LOS NIÑOS DE MURILLO

Se dirige a su taller. El sol tibio de la temprana primavera ilumina la ciudad. La calle está desierta; es temprano para que las piedras del tosco empedrado giman al paso de las carretas y al chasquido de las herraduras de las bestias. La cal de las paredes destila la humedad que la noche dejó. Las huellas de los carros grabadas en las enormes piedras de molino incrustadas en las esquinas parecen más profundas cuando a nadie se escucha. Una voz lejana rompe el silencio. ¡Galeras, galeras, galeras…!
En ese momento un bulto oscuro se mueve en la acera. Es un mendigo. Tal vez pasó la noche al cobijo del gran portalón de la lujosa casa del comerciante Neve, el que llegó de Flandes y que tiene un hijo canónigo en la Catedral. Una sonrisa se dibuja en la cara del mendigo cuando ve que es el maestro Murillo el que se acerca. El maestro lo saluda con la bondad que le caracteriza, lo observa, le mira la espalda y recuerda su “Lienzo” preferido. Pone con suavidad una mano en el hombro del  mendigo y pronuncia una frase en latín: “Ut benedicat tibi Dominus” (Que Dios te bendiga). Le da una moneda y vuelve a acariciar su espalda al despedirse de él. Andresillo lo mira con agradecimiento y el maestro hace lo mismo y con la misma ternura que cuando lo pintaba.
El maestro sigue su camino, sus pies lo conducen a su taller. Sin apenas esfuerzo abre la gran puerta. Descorre las pesadas cortinas y abre un poco las ventanas; un olor a pintura, aceites, barnices… inunda la estancia.  Un haz de luz ambarina entra por la claraboya. Su “Lienzo” está allí; se acerca y lo mira; se retira y lo observa y al hacerlo le entra escalofrío cuando ve la espalda que levemente acaba de tocar. Tal vez sea su mejor escorzo. La espalda de Andresillo, el pordiosero que pide limosna cerca de la Iglesia de Santa Cruz. Una sonrisa y una expresión de satisfacción ilumina su semblante cuando inesperadamente se abre la puerta de manera violenta; una voz de adolescente interrumpe la soledad del taller: Maestro Murillo, venga por Dios, Andresillo ha sido atropellado por una carreta al lado de la Iglesia…
Ha pasado el tiempo de aquella mañana funesta cuando tuvo que envolver con sus propias manos el cuerpo de Andresillo en su capa y llevarlo en brazos al Hospital de la Santa Caridad para que fuese enterrado en cristiana sepultura. Sus misas fueron dichas en la misma Iglesia. La memoria de Andresillo quedará en la Iglesia de los Capuchinos, en el cuadro de Santo Tomás de Villanueva así como en el paralítico de la piscina probática de la Santa Caridad o en La presentación de la Virgen en el templo.
Pasó la primavera y se acercaba los últimos días del verano, y estando en su taller y en el sillón plácidamente recostado comenzó a recordar paseando la vista por  el interior de la estancia, con ese sol tamizado que inundaba, esa mesa grande y noble repleta de objetos: trapos para limpiar, botes de barro y cristal donde se guarda preciados tintes, tripas de cerdo con pinturas, pinceles, paletas, barnices, barro fino de alfareros trianeros… Allá en un rincón los cántaros con agua fresca para beber. En otro, la tinaja de agua y la palangana de barro. Un trozo de tejido que ya no recuerda su color es la toalla.  Repisas con botes de pintura, grasas y aceites. Un armario que cierra con cuidadoso esmero y donde guarda libros y estampas…de grabados traídos de Italia, Flandes, Francia…Sillas y taburetes se disputan el espacio. Jarras, platos, almireces, telas adamascadas y algún reloj está todo por aquí y por allá. Un viejo arcón guarda ropas, cortinas,  velos, túnicas y mantos.



Y el maestro Murillo cierra los ojos, respira profundamente y recuerda a aquel niño pobre que un    mediodía vio en una casa abandonada cerca de la muralla, al lado del convento de San Agustín. Había comido unas quisquillas y algo de fruta, tal vez robada, pero su afán era la limpieza de los parásitos que siempre llevaba encima y que no les dejaba dormir una tranquila siesta. Fue su niño espulgándose. Lo recuerda con el cariño de una pintura lejana en el tiempo, pero tan fresca como si hubiese levantado esa misma mañana el pincel del lienzo.

Los recuerdos de niños callejeros  vienen a su memoria. El maestro siempre estuvo rodeado de niños. Fue el menor de catorce hermanos y hubiese tenido nueve hijos si la maldita peste y otras enfermedades no le hubieran arrebatado siete de sus hijos. Cuando era pequeño y con un carboncillo pintaba las paredes de las casas que rodean la Iglesia de la Magdalena no sospechaba que la vida le iba a deparar tantas penas, tantas muertes de seres queridos. Padres, hermanos, hijos, esposa… La melancolía la llevará siempre en el corazón pues en el alma ya no le cabe más.


Niños huérfanos, pobres, que viven al aire libre, que trabajan de recaderos, aguadores, vendedores de frutas, verduras robadas en las huertas de Triana o los Remedios o tal vez en las que están cerca de la puerta Carmona que son de exquisito paladar.  Pero que como todos los niños quieren jugar a las bolas, a los dados, a los naipes…Saben cuáles son los juegos prohibidos para ellos por eso quedan para jugar en plazas solitarias cerca de los conventos alejados del centro. San Agustín, los Capuchinos, la Merced…allí quedan al caer la tarde. Eran pandillas que robaban y vendían, que jugaban y cantaban, que rezaban y maldecían como si adultos fueran, pero sólo eran niños.
Recuerda cuando vio a la abuela despiojando al nieto. Qué alegre jugaba Juanillo con su perro. La abuela no paraba de hablar, ¡quédate quieto!, si te mueves no podré quitar más piojos. El perrillo jugaba, quería un poco de pan que amablemente Juanillo le daba, eso sí, en pequeñas migajas. La abuela enfadada lo deja. Rezando en voz baja coge su huso y hace lo mismo que todas las tardes. Hilar como lo hizo su madre y su abuela y todas las mujeres de su familia.

¿Dónde robarían Demetrio y José el melón y las uvas? Manjares exquisitos. No sería muy lejos del mercado que se encuentra al lado de la Iglesia Ómnium Sanctórum, al lado del Palacio del Marqués de la Algaba… Cómo se reían los pilluelos. Allí estaban agazapados detrás del atrio dándose el festín. Nadie los veía, tan solo las moscas que impertinentes se acercaban a participar del banquete.

Sus recuerdos lo llevaron a una tarde de finales de un mes septiembre. Muy agazapados vio a una pandilla de niños que jugaban a los dados. Sabían que para ellos era un juego prohibido. Por eso pusieron a Antonio, el hijo de la Juanita, a mirar mientras Daniel y Lorencillo echaban los dados en las toscas piedras. Antonio comía pan y membrillo. En el cesto había suficiente. Los membrillos los habían cogido por la mañana temprano del huerto que estaba cerca de la iglesia de San Gil. Y allí estaban, mal vestidos, pero alimentados. El juego les hacía felices. La sonrisa no les faltaba.

Otro grupo de niños se agruparon no muy lejos de allí. Cerca del gran Hospital de la Sangre que todavía no estaba terminado, fuera de  la muralla. Se jugaba a las bolas.

Los ojos del pintor, del maestro de los pinceles en Sevilla que había pintado los cuadros para los franciscanos, dominicos, capuchinos y agustinianos. Aquel de la sonrisa amable y la bondad infinita descubrió a un niño pobre sentado en el suelo que jugaba a las bolas e invitaba con cara risueña a otro, que con vestimenta humilde y calzado portaba un jarrillo de aceite, pasaba muy cerca de él.  El juicio del bien y del mal. Aceptar o no aceptar. Qué difícil solución. Tal vez era más recomendable llevar el jarro de aceite y terminar el trabajo, pero la invitación al juego atraía fuertemente. Los contrastes de la vida, la alegría y la tristeza, se encuentran a veces en el mismo lugar.

El sueño se agudiza, pero antes el maestro ve a tres niños. Uno de ellos es negro que pide algo. Inmediatamente uno rehúye y el que le acompaña riéndose le dice: ¡Anda, pero si éste es Perico! No, no es peligroso.
 El niño negro esclavo es aguador, lleva agua de la Alameda. Agua fresca y muy rica, la mejor de Sevilla. 




Risas, burlas… sonidos en su mente. Sus ojos se entreabren al recuerdo de la anciana que quiere para ella sola el plato de migas o gachas. Tal vez sea la única comida que haga al día y no está dispuesta a perderla. Un mozalbete la asusta. Se ríe complaciente de ella. Pero ella no está segura. Teme que le quiten su plato de gachas. Un perro participa de la escena. Tampoco le vendría mal un poco de comida, pero la anciana retira el plato, plato que el perro no deja de mirar.
No recuerda bien el maestro dónde fue la escena. Por eso puso un paisaje sacado de un grabado de Van Dick.


Y las jóvenes fruteras…Las recuerda cerca del puente de barcas que une a Sevilla con el barrio de Triana. Todos los días con sus cestos repletos de frutos del tiempo bajaban del Aljarafe para venderlos en el Arenal. Dulces uvas y sabrosos membrillos que las  fértiles tierras de Tomares o El Zaudín dan generosamente. Ellas se levantaron muy temprano. Con sus cestos repletos de mercancías bajaron por la cuesta de las mulas hasta el Altozano trianero. Allí pagaron el paso del río. Cerca, muy cerca de la Aduana, al lado de donde el maestro pintaba los cuadros de las misericordias para la Iglesia de la Santa Caridad, allí vendían sus frutos. Recuerda el pintor la mañana que las observó contando monedas, las ganancias del día. Su expresión era clara y luminosa. No estaba mal la venta. Cuando caiga la tarde volverán a recorrer el mismo camino que hicieron por la mañana temprano. Ahora les dará el sol de frente camino del Aljarafe.
Morfeo quiere entrar en el taller del maestro Murillo, pero éste no le deja y con una leve sonrisa se acomoda en su sillón muy satisfecho del bodegón que pintó en el cuadro de las jóvenes fruteras.
Dirige su mirada a la ventana y recuerda aquel altercado que pasó en la calle de los Francos. Un cura corría sin parar tras un monaguillo que se había quedado con las monedas que los feligreses habían donado en la misa matutina de la parroquia. Pero detrás del clérigo iba el padre del muchacho que de repente había tenido una impronta de amor paternal cuando supo que su hijo llevaba el dinero. A todo esto, se tropieza el cura con un hidalgo. Ambos caen al suelo. El cura pierde su sotana, el hidalgo el sombreo. Y un niño pobre asomado a la ventana con su hombro desnudo se ríe a carcajadas limpias.
En la casa de la esquina dos mujeres cortesanas también ríen divertidas al observar el suceso. Cerca pasa ufano el gallero que ha tenido mucha suerte. La mañana ha sido de ganancias.
El gallero se pierde por la Alfalfa. En la calle de los Francos sigue el bullicio. Muchos vienen del Arenal. Esta mañana, de allende los mares llegaron  barcos cargados de mercancías. Sevilla no duerme. La Real Casa de la Moneda está abierta; hay trabajo para los plateros y suena bolsas de dinero para los señores comerciantes, para el clero, para misas y sermones, novenas y bulas, para los que beben vino en las tabernas, para las cortesanas, muy poco para gente honrada y menos aún para los niños pobres y pordioseros.



El maestro se sacude. Abre sus ojos y aleja los recuerdos. Las campanas de Santa Cruz anuncian la hora del Ángelus. Murillo se pone en pie, mira a sus pinceles que jugaron a la recreación psicológica de sus personajes. A la creación del éxtasis en santos, a la devoción cristiana, a la Inmaculada Concepción y a tantos y tantos retratos, vírgenes y santos. La mano diestra del maestro los dirigía. Ellos obedecían  y seguían los movimientos que el maestro hacía con ellos.

Sale a la calle y sus pasos se pierden tras la muralla; se dirigen al convento de los Capuchinos. Se  acerca la hora de repartir pan, oficio que realiza desde hace tiempo. Los mendigos guardan pacientemente la llegada del maestro que junto con varios frailes reparte hogazas de pan. “Dar de comer al hambriento” se decía a sí mismo.

        El profesor E. V. acabó su lectura, fijó la vista en la ventana entreabierta. A través de los cristales vio que se asomaba una luna llena, grande y hermosa, como aquella que pintara el maestro Murillo bajo los pies de su primera Inmaculada,  la Grande, como dicen en Sevilla; una luna que había sido contemplada por toda aquellos niños y adolescentes, viejos y jóvenes, frailes y campesinos, clérigos y comerciantes, pícaros y  tullidos. Todos miraron y contemplaron aquella cara de la luna que él ahora contemplaba mientras escuchaba las últimas notas de una Sinfonía de Beethoven. Acarició la portada del libro y con cuidado lo puso encima de la mesa de su escritorio. Al salir de la habitación volvió la cabeza para ver aquel libro plagado de fotografías de cuadros de Murillo. Un aroma a azahar penetró por la ventana y se esparció por la estancia. Y el profesor se volvió para ver la luna, la misma que miró el maestro Murillo.

Paulina Sanjuán Navarrete 
Colaboradora de la Academia

Comentarios

  1. Seguro que Murillo ha disfrutado con tu relato, pues volvería a vivir esos momentos tan entrañables a la vez que duros.

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  2. Volvería a ver la exposición, ahora no hubiera perdido detalle. Es como encontrarte en el estudio y la época del pintor.

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