Discurso de Investidura del académico de Santa Cecilia, profesor Rafael Sánchez Saus

 CASTILLA, EL ESTRECHO Y EL ALMIRANTE ZACARÍAS PRIMER SEÑOR DE El PUERTO


El carácter peninsular de España obligó en muchos momentos de la Reconquista a tener en cuenta las operaciones navales, así como la relación de al-Andalus con el Magreb, muy fuerte y transformada a menudo en simple dependencia. Aunque a mediados del siglo XIII tanto Portugal como Aragón habían ya protagonizado importantes campañas en las que las fuerzas navales tuvieron relevancia, Castilla no conoció esa necesidad hasta el asedio de Sevilla, momento que habitualmente se considera la verdadera partida de bautismo de la marina castellana.

La conquista del valle del Guadalquivir y la aproximación a las villas y puertos del litoral atlántico hubo de conllevar, como apuntara Jesús Montoya, un cambio en el modelo de frontera al que Castilla estaba habituada, un cambio que supuso, en los años sesenta y setenta del siglo XIII, el paso de un trazado fronterizo horizontal y extenso a otro que él calificó de “rectangular” y más complejo. En éste, la frontera abarca no sólo la red de atalayas y puntos fortificados, también las villas y ciudades situadas bastante al interior cuyos habitantes no podían eximirse de los riesgos derivados de cabalgadas y razzias enemigas. Aunque la presencia del reino de Granada pudiera justificar el mantenimiento de la conciencia fronteriza en Castilla, la existencia de ese reino musulmán vasallo y menor no parece, sin embargo, suficiente motivo como para alumbrar un cambio de esa dimensión que llega, incluso, a afectar al lenguaje. Hubo de ser, sin duda, el impacto de las mortíferas incursiones benimerines desde las plazas fuertes del área del Estrecho y los grandes esfuerzos militares y de todo orden necesarios para impedirlas lo que generó semejante transformación.

Y es que al aproximarse a las aguas del Estrecho y poner sus miras conquistadoras en África -como muy pronto a partir de la conquista de Sevilla pensaron Fernando III y luego Alfonso X-, Castilla se involucraba en un ámbito estratégico de enorme complejidad y sometido ya entonces a fuertes tensiones, un mundo más complejo militar y diplomáticamente de lo que hasta entonces el reino había tenido que afrontar en las décadas de la gran expansión en Extremadura y Andalucía. Como ha escrito Miguel Ángel Ladero, “las relaciones políticas, bélicas y económicas en el área del Estrecho de Gibraltar se articulan desde la tercera década del siglo XIII en torno a algunos hechos principales como son la crisis y descomposición del Imperio almohade en el Magreb, la gran conquista hispanocristiana en al Andalus y el aumento del interés mercantil de Génova y otras plazas italianas por el comercio norteafricano, cuyos puertos daban salida a apreciados productos del S. del Sahara (oro, esclavos, marfil), y proporcionaban medio de intercambiar trigo, aceite, cueros y otras materias primas magrebíes contra las correspondientes mercancías europeas”. Todo ello supuso, además de la irrupción de Castilla, de la que después hablaremos, la presencia cada vez más intensa de los intereses catalanes en Túnez y Bugía, e incluso en zonas más occidentales del Magreb, la alianza de los genoveses con poderes locales autónomos, especialmente con Ceuta, que garantizaran la extensión de su comercio en la región, y la indudable atracción por la zona experimentada por Portugal o Francia. En cuanto a las potencias musulmanas, ninguna de ellas, comenzando por Granada y siguiendo por los benimerines de Fez, los zayaníes de Tremecén, los hafsíes de Túnez e incluso los mamelucos egipcios, podían permanecer indiferentes ante los vaivenes de la situación política militar y las apetencias o proyectos del resto. Como subrayara María Jesús Viguera, lo que estaba en juego era, por supuesto, un reparto de territorios y de zonas de influencia, pero el dominio territorial poseía también una finalidad hegemónica sobre las grandes rutas del comercio internacional que en esas mismas décadas estaban empezando a perfilarse y a dejar ver la enorme importancia económica que muy pronto, una vez interrelacionadas, iban a tener la ruta horizontal, “ruta de las islas y de las especias”, que recorre el Mediterráneo de Este a Oeste y viceversa; y las verticales, las “rutas del oro, esclavos y lana” que hunden sus raíces en el África negra para alcanzar el mar por los puertos magrebíes.

Hasta mediados del siglo XIII, los asuntos del norte de África parecían más bien algo exclusivo de los italianos, los cuales tenían presencia en la zona desde un siglo atrás. A este propósito escribía Giovanna Petti Balbi: “Fuerte y precoz se muestra el interés genovés sobre Marruecos, con una notable concentración de negocios y mercaderes sobre Ceuta, que desde allí se trasladan a Salé y Safí, en la costa atlántica, localidades de llegada de las rutas del oro transaharianas. De este modo vemos cómo se sucede por parte de Génova el envío de delegaciones y la renovación de tratados”. Ese fenómeno se intensificó en la primera mitad del siglo XIII, hasta el punto de que en 1234 los genoveses asediaron y tomaron Ceuta, aunque de modo fugaz.

En el tercer tercio del siglo XIII, al mismo tiempo que se rebaja la presencia genovesa en Ceuta, que se desplaza hacia la recién conquistada Andalucía, aparecen en el área los aragoneses, en plena fase de expansión por el norte de África y en concurrencia con los italianos. En ese contexto se produce la conquista aragonesa de Ceuta en 1274, en virtud del acuerdo firmado con los benimerines (Ceuta estaba bajo dominio de Granada, pero fue conquistada por los aragoneses, que la entregaron a los benimerines).

Castilla también sintió pronto la atracción africana, aunque naturalmente sus intereses siguieron siendo fundamentalmente peninsulares. Alfonso X, a partir de 1252, se planteó la posibilidad de una cruzada allende el mar, aunque la precariedad del dominio sobre las comarcas del Guadalete y de la bahía de Cádiz y el fracaso de la expedición contra el puerto marroquí de Salé en 1260 le hicieron ver la necesidad de asegurar más firmemente las bases de una acción de la envergadura deseada. Ello supuso la conquista de Niebla y la ocupación de Cádiz en 1262, así como todo un conjunto de medidas tendentes a limitar la presencia de mudéjares en zonas sensibles desde el punto de vista estratégico y militar. Cádiz se perfilaba en los planes del monarca como la gran base naval que haría posible el salto a la conquista del norte de África pero, al mismo tiempo y en ese contexto, las plazas del Estrecho hacen su aparición en el horizonte político de Castilla. En 1262 o 1263, Alfonso X solicitó a Muhammad I de Granada la entrega temporal de Tarifa y Algeciras, que debían servir de embarcaderos de la hueste, pero el granadino no hizo tal cosa y, por el contrario, llegó a la conclusión de que la creciente presión castellana debía ser aliviada a través de procedimientos contundentes que se manifestaron en su incitación al gran levantamiento mudéjar de 1264 y en el establecimiento de relaciones amistosas con Fez que hicieron posible la actuación de tropas marroquíes en apoyo de los sublevados.

Aunque no podemos detenernos en los detalles de la evolución política de Castilla, Fez y Granada en esos años, es importante subrayar que el elemento desencadenante inicial de lo que se ha dado en llamar la Batalla de Estrecho tiene su origen en el lógico temor que el fecho de allent despertó en las potencias musulmanas más afectadas por la cruzada que se pretendía organizar. Durante muchos años esa cruzada fue un empeño al que Alfonso X dedicó una gran atención y que condicionó completamente sus relaciones con el vasallo granadino. De nuevo en 1272 y 1273 Castilla volvió a poner sobre el tapete la entrega de Tarifa y Algeciras en el curso de las negociaciones para concluir la guerra entre ambos reinos y a cambio de importantes ventajas políticas y económicas, pero en esta ocasión no era ya tan sólo el proyecto de lanzar una cruzada sobre África lo que movía al rey Sabio, también el deseo de controlar los crecientes movimientos de tropas benimerines a un lado y otro del Estrecho para intervenir en socorro de Granada. Este cambio tiene para nosotros mucha importancia, pues por vez primera Castilla se interesa por las plazas del Estrecho no en función de su política expansionista, sino para asegurar la defensa de las tierras conquistadas en Andalucía unas décadas antes. Naturalmente, esto implica una alta consideración de lo que esas plazas suponían como puntos fortificados al mismo tiempo que de su capacidad estratégica para dominar las aguas del Estrecho. Sin embargo, no sería Castilla la que en 1273 se hiciera con Algeciras y Tarifa, antes bien el nazarí Muhammad II prefirió recurrir al apoyo benimerín a cambio de la entrega de ambas ciudades y de Ronda, lo que sucedió ya en 1275.

¿Qué movía a los benimerines a comprometerse de ese modo en los conflictos peninsulares? Hay dos que pueden señalarse con carácter permanente: la necesidad de alcanzar una legitimación ideológica de su poder a través de la yihad, por una parte, y las ventajas económicas que se derivaban del control del Estrecho y de los principales puertos del litoral norteafricano. Tal vez por eso, la guerra tuvo casi siempre para ellos un carácter eminentemente defensivo y de conservación del territorio a pesar de lo aparatoso de sus campañas predatorias. Para los sultanes benimerines, que se proclamaban sucesores y herederos legítimos del imperio almohade, el Estrecho no podía ser una barrera psicológica aunque representara un fuerte obstáculo geográfico a sus pretensiones. Las insistentes llamadas de auxilio del islam andalusí no harían sino reforzar estos mecanismos de carácter ideológico y mesiánico.

Como es sabido, desde las posesiones recién adquiridas, entre 1275 y 1285 el sultán benimerín Abú Yúsuf lanzó cinco grandes expediciones sobre el valle del Guadalquivir. Aunque demoledoras y de tremendos efectos, lo cierto es que no lograron ningún avance sustancial de la frontera, ni consiguieron la conquista perdurable de ninguna plaza enemiga, ni quebraron la voluntad de resistencia de los pioneros castellanos establecidos en las nuevas tierras. De esa década terrible nos conviene ahora señalar lo que sigue:

1) Alfonso X intentó taponar las incursiones musulmanas a través de una novedosa estrategia, nunca ensayada antes por Castilla, que suponía la combinación del dominio terrestre y del control naval de las aguas del Estrecho. El asedio de Algeciras en 1278-1279 intentó ir a la raíz del problema poniendo en juego los importantes recursos militares terrestres de Castilla, que le permitieron llevar una gran hueste con todo el tren de máquinas de sitio ante los muros de una ciudad fuertemente defendida, por un terreno muy difícil y ubicada muy lejos de los núcleos que debían sostener al ejército. Pero el gran esfuerzo económico y logístico que ello suponía era poca cosa comparado con el que hubo de hacerse para armar y mantener la gran flota de 24 galeras y 80 naves, más otras muchas de menor tamaño, que se consideró necesaria para asegurar el bloqueo marítimo de la plaza y el control del Estrecho. El gran fracaso que se produjo al ser destruida la flota castellana el 25 de julio de 1279 por la armada meriní, lo que provocó el precipitado levantamiento del cerco terrestre, no puede ocultar el hecho de que Castilla había encontrado en la combinación de esfuerzos navales y terrestres la clave estratégica a la que debería sus principales éxitos futuros.

2) Es evidente que, frente al estilo guerrero predilecto de los benimerines, basado en la gran expedición predatoria, Castilla apostó desde el primer momento en la zona del Estrecho por el avance territorial, por lento, costoso y arriesgado que pudiera parecer. Esta opción estratégica enraizaba en la propia tradición militar europea de la época, que daba a la posesión de los puntos fortificados un valor decisivo en cualquier confrontación bélica. Como ha señalado Manuel Rojas, “se puede comprobar que la auténtica pretensión de los monarcas castellanos que se volcaron por dominar ese marco geo-político [el Estrecho] desde que hicieron su entrada en escena los benimerines fue la conquista de la ciudad y el puerto de Algeciras”. Para Castilla, ello posibilitaba controlar “el paso marítimo en sentido norte-sur y este-oeste, cerrar las puertas a nuevas invasiones norteafricanas y, al mismo tiempo, poseer una inexpugnable fortaleza, estratégicamente ubicada, desde la que acometer la conquista de la Garbia granadina”. Sin embargo, la pretensión se veía fuertemente obstaculizada por la longitud de las líneas de abastecimiento de los ejércitos castellanos, ya que las plazas más cercanas con verdadera capacidad para organizar las tareas logísticas eran Jerez, a tres jornadas de distancia, y sobre todo Sevilla, a distancia ya muy considerable. A ello hay que añadir el inconveniente aún mayor de que los recursos de la Andalucía cristiana no eran suficientes para afrontar semejantes campañas por lo que estos debían ser proporcionados por regiones situadas mucho más lejos. Ante estas dificultades, la posesión de una flota que, además de impedir el abastecimiento enemigo, garantizara el propio por vía marítima, soslayando los peligros de la ruta terrestre, podía ser la solución, pero el desastre naval de 1279 puso de manifiesto lo problemático de mantener en buen estado de combate una flota en el Estrecho cuando los puertos castellanos más próximos eran los de la bahía de Cádiz y la navegación desde ellos hasta el Estrecho sólo podía hacerse contra los vientos dominantes en la zona, los fuertes y pertinaces de levante.

A estos problemas, Sancho IV trató de responder con una serie de medidas militares y diplomáticas que, aunque costosas, se revelaron eficaces: la primera consistió en el recurso a flotas extranjeras cuyos servicios fueron contratados a alto precio. Es sintomático de esta necesidad de reorganizar el aparato de guerra castellano, que al mismo tiempo Sancho IV nombrara, en la persona de Fernán Pérez Ponce, un adelantado mayor de la Frontera por vez primera en su reinado. Y es que el complemento imprescindible de la renovación de la capacidad naval era asegurar la eficiencia de las tropas en tierra toda vez que el objetivo de la campaña que se preparaba era Tarifa, en manos de los benimerines y base imprescindible de las razzias que desde el verano de ese mismo año estos comenzaron a lanzar sobre Andalucía, aunque fracasaran en el asedio al que durante tres meses sometieron a Vejer.

La elección de Tarifa como objetivo de la campaña de 1292 es muy indicativa de los cambios que la estrategia de Castilla había experimentado en los últimos años. Tarifa era en ese momento una plaza más peligrosa en manos africanas que Algeciras, ya que su puerto, aunque inferior al algecireño, era más utilizado por los benimerines para los desembarcos de sus tropas a causa de la menor anchura del brazo de mar y, sobre todo, porque desde Tarifa tenía mejor y más rápida salida la caballería meriní hacia la Andalucía cristiana. Además, Tarifa podía constituirse, en caso de ser tomada, en el enclave cercano al frente que Castilla necesitaba para presionar eficazmente sobre Algeciras y poder contar con un enclave defensivo suficiente en caso necesario.

Así pues, la elección de Tarifa estaba inspirada en la necesidad de asegurar la defensa y proteger las tareas de repoblación de las tierras andaluzas amenazadas y no ya en la necesidad de contar con un puerto suficiente para servir de plataforma a una intervención en el norte de África. A la inversa, Tarifa era importante para los benimerines en la medida en que la política de estos en el lado norte del Estrecho aspiraba al mantenimiento de la guerra santa contra territorios cristianos y a una no imposible reconquista de los territorios perdidos por el islam unas décadas atrás. Por eso, la conquista de Tarifa en octubre de 1292 supuso el fin durante mucho tiempo de las incursiones benimerines sobre tierras cristianas. Desde entonces y hasta el final de la batalla del Estrecho, el objetivo de los moros no podrá ser ya lanzar cabalgadas sobre Andalucía o tratar de conquistar Jerez, sino que sus afanes se centran en la recuperación de Tarifa. Como la respuesta de Castilla consiste en perseverar en sus intentos sobre Algeciras y, secundariamente, Gibraltar, la guerra en tierra se transforma desde entonces y durante mucho tiempo en una guerra de posiciones al modo medieval más clásico, muy equilibrada y en la que las fortalezas y plazas fuertes vuelven a retomar todo su protagonismo, de modo que la guerra naval está siempre al servicio de las operaciones en tierra.

Sancho IV fue muy consciente también de que el desastre paterno de 1279 ante Algeciras se debió en no poca medida a la falta de los imprescindibles recursos económicos para el mantenimiento de flota y ejército. El coste de la guerra en una zona tan alejada y en la que era del todo necesario contar con una flota numerosa y bien preparada, era tremendo. El sostenimiento de una galera en el Estrecho durante el reinado de Sancho IV suponía de 500 a 600 doblas de oro mensuales, pero el coste de la guerra terrestre, en el que tamaño de los ejércitos era mucho mayor, era el renglón decisivo. La conquista y defensa de Tarifa, entre 1292 y 1294 debió costar no menos de quince millones de maravedíes –unas 700.000 doblas, lo que absorbió las rentas ordinarias de la Corona y otros recursos extraordinarios habilitados al efecto. Ese aspecto fiscal de la guerra en el Estrecho tiene una gran importancia, pues no pueden caber dudas acerca del hecho de que la “revolución fiscal” alumbrada en la Corona castellana entre Alfonso X y Alfonso XI fue una de las razones de fondo de su victoria en este largo conflicto.

Otra importante lección aprendida por Sancho IV fue la necesidad de preparar muy bien diplomáticamente la acción de los ejércitos. El éxito de Tarifa fue posible por el aislamiento en que logró sumir al sultán de Fez, separándolo de su habitual aliado granadino, con el que concertó treguas y nuevo vasallaje, al mismo tiempo que él cerraba una alianza con Jaime II de Aragón –en el cerco de Tarifa colaboraron diez galeras catalanas-, negociaba indirectamente con Tremecén –gran enemigo de los benimerines-, y contrataba los servicios de Benedetto Zaccaria y sus genoveses.

Benedetto Zaccaria, micer Benito Zacarías en la cronística y la historiografía españolas, nació en Génova hacia 1245 y formaba parte de un linaje de la aristocracia genovesa sin apenas tradición mercantil. No obstante, muy joven aún, se inclinó por la actividad comercial, viajando a Oriente y ocupándose en el tráfico de lanas, paños y tintes. En Asia Menor descubrió un rico yacimiento de alumbre, producto vital para la industria medieval, tanto para el curtido como para el tintado. La explotación y comercialización del yacimiento le dio la oportunidad de introducirse en la Corte bizantina, sirviendo como embajador a Miguel VIII Paleólogo ya en 1265. En 1267, y a cambio de protección naval, el emperador le concedió el señorío sobre la zona de Focea, importante productora de alumbre. A partir de ese momento, y durante varias décadas, Zacarías desarrolló un novedoso sistema de producción, transporte y comercialización del mineral que le llevó a dominar una gran parte del mercado. La flota construida al efecto servía también para asegurar la defensa del Egeo y a las empresas políticas y militares de Bizancio, con el correspondiente beneficio económico y político para el personaje.

La posesión de esta flota, cuya galera capitana, la Divizia, ha pasado a la historia por su tamaño y perfecto acabado, dio a micer Benito Zacarías una dimensión militar que en aquella época no estaba en absoluto reñida con la empresarial. El prestigio ganado en Oriente le llevó en 1284 al mando de la flota genovesa en la guerra contra Pisa, vecina y rival de la república ligur. El 6 de agosto obtuvo una gran victoria en La Meloria, y entre 1285 y 1287 llevó a cabo una serie de operaciones navales que culminaron con la entrada en el puerto de la propia Pisa, acción en la que resultó herido.

En esos mismos años sus negocios abarcaban todo el Mediterráneo, desde el mar Negro y Armenia hasta el Magreb y España. Además del alumbre, que fue la base de su fortuna, los Zacarías comerciaban con otros muchos productos, desde el trigo ucraniano o búlgaro a las pieles y pescado del sur de Rusia, que transportaban hasta Italia, al tiempo que proporcionaban a Oriente telas flamencas y francesas, armas italianas y sal. Micer Benito no se hacía a la rutina: ya en 1278 había enviado alumbre a Inglaterra a través del estrecho de Gibraltar, siendo pionero de una ruta marítima de extraordinaria importancia para el comercio europeo y, por supuesto, tanto para Génova como para Castilla. Su relación con España, muy intensa ya en lo comercial, adquiere otro sesgo a partir de 1282 cuando visitó a Alfonso X el Sabio como embajador de Miguel VIII Paleólogo para buscar su alianza frente a Carlos de Anjou. En 1284 el nuevo monarca, Sancho IV, gravemente amenazado por los benimerines, contrató sus servicios para la vigilancia del estrecho con doce galeras mediante el pago de 6000 doblas de oro mensuales. Además le concedió el señorío de El Puerto de Santa María a cambio de su compromiso de mantener siempre una galera armada que defendiese la costa entre el Guadalete y el Guadalquivir. Esta adquisición debe valorarse en el conjunto de los intereses mercantiles de Zacarías, en la línea, pues, de lo que previamente significó su dominio de Focea o el posterior de Quíos. De momento, la presencia del genovés en el estrecho, y los preparativos terrestres y navales de Sancho IV, aconsejaron la retirada marroquí del cerco sobre Jerez y la firma de treguas.

En 1291 volvió la guerra a las aguas ibéricas. El nuevo sultán benimerín, Ibn Jacob, reanudó la presión en la frontera y Sancho IV se vio obligado a llamar de nuevo a micer Benito Zacarías, quien se hizo a la mar en Génova con siete galeras armadas allí por encargo del rey castellano. Reunida esta flota con otras cinco naves aprestadas en Sevilla, el 6 de agosto obtuvo una completa victoria en Marzamosa, en la costa africana sobre la escuadra enemiga, capturando trece de las veinticuatro galeras que la componían. Este triunfo, y el consiguiente dominio del estrecho, resultaron esenciales para la conquista de Tarifa al año siguiente.

A partir de septiembre de 1291 y hasta 1294 aparece en los privilegios reales como almirante de la mar. En el verano de 1292 tomó parte en las acciones navales que contribuyeron decisivamente a la toma de Tarifa, mandando sus propias naves, las castellanas y las aragonesas del vicealmirante Montoliú. Todavía en 1293 y primeros meses de 1294 participa en las operaciones de defensa de la plaza, inmediatamente sitiada por los musulmanes, y en la toma de la fortaleza de Alixar, pero en un momento crítico de la campaña, cuando se armaba la flota que iba intentar el levantamiento del cerco, y por razones desconocidas, el almirante Zacarías rompió con Sancho IV y abandonó el almirantazgo. Juan Mathé de Luna, inmediatamente nombrado almirante, y Fernán Pérez Maimón se hicieron cargo de la escuadra y obtuvieron la definitiva victoria sobre los benimerines.

Ese mismo año de 1294 micer Benito fue nombrado almirante de Francia para llevar adelante los planes de Felipe el Hermoso de invadir Inglaterra. A la sazón se armaba una flota en Ruán por ingenieros genoveses. Esto puede explicar lo sucedido en España, aunque otras noticias aplazan hasta 1297 su presencia en Francia. Allí permaneció hasta 1300, combatiendo en 1298 a los rebeldes flamencos, aunque al parecer percibió hasta su muerte una pensión de la Corona francesa. En 1300 volvió a Génova para capitanear una escuadra fletada por las damas genovesas contra los sarracenos, y en 1301 planeó la reconquista de Trípoli de Siria, perdida por los cruzados en 1289. Poco después, en 1304, obtuvo como feudo del emperador de Bizancio la isla de Quíos, en el corazón del gran comercio oriental y, desde entonces, centro principal de la presencia genovesa en Levante. De nuevo en Génova, en 1306 se convierte en condestable de la ciudad y en ella murió, tras vivir sus últimos años en el espléndido palacio que se hizo construir, hacia 1307 o 1308, según R. S. López e Y. Renouard, o en 1314, según M. Gaibrois.

Micer Benito Zacarías dejó descendencia, o al menos deudos muy próximos, en Andalucía. Estos parientes heredaron la mitad del señorío de El Puerto de Santa María que el almirante conservó tras la venta de la otra mitad a Alonso Pérez de Guzmán el Bueno en 1295. Vivieron en Jerez como un linaje destacado de su aristocracia y vendieron su mitad de El Puerto a María Coronel, conservándose el apellido Zacarías en Jerez hasta bien entrado el siglo XV. De hecho, Juana Fernández Zacarías, llamada la Dueña, vivió hasta 1463. Fue dama muy principal y de gran fortuna, la cual sirvió para revitalizar al linaje de su marido, el de Villavicencio, por entonces muy decaído como consecuencia de su obediencia petrista durante la guerra civil castellana. A raíz de este patrimonio, que volcó en ellos el patrimonio y prestigio de los Zacarías, los Villavicencio adquirieron un renovado protagonismo en toda la región.

Como ha escrito Juan José Iglesias, Benito Zacarías fue, a la vez, un hombre de su tiempo y un adelantado a él. Hombre de guerra y de negocios, fue uno de los protagonistas más señalados de la revolución comercial bajomedieval. Sensible a los valores encarnados en la cruzada, desarrolló y puso en práctica las técnicas nacientes del capitalismo mercantil. “Defendía así una civilización, al tiempo que contribuía a construir otra nueva y a expandirla con la espada y con los libros de cuentas”.

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