Ricardo Molina, poeta del amor y de la vida


Confiere a su obra una radiante y optimista función glorificadora, de celebración de la realidad en una naturaleza incontamida y purísima.
Tanto por parte del ayuntamiento de su ciudad natal, Puente Genil, como del instituto Séneca, del que fue profesor --y en fechas próximas de otras entidades culturales y educativas de Córdoba y Andalucía--, se está conmemorando el centenario de uno de los poetas y humanistas más determinantes en las letras andaluzas del pasado siglo.Ricardo Molina (Puente Genil, l917- Córdoba, l968), tras cursar sus estudios de bachillerato en la capital de su provincia, se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad hispalense, y vino a desarrollar a lo largo de su vida una agotadora y mal remunerada labor docente en diferentes academias y colegios de Córdoba, donde transcurrió toda su sencilla peripecia vital hasta principios de l968, en que fallece, tras conseguir dos años antes y ya enfermo, la agregaduría de Lengua y Literatura del Instituto Provincial.

Gracias a su dinamismo y capacidad, tanto literaria como de gestión cultural, promueve, junto a Pablo García Baena y Juan Bernier, desde l947, la innovadora revista Cántico, en cuya dirección colectiva y continuidad sería pieza clave, al tiempo que realiza una permanente actividad periodística, de gran calado histórico-literario, en las páginas de este mismo diario CÓRDOBA.
Ya en l945 aparece su primera entrega poética, El río de los ángeles, a la que siguen sus inolvidables Elegías de Sandua (l948) y Tres poemas; al año siguiente consigue el premio Adonais por Corimbo.
Decepcionado quizá por una reticente acogida a este libro por parte de la crítica, decae de su continuada actividad poética hasta l957, en que da a la luz su Elegía de Medina Azahara.
Sus grandes conocimientos tanto literarios como históricos cristalizan en una notable labor ensayística a principios de los años sesenta en títulos como Osio de Córdoba y su época, Córdoba gongorina, Córdoba en sus plazas, Mundo y formas del cante flamenco, Tierra y espíritu (Glosario andaluz), Aproximaciones a Séneca, La filosofía pneumática de Séneca, junto a Función social de la poesía, entre otros, que vendrían a confirmar su sólida formación humanística y finura crítica, así como la abarcadora apertura de su compás intelectual. A ellos hay que sumar otras importantes aportaciones al estudio del flamenco, en colaboración con el cantaor Antonio Mairena.
Poco antes de morir aparecía A la luz de cada día, poemario de corte experiencial en el que se funden, a la vez, cotidianidad y culturalismo --la cultura era una de sus experiencias personales más íntimas y esenciales--, y deja ordenados para la imprenta Psalmos y Homenaje, reflejo el primero de su problemática y sincera religiosidad, y fruto el segundo de esa apasionada sensibilidad por las bellas letras, en el que se trasluce su madura filosofía vital y su rica sabiduría literaria.




OBRA LÍRICA
Su obra presenta una fresca originalidad en el clima poético tremendista y agónico de su tiempo, que, a veces, parece recrearse un tanto morbosamente en el patetismo y el dolor. Ante todo, Ricardo Molina confiere a su poesía una radiante y optimista función glorificadora, de celebración y alabanza de la realidad, del mundo y sus criaturas, del amor y del cuerpo, una dimensión hímnica y exaltatoria --véase su solemne poema a Pablo García Baena--, contrapesada por otra elegíaca, que evoca la pérdida de esos momentos de plenitud vital, que pueden ser recobrados, al menos, por el ejercicio evocativo que brinda la poesía, salvándolos del olvido y confiriéndoles una cierta consistencia verbal, remarcada o potenciada por el ritmo del verso.
Molina es el cantor de la alegría de vivir y de la plenitud existencial, en el seno de una naturaleza, incontaminada y purísima, que a él se le ofrece, aún húmeda de rocío, con los limpios perfiles del primer día de la creación. Poeta del amor y de la vida, se instala gozosamente en el mundo y en el centro de una naturaleza acogedora y radiante, en armonía con ella. «A la Vida que es gracia» será el pletórico himno que preside el primero de sus libros. Así como se atreverá a proclamar en otra de sus odas, en unos años de penitencia y de silencio: «Lo más profundo es la alegría».
Huyendo de toda ascética renuncia a la seducción de los sentidos, y frente a quienes postularan una morbosa complacencia en el sufrimiento y el dolor, llevados por el pesimismo existencial o una rigurosa transcendencia espiritual que niega las naturales exigencias, el joven Ricardo opta por los más «terrenales alimentos», por «el ruiseñor, la rosa, / la primavera bella y solitaria», que florecen en los prados del mundo; es decir, por un hedonismo oxigenado y asequible, a pesar de las estrecheces de una gris existencia cotidiana en el difícil ambiente social en que le toca vivir, época penitencial y coercitiva ante la que, en la plenitud de la Naturaleza y el sentimiento del amor, va a encontrar su personal liberación: «Estar allí en la vida que latía / en la canción del tordo, en el seto florido, / era bastante. Otra sabiduría / no quise».
Así como también insistirá, a pesar de la sólida formación humanística de su espíritu: «La sabiduría está en saber poco como el ruiseñor», prefiriendo vitalmente adecuarse con naturalidad y asentimiento a los ciclos y ritmos del mundo natural que le circunda y a las exigencias que le dicta su poderosa y exigente sensibilidad, que a la letra yerta de una cultura secamente erudita. Pero este luminoso hedonismo con el peso y el paso de los años y las acechanzas de la enfermedad va a teñirse de un resignado estoicismo, muy cordobés, ante la adversidad irrevocable: «La primavera... y yo, triste, sufriendo / en cada soplo de mi boca / la indiferencia inmensa y absoluta / de la tierra y del cielo».




EL AMOR, LA NATURALEZA, EL SENTIMIENTO RELIGIOSO
En la lírica del cordobés nos encontramos ante una poesía nutrida de las más varias experiencias, de gran calado conceptual, meditativo y filosófico en muy hondos poemas de Homenaje, pero que eleva a la experiencia amorosa y sensual como la más genuina y germinativa de todas.
Su facilidad expresiva se explaya en diversos registros métricos, tonales y estilísticos, en un inintencionado alarde de versatilidad y variedad expresiva.
Su estilo es vario y multiforme. Al margen de juveniles retóricas claudelianas y de ciertas delicuescencias de estirpe simbolista, su dicción es con frecuencia nítida y transparente, con una tersa y naturalísima fluidez de agua fresca que corre, a veces de una suavidad delicada y finísima, como de terciopelo o de musgo; un estilo casi imperceptible en una primera lectura, precisamente por esa espontánea naturalidad comunicante.
Desde su primer libro, se hace inolvidable su auténtico sentimiento del mundo natural, de esa sierra de Córdoba tan transparentemente presentada a los ojos del lector, como iluminada de una pureza matinal, de una mirada virgen, como le gustara decir al poeta. Tal sentimiento del paisaje es muy difícil encontrarlo expresado con tal verdad y con tan justa belleza en la poesía de su tiempo; tendríamos que remontarnos a ese profundo sentimiento de la tierra y del entorno natural, sin afeites ni academicismos, propio de los románticos ingleses, los más fieles y veraces cantores del mundo natural, o a la fluvial frescura de los húmedos paisajes de la poesía renacentista.
La sabiduría está en saber poco, como el ruiseñor, nos dejó dicho el poeta, en una gozosa actitud de contemplación o, mejor, de comunión con su entorno, como encontramos en tantos versos de Wordsword, de Coleridge o John Keats.
Por otra parte, la continua y rumorosa presencia del agua en su poesía nos recuerda la fresca musicalidad humedecida de las églogas fluviales de Garcilaso o el Machado paseante de las orillas del Duero. Ricardo Molina acuña, da cuerpo y naturaleza literaria a un paisaje hasta entonces casi innominado, el de la frondosa y virginal sierra de Córdoba de los años cuarenta, entonces un paraíso al alcance de la mano.
Y junto a este entorno natural serrano, transfigurado en honda palpitación emotiva y estética, la experiencia cordial de su ciudad, omnipresente en esta lírica realista pero bella, en una poética interiorización del diario vivir. Y junto a la vivencia de Córdoba, de su histórico o popular paisaje urbanístico y humano, la del amor, instaurado siempre en esa atmósfera natural. Y la experiencia también de la amistad y de la cultura --de sus compañeros del grupo Cántico, Juan Bernier, Pablo García Baena, Julio Aumente, o Mario López, y los pintores Miguel del Moral y Ginés Liébana--, experiencia intelectual y fervorosamente humanística que el poeta sabe comunicarnos con el temblor de una realidad cálida y vivida, con escueto y ajustado verismo.
Pero aunque el poeta, llevado por un hondo deslumbramiento afectivo y estético por la antigüedad clásica, añorara, en la provinciana Córdoba de postguerra, haber nacido en aquellas «islas de mármol / cuyas playas doradas baña el Mediterráneo», no hemos de reducir la compleja y dual personalidad de Molina a la de un meramente hedonista espíritu pagano; su espiritualidad religiosa y cristiana, torturada en ocasiones por un innecesario sentimiento de culpa, impuesto por la ortodoxia ambiente, era tan profunda como la intensa llamarada amorosa y sensual que inflama sus primeros poemarios, sentimiento que llegaría a ensombrecer en cierto momentos de crisis el legítimo derecho a la felicidad y a la dicha que su temperamento le dictaba y que le vedaban determinadas normas sociales y religiosas.
Cerca ya de los cincuenta años de su muerte, su poesía sigue aún viva y palpitante. La voz de sus inmortales Elegías de Sandua, tan límpidas, tan aurorales y emotivas, aún nos siguen conmoviendo con la tersa hermosura comunicante de la verdadera poesía.
Si la poesía, según Joan Maragall, es un «estado térmico del lenguaje», la de Ricardo Molina se nos ofrece hoy cargada de muy cálida y emotiva intensidad, de la palpitación del más auténtico sentimiento, plasmado con una nítida y rezumante frescura y una clara eficacia estética, una poesía que, a los cien años de su nacimiento, aún sigue proclamando, como en su primer libro, a pesar de tantas oscuridades y zozobras, el gozo que le produce esa «Vida que es gracia» y la «inefable bondad» de la existencia.

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Fuente: Diario de “CÓRDOBA”


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