Cervantes, profesor de urbanidad
Si hoy Miguel de Cervantes entrara en una de nuestras aulas o asistiera a una de nuestras ponencias, quizá no se fijaría tanto en nuestros dispositivos electrónicos como si lo hiciera en nuestras actitudes. A menudo lo recordamos por ser el autor de El Quijote, la máxima figura de la literatura española y como soldado en la batalla de Lepanto, pero olvidamos que fue, ante todo, un maestro de la convivencia. En un mundo de pantallas y ruidos, su legado nos recuerda que la verdadera innovación no está en el software que usamos, sino en la capacidad de escuchar y entender al que es diferente a nosotros.
En un mundo donde la información corre más rápido que el respeto y donde la cortesía parece un idioma en desuso, Cervantes se alza como el profesor de urbanidad que nuestra sociedad digital necesita con urgencia; no para enseñarnos a hacer reverencias, sino para recordarnos que ser educados es, simplemente, la máxima expresión de nuestra humanidad.
Sucedió hace poco. Eran las ocho de una noche gélida y el salón de actos estaba a rebosar; el público aguardaba una conferencia sobre la naturaleza humana en la obra de Cervantes. En mitad de aquel silencio expectante, entró una joven embarazada con el cansancio nítidamente dibujado en el rostro. Un estudiante de Letras, sin dudarlo, se levantó y le cedió su sitio. Ella lo aceptó sin mediar palabra: ni un "gracias", ni una mirada. Aquel gesto mudo del chico me conmovió; nos recordó que la verdadera bondad no es un intercambio mercantil y que no necesita que le devuelvan el cambio en gratitud para tener valor.
Poco después, una compañera me comentaba una escena opuesta: al intentar explicarle a un estudiante los errores de un examen, este reaccionó con una actitud de manifiesta falta de respeto. Ambas vivencias me hicieron viajar al Siglo de Oro.
En aquel entonces, las normas de urbanidad no eran simples adornos; eran un intento de crear un "pacto social". Se trataba de cuidar la dignidad del otro para proteger la propia. Hoy, ese pacto parece agrietarse. Lo vemos en las crónicas que denuncian el aumento de la hostilidad en las aulas y la falta de consideración hacia el profesorado. También en la sociedad en general. Aunque ya no necesitemos protocolos rígidos, seguimos teniendo la misma necesidad humana: la de ser vistos y reconocidos por quien tenemos enfrente.
Cervantes conocía el alma humana como pocos y ya se reía de quienes confundían los libros con la sabiduría. Don Quijote no perdió el juicio por leer, sino por hacerlo sin filtro, convirtiendo los datos en delirios. Hoy vivimos en una "sociedad de la información", pero nos cuesta mucho distinguir un gigante de un molino. Las noticias falsas y el ruido digital nos vuelven ciudadanos dispersos, capaces de interpretar amenazas donde solo hay sombras. Como nos enseñó el autor de El Quijote, acumular información sin sensatez moral es solo una forma más sofisticada de locura.
Frente a la soberbia del que cree saberlo todo, emerge la figura de Sancho Panza. Su sabiduría no venía de las bibliotecas, sino de la prudencia y de saber a qué "buen árbol" arrimarse. Cervantes defendía una educación del carácter, no de la apariencia. Se burlaba de quienes, criados entre elogios y permisividad, terminan siendo adultos irresponsables. En la era de los "me gusta", esa crítica suena más actual que nunca: a veces estamos tan ocupados pareciendo auténticos que nos olvidamos de serlo.
Nos encontramos en un punto de inflexión. Si las máquinas ya se encargan de procesar datos y transmitir información, ¿qué nos queda a nosotros? Nos queda lo que ninguna máquina podrá replicar: la ética, el juicio crítico y la capacidad de ceder un asiento sin esperar nada a cambio y saber comportarnos en cualquiera de las situaciones que nos encontremos.
Vincular el gesto silencioso de la conferencia con los desafíos de nuestra época revela una verdad sencilla: la cortesía no es un adorno de otra época, sino la manera en que hacemos que el mundo sea más habitable. El reto actual no es saber más que un algoritmo, sino recuperar la sensatez que Cervantes nos propuso hace cuatro siglos. Al final, en cada gesto atento, se abre la posibilidad de una convivencia mucho más humana.


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