19.FENICIOS, TARTESIOS Y GRIEGOS EN OCCIDENTE
El Juicio de Paris: un concurso de belleza fatídico. Y
otras historias.
Diego Ruiz Mata / Catedrático de Prehistoria y Académico de Sta. Cecilia
No es
conveniente que se enfaden las diosas, no se puede despreciar su belleza ni
rechazar sus generosos ofrecimientos, ni desairarlas humillándolas. Los
resultados pueden resultar terribles y de funestas consecuencias. Lo leía en el
largo poema de Guilgamesh, rey de Uruk, que vio la muerte de su amigo
entrañable Enkidu y buscó la inmortalidad sin éxito, por su condición humana.
Este poema mesopotámico, de más de cinco mil años, trata de la muerte y de la imposibilidad del
ser humano, por alta que sea su condición, de trascenderla, de asimilarse a los
dioses. En resumen, se narra en uno de
sus capítulos que, después de la muerte del fiel Humbaba, el guardián de los
bosques de cedros, tras el reñido combate con Guilgamesh, limpió sus armas y su
vestido, se soltó la cabellera sobre los hombros, y se cubrió la cabeza con la
tiara regia. La diosa Ishtar, ante la belleza del héroe, le dijo “sé mi amante, hazme el don de tu amor.
Serás mi esposo y yo seré tu esposa”. Y le hizo grandes ofrecimientos de
poder, de privilegios y riquezas. Guilgamesh le preguntó ¿qué ganaría yo casándome contigo?. Y le mencionó a sus amantes, infidelidades
y perversidades, requiriéndole que si le haría lo mismo que a ellos.
Enfurecida, tras el desprecio, sube a los cielos y solicita de su padre, el
supremo dios Anu, que cree al Toro Celeste vengador, quien accede a condición
de que haya siete años sin cosechas. A continuación, Enkidu, el amigo-hermano
de Guilgamesh, lucha contra el terrorífico animal a quien vence y “entre la cerviz y los cuernos hincó su
espada”, arrojando a la cara de Ishtar las partes del Toro Celeste.
Insultada la diosa y reunidos los dioses, decretaron en común que Enkidu debía
morir. Guilgamesh, ante del cuerpo del amigo
muerto y la percepción de la muerte que puede alcanzarle, decide ir en busca de
la inmortalidad, que no alcanza porque, conociendo el secreto por Utnapistim,
el Noé bíblico, y superviviente del Diluvio, lo perdió por la debilidad humana
del sueño. Así se explica la muerte y la condición del hombre mortal, motivada
por el pecado de soberbia contra los dioses. Y, en este caso, por el desprecio
a la propuesta de Ishtar, la deidad del amor, de la muerte y de la guerra. Más
tarde, la Astaré fenicia, o Venus griega y la Tanit de Cartago.
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Me hallaba en
estas cavilaciones, cuando leo en la prensa que hace unos días se ha hallado un
bello y elaborado mosaico en un templo del foro de la ciudad romana de Cástulo
(Linares, Jaén), que ostenta en uno de sus medallones el Juicio del troyano
Paris, o el momento precedente a la decisión final de tan graves consecuencias.
Al fondo de un paisaje boscoso y en
sombras, las diosas Atenea, Hera y Afrodita, y en primer plano Hermes ofreciendo la manzana
aurea a Paris recostado bajo un árbol. Y como el pasado siempre fluye sin cesar
y se refleja en el presente, me propongo escribir unas líneas sobre este tema
mítico que en estos tiempos conocemos como concursos de belleza, pues no es
otra cosa el asunto de este mito griego con sus consecuencias trágicas y de
muerte. En la historia mítica, el origen de la guerra y la destrucción de la
ciudad de Troya, consecuencia de una decisión difícil a causa de la belleza
que, por orgullo, la envidia y el despecho, trajo la desgracia. En el poema
mesopotámico, la consecuencia del orgullo del rey Guilgamesh, acarreó al mundo
la muerte, mostrando la distancia inalcanzable con la inmortalidad de los dioses,
sólo propia de ellos, y la imposibilidad humana de trascenderla.
El mito del
Juicio de Paris fue muy popular en las artes y literatura griega y romana desde
Homero. Y desde sus primeras representaciones en el arte griego del siglo VII
a.d.C., ha sido un tema reiterado en todas las artes hasta nuestros días, hasta
Picasso y Dalí. Quizás se ha considerado una alegoría de la responsabilidad de
la elección no sólo de la belleza externa y visible sino de la debilidad del
hombre ante los ofrecimientos y concesiones que pueden satisfacer plenamente al
ser humano, como el poder, la posesión y el amor sacro y profano, que también
trascendieron en obras filosóficas. Un tema recurrente que hoy lo consideramos
distinto.
El asunto es
conocido. Paris es el hijo menor de Príamo y Hécuba, reyes de Troya, quien,
tras un sueño aciago de su madre, interpretado como que él causaría la
destrucción de Troya, fue llevado recién nacido al monte Ida, en el que
sobrevivió hasta su edad juvenil, alimentado y educado por pastores. En un
primer escenario, hallándose Paris apacentando los rebaños, vio ante sus ojos
una comitiva de mujeres regias conducidas por el dios Hermes –el heraldo de los
dioses-, tres diosas que se consideraban las más bellas. En otra secuencia del
mito, aparece el de la celebración de una boda a la que estaban invitados
dioses y mortales, pues la pareja era mixta, la diosa Tetis y el mortal Peleo.
Pero la diosa Discordia no fue invitada y, presentándose en el banquete
enfurecida, lanzó sobre la mesa una manzana aurea que llevaba escrita la
fatídica frase “Para la más bella”. Una frase envenenada que aludía a Hera,
Atenea y Afrodita, las competidoras más hermosas. ¿Quién se atrevería a dar un
veredicto?. Ni siquiera el propio dios supremo Zeus, quien, temeroso, declinó
de inmediato en un juez imparcial. Fue elegido, por hallarse pastoreando en esos lugares, el joven Paris,
hijo de reyes sin él saberlo, que no pudo rechazar tan gran compromiso.
Comienza así su juicio, convertido en un concurso de belleza entre diosas.
Paris, bajo la
pesada losa de la responsabilidad sobre un juicio del que carecía de elementos
irrefutables para un dictamen justo, pues las tres diosas le parecían igual de
hermosas, les solicita que se despojen de la ropa para contemplarlas en todo su
esplendor y, no siendo suficiente esta apreciación, dialoga con ellas. Aún así
está dubitativo y acongojado. Y son las diosas, ante las dudas visibles,
quienes le ofrecen una recompensa para ser elegidas, conocedoras de la
debilidad humana por la posesión y dominación o de amores difíciles. Hera,
esposa de Zeus, le ofrece el poder sobre toda Asia, Atenea, diosa de la guerra,
la victoria en todas las batallas, mientras que Afrodita, diosa del amor, le
ofrece el corazón amante de la mujer más hermosa de la Hélade, Helena,
considerada hija de Zeus, y casada con Menelao, rey de Esparta. Los
ofrecimientos son apetecibles, la dominación o el amor, la decisión, aterradora,
pues Paris es consciente de que la elección de una de ellas supondría la
enemistad con las otras dos diosas.
Finalmente elige a Afrodita, se decanta por el amor, a sabiendas de que se ha
granjeado la enemistad y el odio de Hera y Atenea, a cambio del amor de Helena
y la protección de Afrodita. Y adviene la tragedia, la guerra y aniquilación de
Troya, cantada por Homero en la Iliada.
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El final lo
sabemos, ora por la lectura de los textos mitológicos, ora por el cine –recordemos
la película Troya dirigida por
Wolfgang Petersen y protagonizada por Brad Pitt, como Aquiles-, que ha llegado
a un público numeroso: el rapto de Helena por el troyano Paris, la venganza y
el asedio aqueo de la potente fortaleza y ciudad de Troya, narrado en la Ilíada
de Homero, la destrucción de la ciudad, y las muertes heroicas de los jóvenes
Héctor y Aquiles, dos hermosos jóvenes príncipes, muertos como consecuencias de este concurso y del
rencor de la diosa implacable Discordia que no perdonó ser humillada y relegada
en esta encumbrada boda de dioses.
Se trata, pues,
de la elección y proclamación de la más bella de un concurso. Están todos sus
ingredientes: las diosas aspirantes a ser la primera entre las más bellas del
orbe; el jurado, compuesto por Paris, como único responsable del veredicto; los
criterios, basados en la contemplación de la belleza física al desnudo y breve
charla con las candidatas, sin que sepamos los términos en los que se
desarrollaron las conversaciones; las aspirantes y sus ofertas atrayentes y
humanas de compra del dictamen; y la decisión final en la que pudo más el
ofrecimiento del amor de Helena, a sabiendas de las consecuencias terribles de
guerra y muerte. Un concurso antiguo y actual, porque estas condiciones esenciales
no han variado en el tiempo, sólo que el jurado es más amplio y priman los
intereses económicos derivados de la venta del señuelo fugaz de la belleza.
No me resisto a
contar otra historia, también de belleza, y con final aparentemente feliz y
desgraciado en el fondo. Todo no ha de ser destrucción y muerte, pero si
fantasía y locura. Poetiza Ovidio, en la Metamorfosis,
que Pigmalión, rey de Chipre, que vivió soltero durante años por la
desconfianza y el odio hacia las mujeres sin excepción, “disgustado por los innumerables vicios que la naturaleza ha puesto en
el alma de la mujer”. Y dedicó su tiempo a esculpir esculturas hermosas
para compensar la ausencia de la mujer real. Y Ovidio en sus versos describe
que “En aquel tiempo esculpió felizmente
con arte admirable / una figura de níveo marfil y tal bella cual nunca / hubo
mujer, y cayó enamorado de aquella su obra”. Y la llamó Galatea. Pigmalión
se dirigió a la estatua con ojos de amante, le pareció que estaba caliente que
el marfil se ablandaba y cedía a sus manos como si fuera un cuerpo real. No lo
creía, se sentía engañado y que soñaba. De nuevo volvió a la estatua, la volvió
a tocar y palpó su cuerpo flexible y las pulsaciones de sus venas. Enamorado,
deseó que fuese verdad y no sueño o locura. Rogó a Afrodita que fuese cierto lo
que veía y, conmovida la diosa por el deseo del rey, le dijo “mereces la felicidad, una felicidad que tú
mismo has plasmado. Aquí tienes a la reina que has buscado. Ámala…”. Una historia muy hermosa de, como con el deseo
y la ilusión, se puede construir un amor. Así fue como Galatea se convirtió en
humana, fue la esposa de Pigmalión y la reina de Chipre. Sin embargo, otros
autores más antiguos que Ovidio, como Filostéfanos –siglo IV a.C.- cuenta que
de quien en verdad se enamoró Pigmalión fue de la misma Afrodita y sólo en su
delirio erótico se transformó en una mujer perfecta. Su poder sobrenatural, como
el de un dios, sólo fue una locura y un espejismo. Regresamos de nuevo a la
tragedia, a la de la mente y la locura en esta ocasión. Mas este rey no fue el
único que se enamoró de una escultura, y en la Antigüedad abundan historias
similares. Lo imposible se transforma en real por el sueño o la demencia.
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Estamos en la época
del culto a la belleza visible, sin que se sepa definirla por la subjetividad
que conlleva el concepto, donde se la valora más que otras cualidades
invisibles. Hay concursos desde mediados del siglo XIX en Estados Unidos, pero
no fue hasta 1921 cuando se instituyó en sus líneas fundamentales. Y se ha
popularizado desde mediados de los años cincuenta. El criterio principal es el de
la belleza carnal y exteriorizada, adornado, como toque intelectual
prescindible, con la belleza de la inteligencia. Y tanto han prosperado y
ganado adeptos que los hay de Miss de todo –Mundo, Universo, Internacional,
Intercontinental y las misses de cada país y de cada pueblo. En el género
masculino también, el de Mr. Universo. Y
en internet se vota a las “diosas de la belleza”. La belleza ha
adquirido, para quien gana un concurso de la más bella, según los patrones
impuestos del momento, la sustancia de diosa y de aspecto especial, y como tal
debe actuar. De ello viven muchos y muchas. Lo peor y negativo es el sofisma
que se ha creado, reclamando al consumo todo lo que pueda cambiar y embellecer,
que en un porcentaje elevado resulta inalcanzable, arrastrando, a veces, a la frustración, al ridículo o al sillón del
psiquiatra, e incluso a la destrucción. Me recuerda el final trágico del mito
griego.
La belleza del
espíritu, inmortal, y la humana, como el poder de toda especie, debe
manifestarse en todo su esplendor, aunque el tiempo las diferencie con crueldad.
A la humana la limita de modo cruel y real la brevedad en que refulge y se
exhibe. La inmortal perdura porque nace del espíritu, del interior del hombre,
de su esencia, y del arte. Y el arte es inmortal, eterno por tanto, como la
máxima expresión sublime y representativa de la actividad humana en todas sus
facetas.
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Este arquetipo de belleza al que aludes me recuerda al la comparativa de lo perecedero con lo eterno reflejado en el encuentro de Jesús con la samaritana: "si bebes de tu agua volverás a tener sed, pero en cambio si lo haces de la mía, quedarás saciada para siempre" o algo parecido.
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