KATCHI. Primer Premio del II CERTAMEN LITERARIO "DOS HERMANAS DIVERTIDA "Relato de Blanca Cabañas Fernández
El leve contoneo de la cola de Katchi me
despertó de mi ensimismamiento. Retiré la vista de aquella hoja en blanco que
intentaba rellenar con palabras vacías y me acerqué a su terrario. Katchi yacía
inmóvil, inexpresiva, impasible. Me la habían regalado ese año por mi decimosexto
cumpleaños. Toda mi vida había querido tener una iguana y ahora que la tenía me
parecía de lo más aburrida. Cogí unas hojas de col rizada y las dejé caer en el
interior del recipiente. Ella ni se inmutó. Me deslicé usando las ruedas de mi
silla de estudio y volví a postrarme frente al escritorio. La hoja en blanco
parecía devolverme la mirada. Esa mañana la profesora de Valores éticos nos
había mandado una reflexión a entregar el lunes sobre algo que hubiéramos
aprendido de nuestra mascota. Todo el mundo suele tener un perro o un gato que
pueden enseñarte el valor de ser leal o independiente, en cada caso. Sin
embargo, Katchi era un ser imperturbable que comía champiñones bajo el calor de
una bombilla. No se me ocurría, en ese momento, peor castigo que tener que
escribir sobre ella. Aún me quedaba todo el fin de semana por delante para
pensar qué inventarme, así que cerré el cuaderno y con él mi agonía.
Bajé
las escaleras a toda velocidad, cogí un par de galletas de chocolate, me puse
el chaquetón azul que tanto me gustaba y me amoldé el pelo como pude. Si había
algo que detestara de mí, era mi pelo. Por más que lo peinara siempre volvía a
su forma original. Su actividad y la de Katchi eran totalmente contrapuestas.
Hasta mi pelo era más activo. Quitando esa traba me consideraba un chico de lo
más normal. Cursaba 4º de la ESO, me gustaban los videojuegos y montar en bici.
Todos los fines de semana me sentía protagonista de cualquier aventura
conduciendo mi mountain bike, Ray
¡No llegues tarde, Daniel! – gritó mamá
desde la ventana, aunque yo sólo podía oír ya la brisa en mis oídos.
Mis
pies pedaleaban a toda velocidad. Sentía el aire fresco en mi rostro y mi pelo golpeando
contra mi frente. La bicicleta me proporcionaba esa libertad que me arrebataba,
a su vez, vivir a las afueras de la gran ciudad. Lo único bueno que tenía era
el bosque. Un terreno frondoso poblado de árboles recorría los confines del pueblo,
que apenas rozaba los dos mil habitantes. Me encantaba perderme por sus
senderos, descubrir todos sus rincones y apreciar la majestuosa naturaleza a mi
alcance.
Sebastián me sonrió desde el jardín, montó en su bici y me siguió. Llegó a mi instituto el año pasado y desde entonces siempre se sentaba a mi lado en todas las clases. Al principio, recuerdo que no me pareció muy hablador. Tardé varios días en saber cómo se llamaba, pero el verano pasado nos hicimos inseparables. Descubrí que bajo ese silencio se escondía un chico denodado e intrépido. Era alucinante verlo conducir su mountain bike. Temerario se quedaba corto. Siempre se reía cuando llamaba a mi bici Ray. Nunca entendí como podía ver algo debajo de ese flequillo rubio que siempre le cubría la frente. Y con el tiempo, aprendí a aceptar que tenía la gorra pegada al pelo, pues no recuerdo haberlo visto nunca sin ella. Creo que en su anterior instituto solían burlarse del tamaño de su cabeza y por ello siempre intentaba ocultarla. La verdad es que era un poco grande, pero a mí me daba igual. Tenía muchísimas otras cosas buenas, como la mejor casa del barrio y una bici más ligera que la mía, lo que le hacía ser más veloz. También, era un buen amigo.
Pedaleamos hasta donde el bosque era más denso y los senderos se estrechaban. Nos estábamos aproximando al río cuando algo entre la arboleda llamó nuestra atención. Compartimos miradas incrédulas y salimos de la senda para acercarnos. Un viejo frigorífico reposaba de pie junto al tronco cortado de un vetusto olmo. Nunca antes había estado allí. Ese camino lo recorríamos asiduamente y jamás lo habíamos visto. Debían de haberlo traído. Estaba repleto de pintadas y graffitis de colores. Sebastián se bajó de su bici y comenzó a rodearlo sin quitarle los ojos de encima. Alargó la mano hacia el tirador y lo abrió. Estaba completamente vacío, no conservaba ningún estante. Me miró desilusionado y volvió a cerrarlo. En mi interior me alegré de que no escondiera nada dentro. Dejé apoyada a Ray en el tronco de un árbol y me acerqué al atípico electrodoméstico.
Tiene algo escrito – dije con un hilo de
voz. Sebastián me miró frunciendo el ceño. Deslicé mi dedo por la cubierta
siguiendo las letras. – “El 14 de octubre de 2011, Sasha Abad fue introducida
en este medio de transporte contra su voluntad y nunca más se supo de ella. Para
honrar el misterio de su pérdida, repita su sufrimiento.” – Tragué saliva. Era
incapaz de dejar de mirar esas palabras.
¿Qué significa? – preguntó Sebastián
confuso. No supe qué contestar y guardé silencio unos segundos.
No
lo sé – logré balbucear.
Di un paso hacia atrás algo temeroso y
perdí el equilibrio con una rama tronchada. Entonces, al fijar la vista en el
suelo pude ver huellas de neumático. Posiblemente, así habían traído el
frigorífico hasta allí. De repente, el ruido ensordecedor de vehículos a motor
aproximándose nos puso en alerta. Cogimos las bicis apresuradamente y nos
escondimos detrás de la maleza. Al momento, donde hacía unos instantes habíamos
estado absortos frente al inquietante electrodoméstico, se reunieron un grupo
de tres adolescentes. Venían en dos ciclomotores que aparcaron junto al olmo.
No los conocía. Posiblemente, venían de la ciudad. Eran mayores que nosotros,
puede que dos o tres años. El más alto sacó de su mochila un pack de seis latas
de cerveza, cogió una de ellas, la abrió y dando un sorbo lanzó el pack a la
única chica del grupo que lucía una larga trenza. Ésta repitió el ritual y se
lo lanzó al tercero de ellos.
Éste último dejo el pack sobre el tronco que
yacía tumbado y se quedó pensativo mirando el frigorífico.
Vamos, no te lo pienses más – le animó el chico alto.
Sólo tienes que aguantar una hora dentro. Tendrás oxígeno suficiente.
Vamos, no te lo pienses más – le animó el chico alto.
Sólo tienes que aguantar una hora dentro. Tendrás oxígeno suficiente.
La chica abrió la puerta y le invitó a
entrar haciendo un gesto con su cabeza. El chico no parecía muy seguro, pero
finalmente cedió y entró.
Nos
vemos al otro lado – dijo.
La chica cerró de un portazo. Di un
respingo. Algunas hojas del arbusto se balancearon con mi movimiento. El chico
alto se giró rápidamente hacia nuestra posición. Sebastián y yo nos
incorporamos al unísono y nos montamos en las bicis. No recuerdo más
sincronización con nadie en mi vida que en aquel preciso momento. Pedaleamos
como si nos fuera la vida en ello dejando atrás a aquellos chicos, el frigorífico
y la historia de Sasha Abad. No volteé la cabeza en ningún momento, estaba
demasiado concentrado en no despeñarme en algún desnivel de la senda. A mi
lado, podía apreciar la respiración agitada de Sebastián. No podía desprenderme
de la imagen de ese chico entrando en el frigorífico ni del mensaje que
guardaba su cubierta. Aquellas palabras revoloteaban por mi cabeza. De pronto,
sentí como mi rueda delantera golpeaba contra algo y me elevaba por los aires.
Momentos después impacté contra el suelo.
Sentí un escozor agudo en la rodilla. Un
gran agujero en mi vaquero la rodeaba. El miedo de que me siguieran me hizo
incorporarme rápidamente. Volví a subir a Ray y no paré de pedalear hasta que
salimos del bosque. Me pareció que el camino era más largo que otras veces,
pero posiblemente, hicimos un record de velocidad. Nos bajamos de las bicicletas
y esperamos a recuperar el aliento. Sebastián se puso las manos sobre las
rodillas y se inclinó hacia adelante como si así diera más bocanadas de aire.
Creo
que no nos han visto – dijo con la voz entrecortada. En ese momento, me percaté
de algo.
Sebastián
– pronuncié. Él me miró extrañado ante mi reacción –
Tu gorra.
Tu gorra.
Se puso las manos en la cabeza y
comprobó, consternado, que no la llevaba puesta. Su cara denotó pánico.
Probablemente, la habría perdido durante la huída. Habíamos dejado una clara
evidencia de nuestra irrupción allí.
Atardecía y comenzaba a hacer más frío.
Tuve la sensación de que Sebastián se peinaba el flequillo con mucha
frecuencia. Era un poco violento saber que se avergonzaba del tamaño de su
cabeza, así que intenté no mirarlo en exceso. Le propuse ir al día siguiente a
recuperar su gorra y aceptó, ruborizado. Nos despedimos y volví a casa.
¡¿Qué
le ha pasado a tus pantalones?!
Podía oír a mamá despotricando desde mi
habitación, pero estaba demasiado absorto en mis pensamientos.
Ese nombre se me había quedado clavado
en la sien. No encontré nada. Era un fantasma en Internet. Ni rastro. Me dejé
caer sobre la cama y perdí la vista en el techo. Mis pensamientos chocaban unos
con otros. Giré la cabeza y pude ver cómo Katchi mordisqueaba una hoja de col
rizada. Pausada, tranquila. No había pensado absolutamente nada en la reflexión
sobre mi iguana, pero eso no iba a arrebatarme el sueño.
Los rayos de sol atravesando mi ventana
me despertaron. La lucecita de mi móvil
parpadeaba. Tenía algún Whatsapp sin leer.
“No
he dormido nada. No dejo de darle vueltas. Ven a buscarme esta tarde.”
Sonreí. Al parecer no era el único loco
que no podía sacarse el episodio de la cabeza. O quizás, simplemente, Sebastián tenía extremada prisa en recuperar
su gorra y esconderse bajo ella. De igual modo, aquella tarde volveríamos al
lugar que tanto me aterraba.
Llegado el momento, me puse mi chaquetón
azul, me amoldé el pelo como pude y me dispuse a pilotar a Ray hasta casa de mi
amigo. Una vez juntos, pedaleamos hasta un claro del bosque. No habíamos
hablado mucho. Lo noté impaciente y expectante. En mi caso, hubiera preferido
estar en cualquier otro parte. Seguimos por la senda. A medida que avanzaba
sentía como el frío me recorría las piernas. Tenía un pellizco en el estómago.
No entendía muy bien porqué nos dirigíamos al lugar del que habíamos huido
despavoridos. Llegamos.
Todo estaba como el día anterior,
excepto por la presencia de seis latas de cerveza vacías que ensuciaban el
paisaje. El vetusto olmo yacía tumbado junto al frigorífico que postrado de pie
parecía pavonearse ante nosotros. Sebastián se acercó, yo algo más cauto me
quedé un par de pasos más atrás. No sé qué esperábamos encontrar. Puede que al
chico que perdimos de vista dentro de él. O quizás ya estaba donde quiera que
estuviese Sasha Abad. Agarró el tirador y lo abrió. Petrificados observamos su
interior. Allí estaba. Alargó su mano, la cogió rápidamente como si fuera a
desaparecer si no lo hacía y se puso su gorra. Lo miré perplejo y él me devolvió
la mirada encogiéndose de hombros. Lo único que sabía con exactitud es que no
fue ahí donde Sebastián perdió su gorra. Sentí el instinto de salir corriendo,
pero no lo hice. Me quede quieto, inmóvil, sin apartar la vista del
espeluznante electrodoméstico que aún lucía abierto. No había ninguna marca en
su interior de uñas o golpes que indicaran que alguien había pretendido salir
de él. Sólo había mugre y oscuridad. La puerta fue cediendo por inercia y quedó
entreabierta. El mensaje de la cubierta llamó mi atención, de nuevo.
“Medio de transporte” – murmuré con una
voz apenas audible.
¿Qué? – preguntó Sebastián.
“Sasha Abad fue introducida en este
medio de transporte” – leí alzando la voz.
Sí,
“contra su voluntad” - sentenció, haciendo una mueca de desagrado
con su boca. - ¿Acaso crees que este viejo trasto te lleva a alguna parte?
con su boca. - ¿Acaso crees que este viejo trasto te lleva a alguna parte?
Mi
respuesta fue el silencio.
Nos
sentamos en el tronco del olmo y compartimos miradas de desconcierto.
Tal
vez, podrías probar con Katchi – insistió – Podríamos traerla y…
Ni
hablar – lo interrumpí, volviendo otra vez al silencio.
Perdí la noción del tiempo. No sé cuanto
estuvimos allí sentados releyendo la cubierta e intentando darle sentido a
algo, pero sólo obtuvimos más preguntas sin respuesta. Me sorprendí con la
mirada perdida en una de las latas de cerveza cuando, de pronto, el rugir de un
vehículo a motor me desveló de mi embelesamiento. ¿Cuánto llevaba acercándose?
Me incorporé rápidamente y quise alertar a Sebastián que paseaba distraído
pateando una de las latas. No me salió la voz, tampoco pude mover un pie del
suelo. Estaba totalmente paralizado. Sentí un hormigueo en mi estómago. El
sonido del motor cada vez era más potente. Sebastián se giró hacia mí con cara
de pavor. Un ciclomotor derrapó frente a nosotros y se detuvo al instante. Ahogué
un grito sordo. De él bajó un adolescente mayor que nosotros, puede que dos o
tres años. Era el chico alto del día anterior.
Le acompañaba la chica de la trenza, que
arqueó las cejas al vernos. No parecían sorprendidos. Al contrario, creo que estábamos
donde ellos predijeron que estaríamos y me sentí estúpido por ello. Faltaba uno
de ellos, el chico que entró en el frigorífico. No supe qué hacer. Sentía que
me elevaba del suelo y las orejas me ardían. Estaba aterrado, lo confieso.
Parece
que ya habéis encontrado la gorra – soltó el chico en tono burlesco.
Ninguno
de los dos dijo nada. La chica profirió una risotada escandalosa.
Él sacó otro pack de seis cervezas de su mochila. El chasquido de la argolla abriéndose retumbó en mis oídos.
Él sacó otro pack de seis cervezas de su mochila. El chasquido de la argolla abriéndose retumbó en mis oídos.
¿Dónde
está vuestro amigo? – preguntó Sebastián.
Sé
que pretendió ser desafiante, pero lo único que salió de su boca fue un
balbuceo casi ininteligible. La pareja de adolescentes se dedicó una mirada
cómplice. Nuestro miedo se percibía a kilómetros de distancia.
No
está aquí – intervino ella.
¿Quieres
ir a buscarlo, cabezón? – añadió él, refiriéndose a mi amigo.
Sebastián
y yo cruzamos miradas de espanto. Ojalá hubiera podido escapar volando de aquel
maldito lugar, pero algo en mi interior sabía que ya era demasiado tarde.
Todo sucedió muy deprisa. De pronto, el
chico alto se lanzó hacía Sebastián y lo empujó hasta el frigorífico. Mi amigo forcejeaba,
pero no era lo suficientemente fuerte. Apreté los dientes y corrí hacia ellos.
La chica se interpuso en mi camino, me hizo frenar en seco y caí al suelo. Los
gritos de Sebastián me hicieron levantarme. Ésta vez pude esquivar a la chica y
con el puño cerrado golpeé la espalda de aquel adolescente larguirucho. Me
dolió muchísimo la mano. Él volteó hacia mí. Sus ojos estaban repletos de ira.
Me levantó del suelo cogiéndome por las solapas de mi chaquetón azul y
manteniéndome en el aire dijo:
Sólo
tienes que aguantar una hora. Tendrás oxígeno suficiente.
Pude oler su aliento a cerveza. Busqué a
Sebastián. La chica lo tenía agarrado por los hombros. Él sujeto, y yo
suspendido en el aire. Era difícil comprender cómo habíamos acabado así.
Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos reflejaban agradecimiento. Yo
ocuparía su lugar. Tras un zarandeo, el chico me lanzó hacia el interior del
frigorífico como quien tira una bolsa de basura al contenedor.
Nos
vemos al otro lado – dijo y cerró de un portazo.
Todo se volvió oscuridad. Un intenso
olor a humedad inundó mis pulmones. Oía a Sebastián al otro lado de la puerta
gritando y dando golpes. Di una patada, pero el electrodoméstico ni siquiera
tembló. Saqué el móvil de mi bolsillo y activé la linterna. Polvo, telarañas y
frío. Miré la hora. Sólo tenía que soportar sesenta minutos allí dentro. Luego,
me dejarían salir. “Para honrar su pérdida, repita su sufrimiento”, pensé,
recordando la cita de la cubierta. Tenía que relajarme y esperar. Era cuestión
de tiempo.
¡No
te preocupes, Sebastián! – grité – ¡Estoy bien!
¡No
me dejan acercarme!¡Aguanta! – oí.
El ruido de afuera se fue apagando. Algo
llamó mi atención. Había algo grabado. Casi no se apreciaba. Infinidad de líneas
verticales recorrían las paredes del frigorífico. Estaban agrupadas en grupos de sesenta. Había
líneas por todas partes. Un acertijo para matar el tiempo, qué bien. Minutos.
Cada línea representaba un minuto. ¿Cuánta gente había estado encerrada en ese
frigorífico? Sólo pensar en la respuesta me hizo sentir escalofríos. Apagué la
linterna y apoyé la cabeza en una de las paredes. Mejor no ver nada. Pensé en
el chico que vi entrar en el frigorífico y pensé en Sasha Abad, en dónde
estarían, en si estarían bien y en si yo iba a acabar con ellos. Cerré los ojos
y me concentré en tranquilizarme. Por momentos sentía que se me acababa el aire
o que acabaría desmayado en ese metro cuadrado. Fue la hora más larga y
estremecedora que recuerdo.
De pronto, la puerta chirrió y se abrió.
La claridad me arañó las pupilas. Sebastián, preocupado, me ayudó a salir.
¿Estás bien? – repetía una y otra vez. –
Se han marchado. No me dejaban acercarme a ti.
Miré a mi alrededor y al cielo. Nunca
antes las copas de los árboles me habían parecido tan bonitas. El aire en la
cara, el rumor del follaje, mis piernas estiradas y oxígeno en mis pulmones.
Qué bien. Mi amigo me puso una mano en el hombro.
Gracias
– añadió esbozando una sonrisa.
Solté
una carcajada nerviosa.
No he ido a ninguna parte – dije
frunciendo el ceño – El frigorífico no es un medio de transporte.
¿Y
qué es? – intervino intrigado.
Sólo es chatarra – me giré y miré aquel
electrodoméstico al que habían convertido en otra cosa. – Tenemos que
deshacernos de él –sentencié. Sebastián asintió con la cabeza.
No podíamos quemarlo porque estaba en el
bosque ni podíamos desplazarlo, pues era muy pesado. Pero, tampoco hacía falta
destrozarlo entero. Sólo teníamos que romper lo necesario. Cogimos ramas del
tronco del olmo que yacía tumbado frente a él y golpeamos la puerta hasta que quedó
descolgada. Ya nadie podría quedar encerrado entre esas cuatro paredes. Nos
quedamos mirando nuestra obra unos instantes y, satisfechos, nos fuimos a casa.
Mamá me notó extraño y especialmente
sucio, pero corrí a la ducha antes de que se percatara de nada más. Aquella
noche tenía sentimientos encontrados. A pesar de lo horrible de aquella
experiencia, sentía que me había superado a mí mismo. Había sabido reaccionar y
defender a mi amigo. Me sentía orgulloso. Había sido valiente.
A la mañana siguiente, desperté más
temprano de lo normal. Era domingo. Me acerqué al terrario de mi iguana para
dejar un par de trocitos de patata dulce. Katchi yacía inmóvil, inexpresiva,
impasible, como siempre. Pero algo había cambiado en ella. Su piel. Observé,
atónito, los pellejos de piel mudada. Qué pasada, pensé. Le acaricié la cabecita
con la yema de mi dedo y me deslicé usando la silla de estudio hacia mi
escritorio. Me coloqué frente a la hoja en blanco y comencé a escribir a toda
prisa. Las ideas brotaban de mi cabeza con total facilidad. Sabía perfectamente
qué había aprendido de mi iguana. Cerré el cuaderno y di por finalizada mi
reflexión.
Bajé las escaleras a toda velocidad,
cogí un par de galletas de chocolate, me puse el chaquetón azul y me amoldé el
pelo como pude. Con mis pies impulsando los pedales de Ray llegué hasta el
bosque. No estaba con Sebastián, pero tampoco estaba solo. Me bajé de la
bicicleta y la dejé apoyada en un árbol. Cuando había caminado unos veinte
metros me detuve. Saqué un brazo del asa de mi mochila y me la coloqué por
delante. Abrí la cremallera y Katchi asomó su cabecita. Le dediqué una sonrisa.
Sus ojos como platos me devolvían la mirada. La coloqué en el suelo. Durante
unos segundos se quedó quieta, cauta, pero, poco después comenzó a andar dando
pasitos cortos y muy rápidos. Me quedé estático y observé cómo desaparecía
entre la maleza.
Aquella hora encerrado en el frigorífico
sentí lo que sentía Katchi en su terrario. Vivir entre cuatro paredes no es
divertido para nadie. No soy un reptil como ella, pero aún no siéndolo, es
bonito pensar que la piel está constantemente regenerándose y que las cosas que
alguna vez me hicieron daño, un día ni siquiera me habrán tocado. Estaba
convencido de que ninguna mascota habría enseñado tanto a alguien como Katchi
me había enseñado a mí.
El lunes yendo hacia el instituto me
crucé con un chico en ciclomotor que me resultaba familiar. Era el adolescente
que había visto entrar en el viejo frigorífico. Estaba de una pieza. Me encontré
por el camino a Sebastián, que me saludó efusivamente con la mano.
¿Te has enterado que hoy tenemos una
maestra nueva que sustituye a la de Valores éticos? – preguntó. Yo negué con la
cabeza. – Por lo visto ya vivió antes en el pueblo. – Me miraba excesivamente
esperando una reacción.
¿Y?
– añadí.
Blanca Cabañas Fernández
Mayo 2018
Un relato magnífico. Enhorabuena Blanca Cabañas.
ResponderEliminarHe leído el relato y me ha encantado ,te engancha que es lo importante ,felicidades,un beso
ResponderEliminarVoy a pasarlo a la tablet, estoy deseando leerlo.
ResponderEliminarEnhorabuena
Me ha encantado !!Enhorabuena!!
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