PAREMIA: 7. “La que es deseosa de ver, también tiene deseo de ser vista” (Sancho II, 49:1117)
Cuando el Quijote se asoma al espejo
Del Quijote a la vida misma
Hay cosas que no se aprenden en los libros. Ni asistiendo a conferencias, ni memorizando frases bonitas. Hay aprendizajes que solo llegan… viviendo. Caminando con los ojos abiertos. Escuchando con el alma. Dejándose tocar por la palabra de una persona sencilla, por un gesto humilde, por un silencio lleno de sentido. A veces, no hace falta mucho: una frase dicha sin querer, con el corazón en calma, puede quedarse latiendo dentro de ti durante días. Y te transforma, aunque no sepas muy bien cómo.
De todo eso sabe mucho mi amigo Antonio Castellanos Maciá, un humanista de verdad, un filósofo que piensa con la vida, no solo con la cabeza. Y cada día —sí, cada día— abre las páginas del Quijote como si rezara, con gratitud, con devoción, con la certeza de que en esas líneas se esconde algo sagrado.
Nacido en la calle Antonio Maura, de Alcázar de San Juan, y vecino —nada menos— que de Santiago Ramos Plaza. Ese poeta que en todas sus obras van impregnadas del amor profundo que sentía por su ciudad natal.
Cuando Antonio lee el Quijote, no está leyendo un libro: está entrando en un mundo. No ve palabras: ve paisajes, escucha voces, respira ideales. Siente el polvo de los caminos, la ternura en la locura, la dignidad del soñador que no se rinde, aunque el mundo entero se ría de él.
En Sancho encuentra sabiduría, ternura y sentido común. Esa forma de decir verdades sin adornos. A veces sonríe. A veces se le humedecen los ojos. Porque sabe que el Quijote no es solo una novela: es un espejo del alma humana. Un canto a la esperanza, incluso cuando todo parece perdido. Me repite que, leer el Quijote es mirar hacia dentro. Recordar que, aunque la vida esté llena de molinos, merece vivirse con nobleza. Porque —como él bien sabe— no hay causa perdida si se defiende con el corazón. Y de este los alcazareños sabemos mucho.
Tiene una biblioteca impresionante, llena de clásicos que huelen a sabiduría y a tiempo. Pero lo más valioso no está en los libros que guarda, sino en la forma en que habita el mundo: con serenidad, con curiosidad, con una bondad callada y firme. Antonio es, sobre todo, una buena persona. De esas que escuchan más de lo que hablan. Que hacen bien sin buscar aplauso. Que te mejoran solo con estar a unos pasos. Tenerlo cerca es un regalo. Y un maestro así… merece ser visto, por dentro y por fuera, aunque no lo desee.
Una lección para todos los días
El otro día, por cierto, tuve oportunidad de escuchar este refrán a una señora, en la plaza de mi pueblo. Porque hay frases así: nacen de lo simple, pero te tocan en lo profundo. Y hoy, que todo va tan rápido, en medio de tanto ruido, pantallas y apuros, lo que más necesitamos, a veces, no es otra notificación… sino que alguien nos mire. Pero que nos mire bien. Que nos vea, no por fuera, sino por dentro. Que nos escuche sin estar pensando en otra cosa. Sin prisa. Es algo muy humano: el deseo de ser vistos, de sentir que somos importamos a alguien. Y quizá, por eso, las palabras más simples que podemos recibir, son las que más nos abrazan.
Historia real
Rosa vive en un pueblecito soleado de nuestra Mancha. Tiene 72 años. Es de esas personas que llevan la vida en la cara, en las manos. Hace años que está viuda, pero sigue saliendo cada mañana como si fuera a encontrarse con algo bueno. No necesita una razón: si es martes, se pone el vestido mostaza; si es sábado, el azul con ese broche que era de su madre. Y no falta el carmín en los labios. Siempre.
Sale, se sienta en su banco, no para descansar, sino para dejar que el aire mañanero lo perciba mejor. Luego camina por el mercado, mira a la gente, a los puestos, al cielo si se le da. Pero no solo mira: también se deja mirar.
Esa mañana, un chico nuevo en el pueblo le dijo “buenos días” al pasar. Y ella, con una sonrisa de esas cortitas, le respondió sin frenar: “La que quiere ver… también quiere que la vean”.
Y siguió su camino. Como si nada. Pero dejó esa frase en el aire. Y quedó ahí, flotando. Porque sí, Rosa quiere mirar. Quiere estar presente. Pero también quiere que alguien la vea. Que no la reduzcan a “una señora mayor”. Que la vean como una mujer que vivió, que amó, que lloró, que sigue aquí, con nosotros.
Y, la verdad, ¿no queremos todos eso? ¡Ojalá! y que alguien, aunque sea una sola vez, nos vea de verdad.
N. La ilustración se ha recogido del estudio: Azulejos del Quijote en el parque Cervantes Alcázar de San Juan, 2016. Cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra. Autor: Constantino López Sánchez-Tinajero, Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan.
Antonio Leal Jiménez
Académico de Santa Cecilia
Comentarios
Publicar un comentario