tiempos fenicios y así
continuó en sus épocas romanas. Al bajar
de la nave, y en una taberna del puerto, nos dicen con orgullo que sus
habitantes son los que navegan más y en mayores y mejores naves, surcando las
aguas mediterráneas y atlánticas, que la mayoría de los gaditanos viven en el
mar, que muy pocos residen en sus casas y muchos habitan en la tierra de
enfrente o en la isla cercana de León. Pero los Balbos, una familia poderosa y
con ambiciones de hacer carrera política y efectuar pingües negocios, ampliaron
la ciudad y construyeron en la costa de enfrente el Puerto Gaditano. Y Atenodoro pregunta sobre
todos los detalles de esta historia gaditana tan peculiar. Pero si no es densa
su área habitada, emana una religiosidad evidente. Es una isla sagrada, un espacio escueto y simbólico,
un lugar de referencia para el viajero piadoso. Filostrato, que está muy
emocionado, nos dice que a Apolonio de Tiana, que había visitado Cádiz hace
unos años,le narró que navegó hasta Gadira, acompañado de sus alumnos, por la
fama que tenían sus filósofos que habían progresado en el estudio de lo divino
y que, alllegar encontraron a gente exageradamente dedicada a la religión, de
modo que habíaaltares a la Vejez, a la Muerte, a la que entonaban himnos como
misereres, y que vieron también árboles muy extraños que llamaban los
“gerioneos” y destilaban sangre, y otros de los que manaban oro. Al escuchar estas historias, quedamos perplejos, y nos dirigimos a la
ciudad. Había allí, en efecto, un templo de Astarté, otros dos de Heracles, el
tebano y el egipcio, y muchas tumbas de gentes y sacerdotes ilustres que se
veneraban. Gadira es una ciudad extraña, iluminada y protegida por los
dioses, sobre una isla sagrada.
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Ayudados por
el viento, cortábamos con el timón las olas lentas, que dejaban amplias playas
de arena. Y muchos se preguntaron qué sucede en este mar, que tan pronto llega
a la costa y después huye, se retira desmesuradamente. Posidonio, de curiosidad
incansable, se propuso estudiar, más adelante y con tiempo, este extraño
fenómeno que origina las mareas. Prometió volver a estas tierras. En tanto,
observábamos la costa en la que se desplegaban, salpicadas, pequeñas industrias
dedicadas a actividades de la pesca y a su producción pequeña que envasan en
ánforas que se ven apiladas para llevarlas al interior o a ciudades de otros
mares.
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Impresiona el lugar, el silencio el ir y venir de las olas hacia esta pequeña
isla recoleta. Depositamos una modesta ofrenda, y dirigimos la proa hacia el
otro cabo, el de occidente, donde se halla otro templo muy antiguo dedicado a
Astarté, en el lugar donde mucho más tarde se alzaría el santuario de El Rocío.
Y los que navegábamos, en silencio y con los ojos muy abiertos, pensamos al
unísono, sin hablarnos, que no era una casualidad que dos diosas marinas, pero
también del amor y de la guerra, guardasen con celo la entrada a un lugar
paradisiaco y rico que conducía a la abundancia de tierras y de metales. Y como
pasa el tiempo y queremos llegar al puerto de Spal antes de la puesta del sol, navegamos
por las olas tranquilas del estuario, al ritmo que la retina permita retener
grabadas los paisajes y ciudades que aparecían a nuestro encuentro.
Estrabón
saca, de su bolsa de cuero, un texto que hace tiempo había leído y que sentía
enorme curiosidad por ver de nuevo. Habla de un lugar, la Turdetania, maravillosamente
fértil, productora de todas clases de frutos y en abundancia, y por ello
intensamente poblado. Y le resulta curioso como en estas costas se advierten
frecuentes y profundas escotaduras, abras marinas o esteros, que penetran, como
cuchillos, al interior de la tierra, y por donde los barcos navegan en la
pleamar, quedando varados cuando bajan las aguas. Son como ríos, pero no lo son.
En realidad son aguas híbridas, saladas y dulces, navegables cuando el mar se
levanta y peligrosas cuando se retira, quedando los barcos despistados sobre un
lecho seco. Nos dice un marino, que nos acompaña, y que es de Ébora, que los
animales que pacen en los islotes, y no pasan los esteros antes de la pleamar,
quedan atrapados y aislados. Y los toros, ya acostumbrados a estos vaivenes,
esperan pacientes a que termine el reflujo para volver a tierra firme. Los
viajeros quedan impresionados por estos hechos. Pero sobre todo por la riqueza
del lugar y el tráfico de barcos cargados de mercancías. Se exporta vino,
trigo, aceite, de calidad insuperable, cera, miel, pez, metales de cobre, de
oro y de plata, y mil cosas más que no se pueden enumerar.
Y tal son las
riquezas del lugar, y que los esteros sirven lo mismo que los ríos, que la
acumulación de ciudades es muy abundante en sus márgenes. Dicen que doscientas.
Navegamos con tranquilidad y tomando anotaciones. En un estero profundo se alza
Asta –Mesas de Asta-, en cuyo fondo se percibe, como un gigante, la Sierra de Gibalbín,
otro lugar habitado de antiguo y que deja ver sus poderosas murallas. Asta es
una ciudad grande y esplendorosa, de origen fenicio, que muestra con orgullo
sus temibles murallas, y junto al estero su puerto, bullicioso y con barcos que
cargan y descargan. Y muy cerca Nabrissa –Lebrija-, a la que decidimos visitar
y comer allí alguna cosa.
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Navegando, a
ritmo pausado, siempre atentos ante tantas maravillas, llegamos a Caura, en un
altozano a la orilla del río. Es Marynos de Tiros quien nos lo advierte y
supone, según había leído en textos antiguos, que se trata del Mons Cassius. La
ciudad, de casas bajas muy blancas, se extiende sobre una pequeña elevación de
no más de 20 metros de altura, calculamos a simple vista, y en uno de sus lados
vemos cuatro barcos con sus anclas de piedra, mecidos tranquilos en un pequeño
puerto. Un marinero extranjero nos dice que en un barrio próximo se alza un
templo, dedicado a Baal o a Astarté –no lo sabe bien. Y nos acercamos. Entre
las casas, se alza, en efecto, un templo rectangular, cuyo eje se orienta a la
salida del sol el día del solsticio de verano. Ese día es de fiesta. Al
levantarse el sol, sus rayos entran por el centro de la puerta, como en línea
recta, hasta la pared de su cabecera. Su interior es blanco y su suelo de
arcilla de rojo violáceo, con bancos de piedra y de adobe apoyados en sus
paredes, y en el centro un altar muy bajo en forma de lingote de cobre o de piel
de toro, ennegrecido por los rituales con fuego que en él se efectúan. Y con
respeto dejamos una ofrenda en una de sus capillas. Nos fuimos en silencio
hacia el puerto.
Ya estamos
muy cerca de Spal, el final de la navegación. Quedan muy poco tiempo para que
el sol se retire a descansar y la ciudad se cubra de tinieblas, o de las
espesas brumas que emanan por la noche de las aguas y fangos de los marjales en
los que la ciudad se erige. Estamos contentos, se ha aprovechado el día y
deseamos llegar a la colina esplendorosa donde se extiende el espacio divino de
Astarté, para depositar otra ofrenda y navegar hasta Spal. El viajero que llega
a estas tierras debe visitar primero la casa-templo de Astarté, por piedad y
para agradecerle haber llegado sin grandes peligros de países tan lejanos con
su protección.
Nos
aproximamos al puerto del centro de culto de Astarté, repleto de barcos
anclados y de peregrinos. Del puerto a la entrada del recinto sagrado hay que
subir una cuesta liviana, que el ansia por llegar la hace aún más ligera. La
puerta está abierta y entramos. Pese a la muchedumbre, no se oyen más que inaudibles susurros que no se
entienden. Recorrimos por entre las calles de las viviendas de los sacerdotes y
servidores del templo. Al fondo, las paredes densas pintadas de blanco que
ciñen el espacio sacro. Nos acercamos en grupo al patio de tierra y después a
un patio de conchas de moluscos marinos, un suelo mágico y santo, que precedía
al templo y estancias para su servicio, separados por otro pequeño patio
abierto. La puerta del templo, abierta, nos permitió ver sus paredes decoradas
de cuadrados rojos y de negros, los bancos pintados también y un altar de piel
de toro sobre el suelo. Todo era silencio. Y en una hornacina pudimos ver a
Astarté, desnuda, con los brazos doblados y acogiéndonos, sentada en un amplio
sillón y los pies sobre un escabel elaborado, con una inscripción que decía,
según leímos en lengua semita, que Baaljaton y su hermano Abdibaal, hijos de
Dommelek, agradecían a la diosa haber oído sus plegarias. Lo que se repetía,
con otros nombres, una y otra vez en muchas ofrendas a la diosa.
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Emocionados,
ante recinto tan monumental y la devoción a la diosa, nos fuimos al puerto. El
sol se ocultaba tras la ciudad de Spal, las sombras oscuras apenas nos dejaban
distinguir sus viviendas. Sabíamos que teníamos que volver a la ciudad. Pero
había que llegar al puerto, pues nos esperaba un comerciante fenicio de Arvad,
de nombre Itobaal, residente en la ciudad desde hacía unos años y que nos
acogía en su casa. Lo que pudimos ver, en el velo opaco de la noche, que Spal
es una Venecia muy antigua, con canalillos de agua que separan sus viviendas.
Había que
navegar otra vez, hacer más lento en el camino, como nos había aconsejado el
poeta Cavafis, preguntar a marinos, comerciantes, pescadores, labradores y
sacerdotes sobre todo lo que habíamos anotado con prisas y teníamos curiosidad.
Así lo hemos decidido Estrabón, Ferécides, Homero, Artemidoros, Posidonio,
Asclepiades, Plinio, Mela, Tolomeo, Marynos, y yo mismo. Es lo que haremos en
los próximos viajes .La próxima vez vendrá José María Blázquez con nosotros
desde el Bosque sagrado donde duerme.
P/D. Querido
poeta Cavafis: No hemos navegado a Ítaca, ese pequeño lugar griego donde Odiseo
reina junto a su amada Penélope, sino al otro lado del mundo, al confín
occidental, más allá de las Columnas de Hércules, donde se pierde en la
inmensidad de un mar gris, el camino tampoco ha sido largo, más bien corto,
placentero y sin peligros ni aventuras, pero hemos aprendido a conocer una
tierra, una cultura y mucho de su gente sencilla y de sus sacerdotes. No ha
sido todo tan distinto a lo que tus versos nos llamaban. Te prometemos que volveremos
todos juntos una y mil veces en busca de sabiduría. Han quedado muchas
curiosidades insatisfechas, muchas preguntas sin respuestas. Pero hemos
comprendido que, si se viaja con los ojos muy abiertos y con el corazón
dispuesto, siempre se aprende. Es la
esencia de la vida. Gracias, poeta.
Modesto homenaje a un personaje grande: José María Blázquez Martínez, internacionalmente conocido y apreciado,catedrático de Historia Antigua en las universidades de Salamanca y Complutense de Madrid, director durante muchos años del Instituto “Rodrigo Caro” del CSIC, y desde 1987 Académico Numerario de la RAH.
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