ENCUENTROS EN LA ACADEMIA (367)
No
sé por qué razón los acontecimientos que están ocurriendo a nuestro alrededor
me traen a la memoria los sucesos que se desencadenaron con la llamada I
Cruzada. La propuesta del papa Urbano II a la nobleza francesa y europea para
reconquistar los Santos Lugares y liberar a Jerusalén del yugo turco no cayó en
saco roto, sino que suscitó un gran movimiento al grito de “Deus le volt”, es
decir: Dios lo quiere. Enseguida esta propuesta papal, que teóricamente iba
dirigida a la nobleza y a sus huestes, es decir a aquellos que podían aportar
los medios para la guerra y afianzar los objetivos, pronto cayó en manos de un
iluminado, Pedro el Ermitaño, que sin encomendarse a nadie impulsó un
movimiento dirigido a las clases humildes, es decir al campesinado de la época.
Su éxito no se hizo esperar y, contraviniendo la organización que el poder
fáctico tenía organizada para el evento, pronto congregó a su alrededor varios
miles de personas que iniciaron la marcha hacia la Jerusalén ansiada. El
entusiasmo levantado por las palabras de Pedro hizo mella en los enfervorizados
campesinos que sin pensar en los peligros del camino, la falta de alimentos o
los peligros de un enfrentamiento armado, se lanzaron a la liberación de los
Santos Lugares muriendo la mayoría de ellos en el intento. Un cristianismo que
pregonaba “mi reino no es de este mundo”, pronto mezcló el poder terrenal con
los objetivos espirituales y todo perdió el sentido del mensaje del Maestro.
Todo valía si se hacía bajo el paraguas de la fe.
Hoy,
cuando veo a determinados personajes de este país acudir a los juzgados
acompañados de una masa entusiasmada, no dejo de pensar en aquellos campesinos
enfervorizados al grito de Dios lo quiere. Una multitud en busca de una
Jerusalén, sin importarle las consecuencias y sin conocer los objetivos
espurios de la clase dominante. ¿De verdad alguien piensa que una idea vale más
que una gota de sangre derramada? ¿Nada hemos aprendido de la historia en todos
estos siglos? De cruzadas y cruzados nos libre Dios pues ya sabemos en qué
acaba todo esto: los pobres sufriendo y los poderosos riendo.
Juan Gómez Fernández
Académico de Santa Cecilia
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