COLABORACIÓN DE NUESTROS ACADÉMICOS. Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria
UNA MIRADA ATENTA DESDE LA SIERRA DE SAN CRISTÓBAL PARA UN PROYECTO CULTURAL Y ECONÓMICO.
Diego Ruiz Mata / Catedrático de
Prehistoria.
(18 de mayo de 2019).
Esta
mañana, con el sol ya despierto a mi espalda iluminando con detalles la Bahía y
la sierra y con un vientecillo agradable de poniente en mi rostro, he decidido
subir a la Sierra de San Cristóbal y contemplar desde su punto más alto este
paisaje histórico que el hombre y la naturaleza juntos han modificado a lo
largo del tiempo, de siglos y milenios. Una mañana de ensueño que me permitía
ver, tras unos días de levante y un cielo velado poco transparente, el paisaje
moderno, el más antiguo y diferente del que hace casi tres mil años
contemplaron los fenicios, contrastarlos y recrearlos. Venía de mi despacho,
donde sobre una mesa amplia tengo un plano detallado y una foto aérea de este
paisaje, no muy grande, más bien escueto y asequible, abarcable a la vista sin
girar mucho la cabeza. Una bahía familiar. Un espacio que vio con asombro hace
casi tres milenios la llegada de unos barcos negros de brea, con las velas
blancas hinchadas por el viento, el timón en el agua sujeto por un robusto
marinero y en el mascarón de proa una cabeza de caballo de madera que parecía
caminar sobre las olas, calmado, sin prisas y ojos muy abiertos que oteaban la
pequeña isla de Cádiz, plana y solitaria, partida en dos, y en la costa la
Sierra de San Cristóbal como lugar de referencia, el río Guadalete, o el del
Olvido, que por allí desembocaba en un amplio estuario, un bosque espeso de
árboles frondosos, y detrás la campiña aplanada y lomas que sobresalían. Ese
barco venía de cruzar un angosto estrecho, como una puerta abierta a dos mares,
el Mediterráneo y al Atlántico. Es el espacio que se conoce como Estrecho de
Gibraltar y yo prefiero llamarla la Puerta de Occidente. Es adonde se abrían
sus puertas, hacia donde el sol se sumerge lento en la oscuridad para renacer
con bríos al día siguiente. El mito, que hay que creer sin dudas como toda
leyenda que se precie, cuenta que fue el semidiós Hércules quien la abrió para
conectar ambas aguas. Seguramente fue él ¿por qué no?. Hacía falta una puerta
que uniera los dos mares, uno azul y otro verde, que uniera las dos vidas que
anidaban en sendos mundos y él lo hizo con sentido. Y Heracles-Hércules con sus
brazos de acero, abriéndolos sin esfuerzo, unió a ambos mares. Y horadó dos
goznes, uno anclado en Africa, Abila, que algunos sitúan en el monte Hacho en
Ceuta y otros en Marruecos, y otro, de nombre Calpe, en el islote de Gibraltar.
Yo quiero creer que son dos columnas, como se representa en los mapas, sin
puertas de bronce o de madera. Así se ha concebido siempre en las representaciones
iconográficas.
Estos
barcos venían de navegar otras costas hispanas, las de Málaga con seguridad, y
muy pocos años después la península de Huelva, abrazada con desespero por dos
ríos, Odiel y Tinto, y un pequeño islote enfrente, Saltés, que después sería la
de un dios. Buscaban la plata, tan codiciada en el Próximo Oriente, de la que
habían oído hablar de otros marineros, que llegaron curiosos poco antes para
ver otros países, y comerciaron algunos productos poco importantes, observaron
y no se asentaron en estos parajes de Occidente. Ocurrió unos siglos más tarde
cuando los primeros fenicios navegaron a estas costas, hacia el 850 a. de C., y
no dejaron nunca de hacerlo. El sueño de navegar a este confín, el punto último
del mundo en un mapa de ese tiempo, se convirtió en una ruta habitual,
frecuentada siempre. Tras un tiempo corto de primerizos negocios y tanteos,
fundaron finalmente la tripartita Gadir, hacia el 800 a.C. Porque eso fue
Gadir, una fundación, un organismo muy vivo de tres cabezas, como las de
Gerión, que quizás sea su reflejo simbólico: la concisa y encogida isla Eritia
gaditana, la ciudad más amplia y vistosamente amurallada al pié de la sierra,
conocida como Castillo de Doña Blanca en honor a la reina de Castilla,
castigada y prisionera, y la mansión-templo del dios fenicio Melqart, el dios
protector de la ciudad de Tiro, que acompañó a los marinos en estas aventura y
tuvo su residencia en el islote de Sancti Petri, quizás en un recinto modesto.
Eso es Gadir, la unión de tres zonas geográficas, vinculadas en un proyecto,
que se conoce como Gadir, un topónimo tardío, que los griegos llamaron en
plural, Ta Gadeira. Así hay que ver esta fundación famosa en el extremo
occidental, el lugar donde acababa el mundo en aquellos tiempos, donde sucedían
las cosas asombrosas e increíbles que narraban los marineros en las tabernas de
los puertos al atardecer cuando el sol se retira a su descanso. El lugar en
donde la conjunción paulatina de semitas y autóctonos surgió otro nombre mítico
más real y tangible, Tartesos, con sus reyes míticos y su plata ansiada por
muchos. Y Tartesos entró en la Historia Universal. Y con ella, Occidente. La
Bahía gaditana, el Bajo Guadalquivir y Huelva componen otra trilogía mucho más
amplia, la esencial para iniciar en ella la historia de la civilización
occidental. El espacio llamado tartésico.
La
claridad que se abría ante mis ojos curiosos, que nunca se cansan de observar
este paisaje, y con los datos frescos en mi mente, me dejó soñar una vez más,
me permitió ver todo con la vida que no reflejaban las líneas y relieves de los
planos. Estoy de pie y muy atento sobre la caja de hormigón que sustenta una
columnita que es el vértice geodésico y nos informa que estamos a 110 m sobre
el nivel marino. A lo lejos, Cádiz y sus casas diminutas vistas en la
distancia, prácticamente una masa blanquecina sin muchos detalles. Y más cerca,
a unos 18 km separadores, la línea de arena de la playa de Valdelagrana con su
línea espesa blanca de viviendas, inexistente en época fenicia. Y delante de
mí, el montículo artificial de la ciudad fenicia del Castillo de Doña Blanca,
una pequeña ensenada a su izquierda, que fue el posible puerto resguardado del
viento, y más avanzada la zona portuaria, en un pequeño remonte de poco más de
un metro de altura, casi imperceptible a la vista, de unas seis hectáreas de
extensión. Y detrás de la ciudad y de su puerto, se extiende en la amplitud de
100 Ha o más la necrópolis, un bosque sagrado donde habitaban los muertos,
incinerados y enterrados bajo túmulos amplios, o inhumados en hipogeos
excavados en la roca o enterrados bajo desapercibidos bultos de tierra y de
piedras, posiblemente para un difunto. Todo bajo un bosque y agua manante por
arroyos. Donde estoy, en la cima de la sierra, la ocuparon pueblos de hace
cinco mil años, como un lugar sagrado que ve nacer el sol cada día, los que
vieron los primeros barcos negros con sus velas abultadas por el viento y más
tarde, en el siglo III a. de C., convertida en una zona industrial en la que se
ha excavado por completo la bodega más antigua conocida, con sus lagares que
parecen esperar la pisada de la uva, espacios abiertos, almacenes y templos. En
un lugar, cercana al puerto, conocida como La Dehesilla, la habitaron gentes
del III milenio a. C., de la llamada Edad del Cobre, que vivían en cabañas
circulares con estructuras sencillas de madera, adobe y paja. Y delante del
Castillo de Doña Blanca, cuando las aguas se iban retirando de su puerto sin el
bullicio y el ajetreo de la vida, emergieron restos de unas viviendas romanas
bien construidas, de cierto porte noble y tumbas. Más adelante, en el siglo
VIII d.C., tras mil años de abandono, se establecieron allí las más antiguas
gentes islámicas procedentes de Oriente también, menos conciliadoras y más
beligerantes. El punto más antiguo que se conoce tras la batalla del Guadalete,
hecho famoso y recordado que perdió en poco tiempo el rey Rodrigo y que marcó
un hito de gran importancia en la historia de Occidente. Aquí comenzó un
período de ocho siglos, con otras costumbres, con otras ideas religiosas.
Ahora
miro hacia el norte, a mi espalda caldeada por el sol de mediodía, y contemplo
a lo lejos las montañas insinuantes, y entre ellas y la sierra, la campiña amplia aplanada, rica y poblada en
todos los tiempos. Y al fondo, Jerez, extendida, donde en el interior de su
alcázar se han hallado hace unos años vestigios de cabañas propias indígenas
con materiales semitas. Más al oeste, aunque no se advierte, más bien se
presiente, se reconstruye en la imaginación con claridad las antiguas riberas del
espacio que fue primero estuario, un lago después -Ligustinus, de nombre- y río
Guadalquivir hasta poco más arriba de la Sevilla, la Venecia andaluza, entre
canales de agua y marjales. Y girando la vista un poco al sur, El Puerto de
Santa María con la tristeza del olvido, que en estos tiempos prácticamente no
existía con la grandeza con que la conocemos. Allí localizan algunos, creo que
con acierto, el Portus Gaditanus ya con su río y su ribera, que había llegado a
este lugar por casualidad y por una obra faraónica de los Balbos de Cádiz. Aquí
me detengo, hay que hacerlo en un punto geográfico y en un tiempo. Creo que
todo esto es suficiente para explicar con mucho detalle los mil años de
historia en los que se concibieron lo que somos y lo que fuimos. En este punto
hay que recordar siempre a F. Braudel y su frase que debe esculpirse con letras brillantes: "Haber
sido una condición de ser". Pobre pueblo que no tenga a sus espaldas el
refugio de una historia, digo yo.
Absorto
en estas visiones, que veía en 3D, recreo el antiguo paisaje, que el hombre, en
su obligación de existir y pervivir en continua dialéctica hombre-medio, y la
naturaleza sumisa, a veces demasiado violenta, vengadora, peleona sin descanso,
y muchas veces traidora, han modificado
notablemente. Hasta tal punto es así, que si un fenicio al que se le diera la posibilidad
de revivir, de ver el paisaje en estos días, el que observo hoy desde la sierra
y con esta claridad, se sentiría extrañado, no reconocería los lugares en los
que solía navegar, trabajar en sus oficios acostumbrados o pasear tranquilo a
la puesta de sol, cuando nos adentramos en nuestra vida o cuando declaramos
nuestro amor al ser que se desea. Creería que lo habían llevado a otro sitio.
No es así. Estaba en el lugar precisamente donde nació y murió. No se había
equivocado. El paisaje se había transformado, travestido de otro medio. Los
paisajes son la vida que cambian, como los hombres, como todo, porque como dijo
el filósofo griego nada es perdurable. No existe el hombre y la historia sin el
paisaje y el tiempo. Pero el paisaje tampoco es nada sin que el hombre se fije
en él, lo introduzca en su vida.
El
espacio de la Bahía gaditana lo ocupaban unas islas. Tres eran las importantes.
Una pequeña, conocida como Eritia, otra alargada y amplia de nombre Cotinusa, y
la isla de San Fernando sin nombre conocido. Y, como lugar religioso más tarde
y residencia de Melqart, el islote de Sancti Petri. Más tarde, las dos islas
gaditanas se unieron, dando lugar a la actual Cádiz, y se unieron a la de San
Fernando. Delante de la sierra se abría una amplia extensión marina, un
estuario quizás. A sus pies, cercana al agua, se fundó el Castillo de Doña
Blanca, cercana a una playa de arena muy fina, en un punto elegido a conciencia
por sus posibilidades como puerto resguardado del impetuoso viento levantino y
un elenco variado de ventajas que favorecieron su elección y asombroso
desarrollo. Los elementos arqueológicos ya los he mencionado. Y El Puerto, sin
río, se asomaba en un remonte del estuario, a la espera del comienzo de su
historia, instalada desde hacía tiempo en sus alrededores.
La ciudad
fenicia fue asediada y abandonada entre el 210/205 a.C., manteniéndose hasta
ese momento fiel a Cartago, mientras Cádiz, que se convirtió en Gades, prosperó
bajo la victoria romana, con la visión que proporciona la realidad y no exenta
de cierta traición. Pasaron por aquí las tropas islámicas y se establecieron
hasta los siglos XII y XIII. Más tarde, lo que llamamos Torre de Doña Blanca, y
que algunos creen que fue la prisión y el lugar de muerte de Blanca de
Castilla, esposa de Pedro I El Cruel, fue en realidad una ermita cristiana. Y
con ella terminó la historia del lugar. Lo que vemos de mediados del siglo XX
no es realmente historia notable, sino los restos de unas naves para vacas y
cerdos, que en parte se aprovechan ahora, transformadas en otra cosa.
Unido a
esto, es obligado mencionar historias menos nombradas, de menos peso, pero
importantes. Una giró en torno a la producción de la sal, producto tan
importante para la vida, pero cuyos elementos endebles impiden conocer las
salinas con cierto detalle. Y el trabajo de los canteros sin nombres a lo largo
de muchos siglos, que realizaron un doble trabajo: la extracción de piedras, su
objetivo que los alimentaba, e ir esculpiendo a escondidas, y a golpe de
martillo y cincel afilado, espacios maravillosos bajo el suelo sorpresivo y sin
advertir de su existencia. Muchos se han destruido por su abandono. Unos pocos
permanecen todavía en pié a la espera de que se les insufle vida y que
proporcionen sus espacios grandes vivencias, muchos momentos de abandonarnos en
el deleite de su belleza, para los ojos que ven espacios únicos y admirables
que nos empequeñecen, los oídos que escuchen músicas divinas, el corazón y el
alma juntos que disfruten con las esferas de lo celestial y la belleza.
Sumirnos, pues, en los espacios donde no es frecuente vivir, porque no vivimos
en el cielo,, ni siquiera cerca, bajo un espectáculo especial de arte y de
colores y la música que escuchamos para el deleite del alma y acercarnos a los
ángeles cantores alados, con sus voces e instrumentos. O simplemente
recorrerlas, despacio en silencio, dejándonos conducir por sus espacios que nos
reclaman, por donde nos lleve sin trayectos prefijados, por la luz tenue de los
lucernarios, sólo observando, viendo e imaginando lo que nuestra imaginación
quiera. No se puede pedir más, exigir tantos encantos. Y lo que es tan evidente
y palpable, no lo han visto así aquellos que por su cargo efímero, que debe
despojarlos de todos los sentidos y de la razón, sólo han dicho "esto es
maravilloso", por cortesía, por inercia, como una frase hecha, por no
quedar mal. Y nada, después. Nada. Y de verdad que lo siento y me apena de no
poder disfrutar de esos divinos espacios que consuelan de la fealdad que nos
rodea, de esa cultura labrada durante milenios y que muchos vemos como muere un
poco cada día, poco a poco, sin faltar un día.
Lo que
digo para las canteras, también lo aplico a la historia, a los restos
arqueológicos que son los residuos explícitos e importantes de los orígenes de
la Historia de la Bahía, de Occidente, de Europa. Y puesto que todo esto existe
-paisaje, historia y canteras- he podido aunarlos, proporcionarles sentido,
temas coherentes explicativos, disfrutes que no se pueden explicar con simples
palabras sino con sentimientos. Lo que se expresará en un Parque Arqueológico y
Cultural para el disfrute y conocimiento de la historia y de los sentidos,
compatible con el desarrollo económico, la medicina necesaria que permita con
su poder curativo conservarlos, el turismo cultural de gran calidad y la
creación de empleo, que con prisas necesita El Puerto de Santa María, la Bahía
y sus gentes. Pueden parecer pensamientos muy prácticos, poco compatibles con
lo que antes expresé. Quizás poco espirituales y poéticos. Pero lo son. Y creo
que pueden casarse felizmente, si lo hacen conscientes y enamorados. El creador
de estas ideas es muy consciente de esta situación, pese a ser de letras,
arqueólogo, lector de literatura, de poesías, de ensayo y de todo lo que huela
a pensamiento. La curiosidad, todo lo que promueva la curiosidad para todo y de
la que no puedas desprenderte nunca posee un valor cultural, agranda tu
persona. Pero no es incompatible con el progreso entendido que consiste también
en crear las condiciones para vivir dignamente.
Os invito
ahora a un sucinto paseo a un recorrido por las ideas que han movido este
proyecto que vi con claridad hace muchos años, desde el momento en que alguien
me dijo ¿qué se puede hacer en este espacio de la sierra? Os animo a que voléis
conmigo a ver la Bahía desde el aire, asomado por el hueco de una nube, a ver
cómo el hombre, el tiempo y la naturaleza lo ha transformado todo, su esencia,
a ver los lugares donde en otro tiempo se desarrolló una historia que es el
origen de Europa, fluyendo aún en nuestros genes que se heredan, que nos hacen
personas conscientes, libres y curiosas. Os ofrezco adentrarnos en la historia,
la colectiva, la ciudadana y social, la productiva y comercial, la religiosa
con sus dioses y sus ritos, que afianzan al individuo, e incluso pasear con
cariño, con mucho respeto por el Bosque sagrado donde residen en silencio e
invisibles los muertos, siempre observantes y activos. Os reclamo acercarnos a
la ciudad fenicia, a entrar por su muralla, a andar por sus calles, entrar en
sus viviendas, ahora sin gentes, a beber un vino simbólico en sus bodegas,
asistir a los ritos religiosos de sus templos en las fiestas del vino, y en la
más importante y completa de todas que se halla en la aplanada cima de la
sierra. Y si tenemos tiempo, y las piernas responden, paseemos por fuera de las
murallas hasta donde hace casi treinta
siglos se extendía una zona portuaria, donde se guardaban los barcos en
las estaciones de otoño y de invierno difíciles de navegar y a los almacenes donde
se traían productos de todos los lugares del mundo, se discutían los precios y
se expandían por el amplio occidente. Y
os invito, sobre todo, a dejar el corazón libre sin ataduras, la mente muy
despierta y la curiosidad a pleno rendimiento. Porque todo esto se requiere
para viajar en el tiempo, dar un salto atrás en la historia, asimilarnos a
ella, comprenderla desde la mente del que yace en el Bosque sagrado que observa
con atención nuestras reacciones, vigila las palabras y los sentimientos. Un
viaje por la historia inolvidable, con perfecto recorrido, con temas sobre
papeles escritos sin letras para que siempre haya algo distinto. En los viajes,
siempre hay sorpresas, nada es igual. Es lo que prometo, un viaje iniciático
que pretende aportar algo a la vida, que nunca se olvida, que siempre esté en
el recuerdo.
Y ya
descansado de este viaje histórico, penetramos en el mundo del subsuelo, el que
tallaron como espacio divino los canteros. Son muchos los espacios, ningunos
trazados, todo a la espera de la sorpresa que no imaginas y que encuentras de
golpe. Aquí una pared donde se advierten las huellas de los bloques de piedra,
muy cerca un pilar amplio que sustenta el techo a muchos metros del suelo, en
donde el hombre se hace muy pequeño ante la magnitud del espacio elevado al
cielo, y a la vuelta una escalera que no conduce a ningún sitio, porque está
allí, inacabada y como adorno ahora, de modo surrealista. Y de pronto, cuando
nada se espera ni se busca porque nunca sabes algo de este misterioso espacio,
encuentras una habitación inmensa iluminada con luz tenue que se desparrama
suavemente, como una caricia, por paredes y suelos, donde se ven sombras que
parecen muertos, y desde un lugar escondido o inexistente se oye la música
divina y tranquila de ángeles cantores que se acompañan de arpas, de pequeños
violines y violoncelos que te llevan a los lenguajes del cielo. Pero deambular
por estos espacios siempre encuentras lo inesperado, lo que ni siquiera sabías
que existía ni siquiera en los sueños. Una de ellas fue ver juntos en
conversación animada a Odiseo hablando con Tiresias, el ciego vidente, y a
Dante con Virgilio cogidos de la mano. Maravilloso. Y tan de verdad que me
pareció imposible. Mientras que en otras paredes, aprovechadas como
improvisadas pantallas de proyección, con sus grietas y resaltes, vi a
Velázquez hablando con las Meninas y Felipe IV. Y de este modo tan real, en
este mundo que vive oculto y esperanzado bajo el suelo de tierra que pisamos,
se puede pasar un día, se pueden pasar meses y años sin que nos acordemos de
regresar. Se me olvidaba, en una esquina me pareció ver a Homero que recitaba
la Iliada ante un público con los ojos abiertos y expectantes por conocer el
resultado de las contiendas y las decisiones de los dioses y de los hombres.
¿Son
posibles estos viajes? Lo son. Los elementos están a la vista. No hay que
inventar la historia ni recrear con engaño los restos arqueológicos y el mundo
subterráneo de las canteras con simulaciones de cartón piedra. ¿Por qué no se
han realizado estos sueños?. Porque no todos soñamos. Prefieren otras cosas
para sus vidas. Y para su realización, he llamado con el aldabón y con
insistencia a muchas puertas. Apretones de manos, palmadas en el hombro,
promesas que sabía que eran sólo eso. Y nada. Una historia que se repite desde
que en 1984 expuse lo que nunca creí que fuese un sueño, que era real y posible,
porque todo estaba allí, el paisaje, la historia con sus restos y los relatos.
Estamos
en 2019. Tengo que decir con sinceridad y justicia que sólo Germán Beardo, un
político muy joven, trabajador, con visión clara y formado en Historia y
Derecho, que aspira y trabaja sin denuedo para ser alcalde de El Puerto, lo ha
comprendido. No hablamos más de una hora, quizás menos. Lo comprendió, lo vio y
me animó. No me dio palmadas en el hombro. Advertí que se dio cuenta de la
importancia de los sueños y de que los sueños pueden ayudar a solucionar
problemas reales. No hace falta más. Insisto, incluso un político debe ser
culto, de verdad, no de enciclopedias que adornan los estantes y tres frases
buscadas "ad hoc" en wikipedia.. De esto entiendo algo por mi
profesión que enseña a ver dónde están los valores y dónde las apariencias.
APÉNDICE.
Las
investigaciones que comencé en el Castillo de Doña Blanca y las investigaciones
desde 1979 a 2003 con intermitencias han deparado una información histórica y
arqueológica de gran importancia para el conocimiento del poblado, de la
necrópolis y su entorno. Y además en lo que se refiere a la Bahía y al suroeste
peninsular. He excavado en muchos yacimientos arqueológicos en esta zona
peninsular y todas ellas importantes. Pero ninguna me ha cautivado tanto. Y lo
mismo ha sucedido a muchos de los que conmigo han trabajado y trabajan en los
volúmenes que componen su estudio y tesis doctorales. Quiero reflejarlo, como
muestra de una historia de amor, de una pasión por su historia, en un sentido
poema. En el Castillo de Doña Blanca ha habido de todo, alegrías, tristezas y
decepciones. Pero, aunque ahora quedemos al margen, relegado en su pasado
mediato y presente por razones que aún no he terminado de comprender, siempre
predominan los bellos recuerdos y se espera otro futuro. Así lo deseo.
A LA CIUDAD FENICIA DORMIDA EN LA HISTORIA.
DECLARACIÓN DE AMOR.
DIEGO. RUIZ MATA /VERANO DE 2015
Te presentía hace tiempo
entre los
escondidos latidos de mi cuerpo,
en un lugar sin nombre todavía.
Y supe por ese azar que cambia todo
en un instante cercano de mis deseos,
que existías allá donde el tiempo se detiene,
donde se abre la luz que te ilumina,
dormida como una cansada Cenicienta,
entre el misterio de las piedras muertas,
sobre un lecho de sábanas de tierra
que te cubren y ocultan con decoro,
aguardando la palabra Vida.
Te vi, al fin, erguida y digna
en la orilla de las olas imaginadas,
con un nombre
prestado que no era tuyo,
entre muros abatidos,
hierbas temblorosas al viento sofocadas,
y el orgullo de pertenecer a muchos tiempos.
Entonces supe que eras mi destino,
atado a ti en mis curiosidades,
que era imposible alejarte de mis sueños
que ya estabas alojada en mi vida plena.
Y comenzó un amor apasionado.
He buceado en tu vientre,
recorrido tu cuerpo sin desmayo,
no ha habido un solo poro de tu piel
que no hayan caminado mis ojos anhelantes,
buscando tu nombre,
la razón de tu existencia,
el secreto de tu vida verdadera.
Pero, tu, distante y burlona,
me engañabas con falsas apariencias,
mientras yo,
enloquecido y torpe,
intentaba sorprenderte con simples razones.
Ha pasado el tiempo, muchos años,
sin decir la palabra Adiós,
lo que supone el olvido que no quiero,
el olvido que significa muerte,
y a nuestro modo nos seguimos deseando
como en los veranos calurosos de trabajo
y en los secretos de las noches en calma
cuando nos confesamos nuestras miserias..
Tengo en mi mano nuestra correspondencia
antigua de enamorados,
guardada en carpetas con polvo,
con siglas ilegibles, números y dibujos borrados,
nuestro lenguaje oculto que releo cada día,
mientras te sigo soñando despierto
con la esperanza del milagro de la vida,
y tú me esperas, tranquila, dormida en la Historia.
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