Afrontar este tórrido agosto 2025 con poesía.
¿Hay una palabra que atesore más gozo, tanto sol y tanta vida como verano? Un dios de luz, coronado de espigas y frutos, tres meses despilfarrando por el mundo el cuerno de la abundancia. Aparte la codorniz solitaria, de suave canto, y la amistosa golondrina, otros bautistas urgían con la inminencia del verano. Los niños se sorprendían. Se acostaban las gallinas. Y el verano se restituía intacto, cálido, esplendente y animado, invitando a su fiesta.
El segador, de fuste y brío… Hoz en mano y pañuelo blanco, saliente como un pabellón, sombreando el bello rostro juvenil. Era la siega. Bella como una canción de siglos. Y los campesinos a ella daban con alegría y fervor.
Establecer la era comportaba dedicación, esmero y hasta rango. Cuadras y casetas habían de habilitarse. Que en la era y sus oficios bien pudieran invertirse dos meses y aún más. Goces, sudores, esperanzas y contrariedades, como los granos del cereal se remecían en esa amplia temporada.
Labradores de ayer. Pasó el gañán, sudoriento, con barba de días y renegrida la tez por los hornos de agosto. A pesar de tantas mejoras, el agricultor de ley, colgado sigue del cielo, espiando, día y noche, nubes, soles y vientos. Pero su gozo, como antaño, en ver cómo tira la siembra está. Y en perderse entre la mies que a golpes le cosquillea en la barbilla. Y en hundir la mano en el cereal cosechado y ver que, por fin, granó “como piñones”.
Ahora me viene a la memoria unos versos del poeta Manuel Manzorro:
Aforaste con tus dedos sementeras y lluvias,
barruntando fatigas,
allá por los hirvientes recalmones del verano.
Inseguro vive, intranquilo. Las simientes esas… transgénicas, le revuelven hasta los posos. ¿No se dijo siempre que “el trigo, trigo y el hombre, hombre”?
Cuántos campesinos maduros que dejaron la pana y el dril se establecieron en la ciudad. Y de corazón viven en el pueblo, porque allá, aparcadas, dejaron su vida y su alma. Acércate sencillo y amable. Son muchos, inconfundibles. Se juntan. Buscan paseos tranquilos, despejados. Siempre hablan de lo mismo. No han perdido el pelo del pueblo ni la dignidad señorial del hombre del campo. Uno cualquiera. Háblale del tiempo, las cosechas… Y pronto te abrumará de nostalgias sangrantes: él, allá en su pueblo, llevaba un par de mulas grandes como dos montañas. Pateaba terrones todo el día y no se cansaba.
Menos mal, la parla con sus colegas. Todos se cobijan en los recuerdos de cuanto tejió su vida: el campo, el verano… –Fui labrador de poco pelo –te comenta–. Pero cien veces más lo sería. ¡Que no gozaba yo cada barbechera rompiéndole el pecho a la tierra…! Y en sementera, dejándole dentro la semilla con mimo. Como si sembrara un hijo. Y a esperar nueve meses.
Gonzalo Díaz Arbolí
Académico de Santa Cecilia
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Banda sonora: "Intermezzo". Cavalleria rusticana. Mascagni
Ilustraciones tomadas del libro Voces del campo
No te imaginas los maravillosos recuerdos que has traído a mi memoria, y cuantas palabras que desconocía y que ahora, sabiendo el significado de algunos utensilios que manejaba mi padre, me harán valorarlo aún más: un ejemplo es "aparvadero".
¡Cuántas veces mi hermano y yo nos subíamos en en ese travesaño, y cuantas veces nos caímos al montón de paja!....sin saber cómo se llamaba.
Me he emocionado leyendo palabras ya olvidadas como: besana, majada, rastrojo, parva, esquila....La palabra "esquila" ha hecho que me acuerde de una maravillosa cabra que tuvimos, y a la que le pusimos una preciosa esquila.
También me han emocionado frases como: "Hoy, en eras y corrales, desvencijados, carcomidos, sueñan cargas y caminos que nunca volverán", o "veredas enamoradas". Yo estaba enamorado de una de esas preciosas veredas, por la que de niño, con mi aro, iba a visitar a una vecina que me gustaba.
Texto: Luis Manzorro Benítez
Cuantos recuerdos de mi infancia evocados tras esta maravilla de descripción. Viví, la era, las senaras, la siegas con hocinos, me monté en el trillo y aún tengo el polvo picante de la paja que con el viento de la tarde se adhería a mi piel sudorosa de adolescente infatigable. Que recuerdos.. Muchas gracias Gonzalo, por retornar con tu escrito a momentos tan felices de mi infancia y adolescencia en el campo.
ResponderEliminarPasado el tiempo, nada es igual desgraciadamente. Pero, la grandeza del lenguaje y la expresión vertida en mágica prosa, tiene el poder de perpetuar la sencillez y belleza con mayúsculas
Buenas tardes
ResponderEliminarDelicioso relato el k has hecho....
Coincido con tu amigo,Luis Manzorro,en su comentario, y en cómo alude, al vocabulario que empleas.
Los labradores han estado próximos a mi vida desde niña...
Primero en la Mancha y luego en tierras de Castilla la vieja. Hijos de labradores, amigos íntimos,y compañeros de camino....
La adolescencia recorriendo la eras...
Gracias Gonzalo
Un abrazo grande
El labrador es necesario para el cultivo de la tierra, esta nos da alimentos cuando la lluvia la riega, bendito labrador! que con tus manos la cuida y siembra! 🌱🌿🌾🍂🌳
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ResponderEliminarSimplemente maravillosa la prosa poética que has escrito, donde describes, con belleza y precisión, las labores del campo, y maravilloso el video. Tu entrada de hoy es un tesoro que, como un tesoro, guardo en mis archivos.
Leyéndote he recordado lo mucho que me costó encontrar el nombre de ese tronco, ese palo obtenido de nuestros acebuches, preferiblemente algo curvado, donde yo me subía haciendo equilibrios, para, tirado por nuestro caballo, amontonar la parva.
Un abrazo y muchas gracias, Gonzalo.
Por cierto... se llamaba APARVADERA
ResponderEliminarAmigo Gonzalo, acabo de ver tu entrada en el ordenador —mi vista ya no está para móviles—, y me he vuelto a emocionar; creo que cien veces que lo viera, cien veces me emocionaría.
Si tu publicación fuera un pastel, —en cierto modo lo es—los comentarios de Mercedes, José L., M. Dolores y Julio son la guinda que lo acaba de embellecer aún más, si cabe. Y por la parte que me toca, mi agradecimiento a todos ellos.
Leyendo el comentario de José Luis, creo que él, como yo, y quizás todos, incluyéndote a ti, nos enamoramos de la vereda que, sin equivocarse nunca, nos llevaba hasta el cortijo donde vivía una niña cuya sonrisa se adueñó de nuestros sueños; y de una fuente, de un arroyo, del acebuche donde nos columpiábamos, del burrito —en mi caso burrita— con el que, ataviada con la albarda, el serón y dos cántaros de Lebrija, íbamos por agua… ¡Y QUE AGUA!
Un abrazo.