COLABORACIÓN DE NUESTROS ACADÉMICOS. Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria


UNA MIRADA ATENTA DESDE LA SIERRA DE SAN CRISTÓBAL PARA UN PROYECTO CULTURAL Y ECONÓMICO.
Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria.
(18 de mayo de 2019).



Esta mañana, con el sol ya despierto a mi espalda iluminando con detalles la Bahía y la sierra y con un vientecillo agradable de poniente en mi rostro, he decidido subir a la Sierra de San Cristóbal y contemplar desde su punto más alto este paisaje histórico que el hombre y la naturaleza juntos han modificado a lo largo del tiempo, de siglos y milenios. Una mañana de ensueño que me permitía ver, tras unos días de levante y un cielo velado poco transparente, el paisaje moderno, el más antiguo y diferente del que hace casi tres mil años contemplaron los fenicios, contrastarlos y recrearlos. Venía de mi despacho, donde sobre una mesa amplia tengo un plano detallado y una foto aérea de este paisaje, no muy grande, más bien escueto y asequible, abarcable a la vista sin girar mucho la cabeza. Una bahía familiar. Un espacio que vio con asombro hace casi tres milenios la llegada de unos barcos negros de brea, con las velas blancas hinchadas por el viento, el timón en el agua sujeto por un robusto marinero y en el mascarón de proa una cabeza de caballo de madera que parecía caminar sobre las olas, calmado, sin prisas y ojos muy abiertos que oteaban la pequeña isla de Cádiz, plana y solitaria, partida en dos, y en la costa la Sierra de San Cristóbal como lugar de referencia, el río Guadalete, o el del Olvido, que por allí desembocaba en un amplio estuario, un bosque espeso de árboles frondosos, y detrás la campiña aplanada y lomas que sobresalían. Ese barco venía de cruzar un angosto estrecho, como una puerta abierta a dos mares, el Mediterráneo y al Atlántico. Es el espacio que se conoce como Estrecho de Gibraltar y yo prefiero llamarla la Puerta de Occidente. Es adonde se abrían sus puertas, hacia donde el sol se sumerge lento en la oscuridad para renacer con bríos al día siguiente. El mito, que hay que creer sin dudas como toda leyenda que se precie, cuenta que fue el semidiós Hércules quien la abrió para conectar ambas aguas. Seguramente fue él ¿por qué no?. Hacía falta una puerta que uniera los dos mares, uno azul y otro verde, que uniera las dos vidas que anidaban en sendos mundos y él lo hizo con sentido. Y Heracles-Hércules con sus brazos de acero, abriéndolos sin esfuerzo, unió a ambos mares. Y horadó dos goznes, uno anclado en Africa, Abila, que algunos sitúan en el monte Hacho en Ceuta y otros en Marruecos, y otro, de nombre Calpe, en el islote de Gibraltar. Yo quiero creer que son dos columnas, como se representa en los mapas, sin puertas de bronce o de madera. Así se ha concebido siempre en las representaciones iconográficas.

Estos barcos venían de navegar otras costas hispanas, las de Málaga con seguridad, y muy pocos años después la península de Huelva, abrazada con desespero por dos ríos, Odiel y Tinto, y un pequeño islote enfrente, Saltés, que después sería la de un dios. Buscaban la plata, tan codiciada en el Próximo Oriente, de la que habían oído hablar de otros marineros, que llegaron curiosos poco antes para ver otros países, y comerciaron algunos productos poco importantes, observaron y no se asentaron en estos parajes de Occidente. Ocurrió unos siglos más tarde cuando los primeros fenicios navegaron a estas costas, hacia el 850 a. de C., y no dejaron nunca de hacerlo. El sueño de navegar a este confín, el punto último del mundo en un mapa de ese tiempo, se convirtió en una ruta habitual, frecuentada siempre. Tras un tiempo corto de primerizos negocios y tanteos, fundaron finalmente la tripartita Gadir, hacia el 800 a.C. Porque eso fue Gadir, una fundación, un organismo muy vivo de tres cabezas, como las de Gerión, que quizás sea su reflejo simbólico: la concisa y encogida isla Eritia gaditana, la ciudad más amplia y vistosamente amurallada al pié de la sierra, conocida como Castillo de Doña Blanca en honor a la reina de Castilla, castigada y prisionera, y la mansión-templo del dios fenicio Melqart, el dios protector de la ciudad de Tiro, que acompañó a los marinos en estas aventura y tuvo su residencia en el islote de Sancti Petri, quizás en un recinto modesto. Eso es Gadir, la unión de tres zonas geográficas, vinculadas en un proyecto, que se conoce como Gadir, un topónimo tardío, que los griegos llamaron en plural, Ta Gadeira. Así hay que ver esta fundación famosa en el extremo occidental, el lugar donde acababa el mundo en aquellos tiempos, donde sucedían las cosas asombrosas e increíbles que narraban los marineros en las tabernas de los puertos al atardecer cuando el sol se retira a su descanso. El lugar en donde la conjunción paulatina de semitas y autóctonos surgió otro nombre mítico más real y tangible, Tartesos, con sus reyes míticos y su plata ansiada por muchos. Y Tartesos entró en la Historia Universal. Y con ella, Occidente. La Bahía gaditana, el Bajo Guadalquivir y Huelva componen otra trilogía mucho más amplia, la esencial para iniciar en ella la historia de la civilización occidental. El espacio llamado tartésico.



La claridad que se abría ante mis ojos curiosos, que nunca se cansan de observar este paisaje, y con los datos frescos en mi mente, me dejó soñar una vez más, me permitió ver todo con la vida que no reflejaban las líneas y relieves de los planos. Estoy de pie y muy atento sobre la caja de hormigón que sustenta una columnita que es el vértice geodésico y nos informa que estamos a 110 m sobre el nivel marino. A lo lejos, Cádiz y sus casas diminutas vistas en la distancia, prácticamente una masa blanquecina sin muchos detalles. Y más cerca, a unos 18 km separadores, la línea de arena de la playa de Valdelagrana con su línea espesa blanca de viviendas, inexistente en época fenicia. Y delante de mí, el montículo artificial de la ciudad fenicia del Castillo de Doña Blanca, una pequeña ensenada a su izquierda, que fue el posible puerto resguardado del viento, y más avanzada la zona portuaria, en un pequeño remonte de poco más de un metro de altura, casi imperceptible a la vista, de unas seis hectáreas de extensión. Y detrás de la ciudad y de su puerto, se extiende en la amplitud de 100 Ha o más la necrópolis, un bosque sagrado donde habitaban los muertos, incinerados y enterrados bajo túmulos amplios, o inhumados en hipogeos excavados en la roca o enterrados bajo desapercibidos bultos de tierra y de piedras, posiblemente para un difunto. Todo bajo un bosque y agua manante por arroyos. Donde estoy, en la cima de la sierra, la ocuparon pueblos de hace cinco mil años, como un lugar sagrado que ve nacer el sol cada día, los que vieron los primeros barcos negros con sus velas abultadas por el viento y más tarde, en el siglo III a. de C., convertida en una zona industrial en la que se ha excavado por completo la bodega más antigua conocida, con sus lagares que parecen esperar la pisada de la uva, espacios abiertos, almacenes y templos. En un lugar, cercana al puerto, conocida como La Dehesilla, la habitaron gentes del III milenio a. C., de la llamada Edad del Cobre, que vivían en cabañas circulares con estructuras sencillas de madera, adobe y paja. Y delante del Castillo de Doña Blanca, cuando las aguas se iban retirando de su puerto sin el bullicio y el ajetreo de la vida, emergieron restos de unas viviendas romanas bien construidas, de cierto porte noble y tumbas. Más adelante, en el siglo VIII d.C., tras mil años de abandono, se establecieron allí las más antiguas gentes islámicas procedentes de Oriente también, menos conciliadoras y más beligerantes. El punto más antiguo que se conoce tras la batalla del Guadalete, hecho famoso y recordado que perdió en poco tiempo el rey Rodrigo y que marcó un hito de gran importancia en la historia de Occidente. Aquí comenzó un período de ocho siglos, con otras costumbres, con otras ideas religiosas.


Ahora miro hacia el norte, a mi espalda caldeada por el sol de mediodía, y contemplo a lo lejos las montañas insinuantes, y entre ellas y la sierra,  la campiña amplia aplanada, rica y poblada en todos los tiempos. Y al fondo, Jerez, extendida, donde en el interior de su alcázar se han hallado hace unos años vestigios de cabañas propias indígenas con materiales semitas. Más al oeste, aunque no se advierte, más bien se presiente, se reconstruye en la imaginación con claridad las antiguas riberas del espacio que fue primero estuario, un lago después -Ligustinus, de nombre- y río Guadalquivir hasta poco más arriba de la Sevilla, la Venecia andaluza, entre canales de agua y marjales. Y girando la vista un poco al sur, El Puerto de Santa María con la tristeza del olvido, que en estos tiempos prácticamente no existía con la grandeza con que la conocemos. Allí localizan algunos, creo que con acierto, el Portus Gaditanus ya con su río y su ribera, que había llegado a este lugar por casualidad y por una obra faraónica de los Balbos de Cádiz. Aquí me detengo, hay que hacerlo en un punto geográfico y en un tiempo. Creo que todo esto es suficiente para explicar con mucho detalle los mil años de historia en los que se concibieron lo que somos y lo que fuimos. En este punto hay que recordar siempre a F. Braudel y su frase que debe  esculpirse con letras brillantes: "Haber sido una condición de ser". Pobre pueblo que no tenga a sus espaldas el refugio de una historia, digo yo.

Absorto en estas visiones, que veía en 3D, recreo el antiguo paisaje, que el hombre, en su obligación de existir y pervivir en continua dialéctica hombre-medio, y la naturaleza sumisa, a veces demasiado violenta, vengadora, peleona sin descanso, y muchas  veces traidora, han modificado notablemente. Hasta tal punto es así, que si un fenicio al que se le diera la posibilidad de revivir, de ver el paisaje en estos días, el que observo hoy desde la sierra y con esta claridad, se sentiría extrañado, no reconocería los lugares en los que solía navegar, trabajar en sus oficios acostumbrados o pasear tranquilo a la puesta de sol, cuando nos adentramos en nuestra vida o cuando declaramos nuestro amor al ser que se desea. Creería que lo habían llevado a otro sitio. No es así. Estaba en el lugar precisamente donde nació y murió. No se había equivocado. El paisaje se había transformado, travestido de otro medio. Los paisajes son la vida que cambian, como los hombres, como todo, porque como dijo el filósofo griego nada es perdurable. No existe el hombre y la historia sin el paisaje y el tiempo. Pero el paisaje tampoco es nada sin que el hombre se fije en él, lo introduzca en su vida.

El espacio de la Bahía gaditana lo ocupaban unas islas. Tres eran las importantes. Una pequeña, conocida como Eritia, otra alargada y amplia de nombre Cotinusa, y la isla de San Fernando sin nombre conocido. Y, como lugar religioso más tarde y residencia de Melqart, el islote de Sancti Petri. Más tarde, las dos islas gaditanas se unieron, dando lugar a la actual Cádiz, y se unieron a la de San Fernando. Delante de la sierra se abría una amplia extensión marina, un estuario quizás. A sus pies, cercana al agua, se fundó el Castillo de Doña Blanca, cercana a una playa de arena muy fina, en un punto elegido a conciencia por sus posibilidades como puerto resguardado del impetuoso viento levantino y un elenco variado de ventajas que favorecieron su elección y asombroso desarrollo. Los elementos arqueológicos ya los he mencionado. Y El Puerto, sin río, se asomaba en un remonte del estuario, a la espera del comienzo de su historia, instalada desde hacía tiempo en sus alrededores.

La ciudad fenicia fue asediada y abandonada entre el 210/205 a.C., manteniéndose hasta ese momento fiel a Cartago, mientras Cádiz, que se convirtió en Gades, prosperó bajo la victoria romana, con la visión que proporciona la realidad y no exenta de cierta traición. Pasaron por aquí las tropas islámicas y se establecieron hasta los siglos XII y XIII. Más tarde, lo que llamamos Torre de Doña Blanca, y que algunos creen que fue la prisión y el lugar de muerte de Blanca de Castilla, esposa de Pedro I El Cruel, fue en realidad una ermita cristiana. Y con ella terminó la historia del lugar. Lo que vemos de mediados del siglo XX no es realmente historia notable, sino los restos de unas naves para vacas y cerdos, que en parte se aprovechan ahora, transformadas en otra cosa.


Unido a esto, es obligado mencionar historias menos nombradas, de menos peso, pero importantes. Una giró en torno a la producción de la sal, producto tan importante para la vida, pero cuyos elementos endebles impiden conocer las salinas con cierto detalle. Y el trabajo de los canteros sin nombres a lo largo de muchos siglos, que realizaron un doble trabajo: la extracción de piedras, su objetivo que los alimentaba, e ir esculpiendo a escondidas, y a golpe de martillo y cincel afilado, espacios maravillosos bajo el suelo sorpresivo y sin advertir de su existencia. Muchos se han destruido por su abandono. Unos pocos permanecen todavía en pié a la espera de que se les insufle vida y que proporcionen sus espacios grandes vivencias, muchos momentos de abandonarnos en el deleite de su belleza, para los ojos que ven espacios únicos y admirables que nos empequeñecen, los oídos que escuchen músicas divinas, el corazón y el alma juntos que disfruten con las esferas de lo celestial y la belleza. Sumirnos, pues, en los espacios donde no es frecuente vivir, porque no vivimos en el cielo,, ni siquiera cerca, bajo un espectáculo especial de arte y de colores y la música que escuchamos para el deleite del alma y acercarnos a los ángeles cantores alados, con sus voces e instrumentos. O simplemente recorrerlas, despacio en silencio, dejándonos conducir por sus espacios que nos reclaman, por donde nos lleve sin trayectos prefijados, por la luz tenue de los lucernarios, sólo observando, viendo e imaginando lo que nuestra imaginación quiera. No se puede pedir más, exigir tantos encantos. Y lo que es tan evidente y palpable, no lo han visto así aquellos que por su cargo efímero, que debe despojarlos de todos los sentidos y de la razón, sólo han dicho "esto es maravilloso", por cortesía, por inercia, como una frase hecha, por no quedar mal. Y nada, después. Nada. Y de verdad que lo siento y me apena de no poder disfrutar de esos divinos espacios que consuelan de la fealdad que nos rodea, de esa cultura labrada durante milenios y que muchos vemos como muere un poco cada día, poco a poco, sin faltar un día.

Lo que digo para las canteras, también lo aplico a la historia, a los restos arqueológicos que son los residuos explícitos e importantes de los orígenes de la Historia de la Bahía, de Occidente, de Europa. Y puesto que todo esto existe -paisaje, historia y canteras- he podido aunarlos, proporcionarles sentido, temas coherentes explicativos, disfrutes que no se pueden explicar con simples palabras sino con sentimientos. Lo que se expresará en un Parque Arqueológico y Cultural para el disfrute y conocimiento de la historia y de los sentidos, compatible con el desarrollo económico, la medicina necesaria que permita con su poder curativo conservarlos, el turismo cultural de gran calidad y la creación de empleo, que con prisas necesita El Puerto de Santa María, la Bahía y sus gentes. Pueden parecer pensamientos muy prácticos, poco compatibles con lo que antes expresé. Quizás poco espirituales y poéticos. Pero lo son. Y creo que pueden casarse felizmente, si lo hacen conscientes y enamorados. El creador de estas ideas es muy consciente de esta situación, pese a ser de letras, arqueólogo, lector de literatura, de poesías, de ensayo y de todo lo que huela a pensamiento. La curiosidad, todo lo que promueva la curiosidad para todo y de la que no puedas desprenderte nunca posee un valor cultural, agranda tu persona. Pero no es incompatible con el progreso entendido que consiste también en crear las condiciones para vivir dignamente.


Os invito ahora a un sucinto paseo a un recorrido por las ideas que han movido este proyecto que vi con claridad hace muchos años, desde el momento en que alguien me dijo ¿qué se puede hacer en este espacio de la sierra? Os animo a que voléis conmigo a ver la Bahía desde el aire, asomado por el hueco de una nube, a ver cómo el hombre, el tiempo y la naturaleza lo ha transformado todo, su esencia, a ver los lugares donde en otro tiempo se desarrolló una historia que es el origen de Europa, fluyendo aún en nuestros genes que se heredan, que nos hacen personas conscientes, libres y curiosas. Os ofrezco adentrarnos en la historia, la colectiva, la ciudadana y social, la productiva y comercial, la religiosa con sus dioses y sus ritos, que afianzan al individuo, e incluso pasear con cariño, con mucho respeto por el Bosque sagrado donde residen en silencio e invisibles los muertos, siempre observantes y activos. Os reclamo acercarnos a la ciudad fenicia, a entrar por su muralla, a andar por sus calles, entrar en sus viviendas, ahora sin gentes, a beber un vino simbólico en sus bodegas, asistir a los ritos religiosos de sus templos en las fiestas del vino, y en la más importante y completa de todas que se halla en la aplanada cima de la sierra. Y si tenemos tiempo, y las piernas responden, paseemos por fuera de las murallas hasta donde hace casi treinta  siglos se extendía una zona portuaria, donde se guardaban los barcos en las estaciones de otoño y de invierno difíciles de navegar y a los almacenes donde se traían productos de todos los lugares del mundo, se discutían los precios y se expandían por el amplio occidente.  Y os invito, sobre todo, a dejar el corazón libre sin ataduras, la mente muy despierta y la curiosidad a pleno rendimiento. Porque todo esto se requiere para viajar en el tiempo, dar un salto atrás en la historia, asimilarnos a ella, comprenderla desde la mente del que yace en el Bosque sagrado que observa con atención nuestras reacciones, vigila las palabras y los sentimientos. Un viaje por la historia inolvidable, con perfecto recorrido, con temas sobre papeles escritos sin letras para que siempre haya algo distinto. En los viajes, siempre hay sorpresas, nada es igual. Es lo que prometo, un viaje iniciático que pretende aportar algo a la vida, que nunca se olvida, que siempre esté en el recuerdo.

Y ya descansado de este viaje histórico, penetramos en el mundo del subsuelo, el que tallaron como espacio divino los canteros. Son muchos los espacios, ningunos trazados, todo a la espera de la sorpresa que no imaginas y que encuentras de golpe. Aquí una pared donde se advierten las huellas de los bloques de piedra, muy cerca un pilar amplio que sustenta el techo a muchos metros del suelo, en donde el hombre se hace muy pequeño ante la magnitud del espacio elevado al cielo, y a la vuelta una escalera que no conduce a ningún sitio, porque está allí, inacabada y como adorno ahora, de modo surrealista. Y de pronto, cuando nada se espera ni se busca porque nunca sabes algo de este misterioso espacio, encuentras una habitación inmensa iluminada con luz tenue que se desparrama suavemente, como una caricia, por paredes y suelos, donde se ven sombras que parecen muertos, y desde un lugar escondido o inexistente se oye la música divina y tranquila de ángeles cantores que se acompañan de arpas, de pequeños violines y violoncelos que te llevan a los lenguajes del cielo. Pero deambular por estos espacios siempre encuentras lo inesperado, lo que ni siquiera sabías que existía ni siquiera en los sueños. Una de ellas fue ver juntos en conversación animada a Odiseo hablando con Tiresias, el ciego vidente, y a Dante con Virgilio cogidos de la mano. Maravilloso. Y tan de verdad que me pareció imposible. Mientras que en otras paredes, aprovechadas como improvisadas pantallas de proyección, con sus grietas y resaltes, vi a Velázquez hablando con las Meninas y Felipe IV. Y de este modo tan real, en este mundo que vive oculto y esperanzado bajo el suelo de tierra que pisamos, se puede pasar un día, se pueden pasar meses y años sin que nos acordemos de regresar. Se me olvidaba, en una esquina me pareció ver a Homero que recitaba la Iliada ante un público con los ojos abiertos y expectantes por conocer el resultado de las contiendas y las decisiones de los dioses y de los hombres.


¿Son posibles estos viajes? Lo son. Los elementos están a la vista. No hay que inventar la historia ni recrear con engaño los restos arqueológicos y el mundo subterráneo de las canteras con simulaciones de cartón piedra. ¿Por qué no se han realizado estos sueños?. Porque no todos soñamos. Prefieren otras cosas para sus vidas. Y para su realización, he llamado con el aldabón y con insistencia a muchas puertas. Apretones de manos, palmadas en el hombro, promesas que sabía que eran sólo eso. Y nada. Una historia que se repite desde que en 1984 expuse lo que nunca creí que fuese un sueño, que era real y posible, porque todo estaba allí, el paisaje, la historia con sus restos y los relatos.

Estamos en 2019. Tengo que decir con sinceridad y justicia que sólo Germán Beardo, un político muy joven, trabajador, con visión clara y formado en Historia y Derecho, que aspira y trabaja sin denuedo para ser alcalde de El Puerto, lo ha comprendido. No hablamos más de una hora, quizás menos. Lo comprendió, lo vio y me animó. No me dio palmadas en el hombro. Advertí que se dio cuenta de la importancia de los sueños y de que los sueños pueden ayudar a solucionar problemas reales. No hace falta más. Insisto, incluso un político debe ser culto, de verdad, no de enciclopedias que adornan los estantes y tres frases buscadas "ad hoc" en wikipedia.. De esto entiendo algo por mi profesión que enseña a ver dónde están los valores y dónde las apariencias.

APÉNDICE.
Las investigaciones que comencé en el Castillo de Doña Blanca y las investigaciones desde 1979 a 2003 con intermitencias han deparado una información histórica y arqueológica de gran importancia para el conocimiento del poblado, de la necrópolis y su entorno. Y además en lo que se refiere a la Bahía y al suroeste peninsular. He excavado en muchos yacimientos arqueológicos en esta zona peninsular y todas ellas importantes. Pero ninguna me ha cautivado tanto. Y lo mismo ha sucedido a muchos de los que conmigo han trabajado y trabajan en los volúmenes que componen su estudio y tesis doctorales. Quiero reflejarlo, como muestra de una historia de amor, de una pasión por su historia, en un sentido poema. En el Castillo de Doña Blanca ha habido de todo, alegrías, tristezas y decepciones. Pero, aunque ahora quedemos al margen, relegado en su pasado mediato y presente por razones que aún no he terminado de comprender, siempre predominan los bellos recuerdos y se espera otro futuro. Así lo deseo. 

A LA CIUDAD FENICIA DORMIDA EN LA HISTORIA.
DECLARACIÓN DE AMOR.

DIEGO. RUIZ MATA /VERANO DE 2015


Te presentía hace tiempo                               
             entre los escondidos latidos de mi cuerpo, 
             en un lugar sin nombre todavía.                                                                                                                                          
Y supe por ese azar que cambia todo                                  
en un instante cercano de mis deseos,
que existías allá donde el tiempo se detiene,                         
donde se abre la luz que te ilumina,
dormida como una cansada Cenicienta,
entre el misterio de las piedras muertas,
sobre un lecho de sábanas de tierra
que te cubren y ocultan con decoro,
aguardando la palabra Vida.
                                                     
Te vi, al fin, erguida y digna                               
en la orilla de las olas imaginadas,
con  un nombre prestado que no era tuyo,
entre muros abatidos,
hierbas temblorosas al viento sofocadas,
y el orgullo de pertenecer a muchos tiempos.

Entonces supe que eras mi destino,
atado a ti en mis curiosidades,
que era imposible alejarte de mis sueños
que ya estabas alojada en mi vida plena.

Y comenzó un amor apasionado.
He buceado en tu vientre,
recorrido tu cuerpo sin desmayo,
no ha habido un solo poro de tu piel
que no hayan caminado mis ojos anhelantes,
buscando tu nombre,
la razón de tu existencia,
el secreto de tu vida verdadera.
Pero, tu, distante y burlona,
me engañabas con falsas apariencias,
mientras  yo, enloquecido y torpe,
intentaba sorprenderte con simples razones.

Ha pasado el tiempo, muchos años,
sin decir la palabra Adiós,
lo que supone el olvido que no quiero,
el olvido que significa muerte,
y a nuestro modo nos seguimos deseando
como en los veranos calurosos de trabajo
y en los secretos de las noches en calma
cuando nos confesamos nuestras miserias..

Tengo en mi mano nuestra correspondencia
antigua de enamorados,
guardada en carpetas con polvo,
con siglas ilegibles, números y dibujos borrados,
nuestro lenguaje oculto que releo cada día,
mientras te sigo soñando despierto
con la esperanza del milagro de la vida,
y tú me esperas, tranquila, dormida en la Historia.
                                                                                    

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